Maravilla y vértigo: la ciudad de La Paz

La primera vez que arribé a la ciudad de La Paz fue en 1983.

Llegué en compañía de mi amigo Fabián Luna, arrimaba los veinte años y el desembarco no pudo ser más alucinante: bajamos de un camión ―que nos trajo a los tumbos desde el villorrio altiplánico de Challapata cargando vidrio molido― en la mismísima plaza Pérez Velasco ―corazón, nervio, mojón― a eso de las 3 AM de una noche sin estrellas.

El panorama nos arrebató los ojos de inmediato: los edificios se estaban quietos y silenciosos pero el mundo se movía alrededor nuestro en una danza pegajosa, dionisíaca y febril. Nos costó entender que eran ebrios y no guerreros de la corte de algún rey imaginario los que deambulan, tropezaban, bailaban a esas horas de la madrugada, calentando sus huesos junto a una improvisada fogata o saltando por encima de montículos de basura. Demoramos en creer que eran vendedoras de comida y no sacerdotisas de un culto desconocido para nosotros, las señoras que, ataviadas con pañuelos blancos en sus cabezas, veíamos brillar entre las llamas, atizando sus fuegos, asando sus “anticuchos”, un trinche de corazón de vaca rociado con salsa de maní picante.

La ciudad estaba muda, dormida, agazapada pero la primera impresión –que siempre es la que cuenta- no sólo nos fascinó de improviso y sin medias tintas sino que también nos golpeó como un cross a la mandíbula, demoliendo la idea que traíamos desde Buenos Aires acerca de lo que era o podía ser una ciudad.

Ya había conocido también otras ciudades ―como Roma, Londres o Nueva York―  pero La Paz me colmó de inquietud, me imantó desde el comienzo, me ancló a esas personas que un día cualquiera, una noche cualquiera, estaban allí celebrando sus vidas y desmintiendo no sólo mis ideas acerca de las urbes ―que, en verdad, me tenían sin cuidado; creía, entonces, que las ciudades eran todas iguales y que sólo servían para atravesarlas― sino las ideas que, en general, se manejan en torno al concepto ciudad.

Ese desorden era conmovedor y contagiante y negaba esa premisa según la cual la ciudad ideal ―la “ciudad total”, la ciudad celeste, la ciudad de las jerarquías― es orden por sobre todas las cosas: caminábamos por las calles de la Pérez hacia arriba asombrados en medio de ese fervor pagano como si hubiésemos descubierto Babel pero una Babel de sensaciones, de sentimientos, de intensidades mezcladas. Una Babel antiquísima pero renovada a la vez. Una ciudad, no-ciudad: otra cosa; algo que, desde ya, hubiera sido imposible leerlo en los libros y, a la vez, era carne de otra historia, arcilla de otros dioses, harina de otro costal. Ese desorden estaba vivo, chorreaba almíbar, gritaba y gemía en su verdad.

Esa noche, sin estrellas y sin cama ―ya que ningún alojamiento nos franqueó sus puertas que estaban, por si acaso vale decirlo, cerradas bajo cien candados―, dormimos en el mismísimo retén policial de la Garita de Lima. Incluso, sin ser invitados, asistimos a una memorable trifulca entre los policías, un tipo reventado de trago y una chola que enfrentó a cachetazos y patadas a los uniformados… La ciudad sangraba pero era sangre añeja, nueva y rebelde a la vez.

Años después, me pregunté mil veces por qué en vez de subir hacia las laderas, no bajamos, cruzando la Plaza San Francisco, por la avenida Mariscal Santa Cruz, hacia el centro de la urbe. Por qué fuimos en esa dirección y no hacia la otra. Estoy convencido que ese impulso ascensional tuvo que ver con el alma misma de la ciudad, con su ajayu como dicen los aymaras, que nos embriagó y nos cercó, apenas arribados.

Es que, la ciudad de La Paz es, en realidad, dos ciudades: la formal, la cartográfica, la histórica urbe fundada por los españoles al fondo de un valle atravesado por un río (que ha conservado su nombre original: Choqueyapu) en octubre de 1548 como un símbolo para zanjar sus guerras intestinas en el Perú de los primeros años de la conquista (de ahí su nombre: Nuestra Señora de La Paz) y la otra, la ciudad indígena, que preexistía como asentamiento humano antes de la llegada de los europeos y que fue blindándose con sucesivas oleadas de emigrantes rurales y con las consecuencias del mestizaje racial dando origen a lo que en la América Andina se conoce como “cholo”. Esa otra urbe, la ciudad cobriza, la ciudad mítica, también tiene su propio nombre: Chuquiago Marka, Chuquiago a secas.

Esta segunda ciudad acorrala a la primera, la ciñe como una faja de acero en su encajonamiento a lo largo del río principal y produce un fenómeno sociológico único: arriba los pobres, abajo los ricos. Toda una consigna política: aquí los pobres –los indios, los cholos- están por encima de los ricos que son blancos o descendientes de blancos; ellos ocupan los solares de abajo mientras que los desheredados fueron poblando las laderas de las montañas –cada rincón, cada quebrada, cada pequeña meseta- hasta quedar colgados encima de los nuevos dueños y siempre a punto de derramarse, de inundarlos, de “bajarse”, un temor arraigado y que se transmite de generación en generación desde que un caudillo indígena llamado Túpac Katari cercó la ciudad española en 1781, apretando la faja y matando de hambre a sus pobladores.

Chuquiago Marka, la ciudad indígena, creció impulsada por el azar y la necesidad y las casas de sus habitantes fueron estableciéndose de acuerdo a los límites que imponía la orografía. Pero lo hicieron elevándose, trepando los cerros, hasta llegar al borde mismo de la hoyada donde se asienta la ciudad formal y que no es otro que el mismísimo altiplano, es decir, uno de los techos del mundo, situado a cuatro mil metros de altura y donde se ubica la ahora célebre ciudad de El Alto, famosa por la rebeldía de su gente, nuevos emigrantes del campo y de las minas que, en verdad, viven allí porque más abajo ya no cabe más nadie.

Lo cierto es que esa ciudad ancestral pero azarosa, mítica pero que muta, crece, se expande de manera permanente e inverosímil como un octópodo fantástico ―hay casas sobre el aire; hay casas que desaparecen súbitamente arrastradas por un alud de piedras; hay casas que semejan naves internándose en mares desconocidos―, esa ciudad era la que brillaba delante nuestro ―las miles de luces de las viviendas y las callejuelas te secuestraban los ojos y no podías dejar de mirarlas―, y, en ese brillo ―no lo sabía aún pero lo sentía― latía el alma de la ciudad real, su ajayu, acunado entre los vientos que arrecian desde la altipampa, el granizo feroz que la azota cada verano, la lluvia que cuando baja suma siempre nuevos torrentes a los trescientos cursos de agua que la atraviesan.

Por eso, en vez de bajar, subimos. Por eso ese impulso ascendente. Por eso, tal vez, ese amor a primera vista.

Años después, encontré incluso una definición lírica exquisita con relación a ello: en Patria mía, Ezra Pound, sintiendo la nostalgia del exilio por los rascacielos encendidos de su Nueva York querida, escribió: “Aquí hay poesía/pues hemos hecho descender a las estrellas”.

Aquí es lo mismo pero en una dimensión que nunca acabaremos de definir, de asir con palabras: la ciudad, desde la hoyada donde se la creyó segura y enclaustrada, sube, ha subido, poblando de estrellas las laderas de las montañas, poblando de estrellas Chuquiago Marka.

Lo increíble para la ciudad del Choqueyapu es que si uno la mira desde el borde del magnífico anfiteatro natural que es la hoya del Choqueyapu o desde cualquiera de sus “apachetas” –altares naturales situados en encrucijadas geográficas-, verá un mar de estrellas (el mar de arriba y el mar de abajo, como dice un antiguo himno dedicado a Viracocha) y ya no sabrá dónde está parado: el vértigo es uno de los ingredientes claves de esta ciudad, un tajo que vibra entre las montañas que sube o que baja hacia o desde el cielo, lo mismo da.

Al otro día, cuando alzamos campamento de la comisaría, y salimos de ese agujero que nos sirvió de albergue, a las seis de la mañana, habían desaparecido la basura, los borrachos y las brujas y la ciudad también bullía a punto de hervir: era un enjambre de transeúntes, yendo de un lado para el otro, carros, buses, gente pedaleando en sus bicicletas, vendedoras que te ofrecían lo que fuera, hasta soga para ahorcarte, mujeres vendiendo comida ―“api”, buñuelos, desayunos―, niños, perros, policías; todo envuelto en una sinfonía de colores que te alumbraban los ojos, todo cocinándose en un trajín que olía a milenario para empezar por las marcas que atestiguaban los rostros de los protagonistas: eran todos cobrizos, eran todos indios.

Lo que horas antes nos asemejó una página mal digerida de Las mil y una noches ―mitad sueño, mitad verdad―, por la mañana comenzaba a cobrar forma, a pintarse con los matices de la historia ―tenía en mi mochila Indios en rebelión de Taboada Terán y la saga de los días de la Revolución de Abril en mi memoria―, a instalarse en mi mente con otro contenido, otro significado. 

Supuse ―y supuse bien― que esa ciudad de La Paz/Chuquiago Marka era única, legendaria, difícil de describir para quien no lo conoce y no la siente. No me equivocaba: recién, tras tantos años de vivir entre la maravilla y el vértigo que aún me arrastran, tantos años de vivir en la ciudad de La Paz, me animo a escribir sobre ella…

De pronto, perdidos entre el tumulto de gente, de voces, de olores, de sensaciones, de prodigios que se sucedían sin mengua ese mañana cualquiera de un día cualquiera, lo vimos, vimos el primer milagro (he visto demasiado en casi tres décadas): el Illimani, la montaña mágica de Chuquiago Marka.

Parafraseando a Sáenz, el poeta de la ciudad, la mole se estaba; el Illimani, la montaña que más he mirado y amado en mi vida, estaba allí, señalado, imperturbable, inconmovible. Estaba allí, de frente y a una distancia que podías rozar con los dedos de la mano, resplandeciendo de bendiciones con su leche perpetua coronando la ciudad y nuestra mirada agradecida. Estaba allí: él y su infinito vacío.

Mi dios: cuando uno ve el Illimani esos días puros del invierno, cuando parece que el cerro fuera a derramarse sobre los edificios (desde la Avenida Camacho, por ejemplo), cuando uno siente su presencia imperturbable y eterna desde cada lugar donde el cerro destaca (que es todo el ámbito de las laderas, cuando se supera la línea vana de competencia con las construcciones hechas por el hombre), cuando uno se aproxima a él, siente no sólo la abrumadora supremacía del paisaje natural sobre el paisaje cultural (aunque, en La Paz, ambos combinan, yuxtapuestos en una rivalidad de siglos) sino también la fragilidad de todo cuanto nos rodea frente a la fortaleza invencible de la piedra, de la nieve, de la montaña.

Estábamos en presencia de la waka principal: Hillema, el adoratorio más importante de los antiguos moradores del valle que han legado a la urbe moderna sus convicciones cósmicas, su conocimiento ancestral, sus saberes mágicos. Por ello, frente a la montaña que te deja sin aliento y que te llama, uno termina advirtiendo y comprendiendo que en la hoyada, coexisten tres ciudades: una es la que figura en los mapas y en las rutas de vuelo; otra es la que se eleva por las laderas, trepando como una serpiente de miles de cabezas; la última es la que descubres cuando se te revela el poder de las montañas: una ciudad subterránea, primordial y etérea, que sólo sabes que existe si buscas dentro de tu corazón, si la encuentras dentro de tu mismo.

Esa ciudad invisible es, al final, la que se impone y es la que te amarra con sus poderosos tentáculos de vida, con sus sutiles pero no menos colosales lazos de muerte: es la urbe verdadera, es la encrucijada hecha destino, que se eleva, teje, trama, tensa tu ser, te halaga y te desarma, te asfixia y te revive, va cercándote, seduciéndote, dejando su marca en tu espíritu: cuando lo adviertes, ya es tarde. Nunca te abandonará; nunca dejarás de acunarla: basta mirar el Illimani, basta sacudirse con la nieve y la piedra, basta sentir para convocarla…

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Fobomade

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