¡JALLALLA QOLLASUYU!

“¿dónde estamos? Estamos aquí, sólo que estamos ocultos” Tata Zenobio Fernández, del Jatun Ayllu Yura, Qhara Qhara suyu.  

“la semilla está de este lado del mundo” Rodolfo Kusch 

“el interior del mundo me da en qué pensar” Jaime Sáenz poeta, La Paz.  

¿Por dónde empiezo a contar este viaje sin regreso al corazón del proceso de cambio? 

Un nudo de historias mínimas: 1992. En el desierto neoliberal de la Argentina, la historia oficial seguía devorando la verdad de los 500 años del genocidio de América. Un grupo de artistas nucleados en el colectivo “Ojo de Río” se proponía en Buenos Aires desnudar la mentira: una sensible instalación de esculturas y grabados dialogando con tierra, fuego, agua, aromas de q’oa, símbolos y palabras de pueblos originarios de la Argentina. Recorrerla, habitarla, fue despertar un íntimo espacio fundamental. El grupo editaba una revista combativa desde lo estético y lo político, impresa en papel madera, todavía la conservo; en esas páginas, a mis 22 años, conocí a Adolfo Colombres y fue el inicio de un largo camino por otros territorios. Para mí terminaba el cubrimiento de América. Ese mismo año, Ramón Soria tenía 12 años cuando quedó solo, a cargo de todos sus hermanitos, en la comunidad de Pojpo, cerca de Sucre. “De esa manera nació mi conciencia”, me confiaba Ramón emocionado, luego de compartir muchas challas, en vísperas del año nuevo andino. Sus padres tomaron la decisión de partir y soportar la angustia de delegar tremenda responsabilidad, porque era necesario ese sacrificio para abrir el ojo de la historia: ellos participaron de la multitudinaria marcha indígena por la vida hacia La Paz, convocada por la primera Asamblea de Unidad de las Naciones Originarias, que comenzó a hacerlos visibles como sujetos políticos de su propia organización[1].

¿Qué palabras dicen este tiempo preñado, la comunicación raigal, la dignidad de una lucha entramada a un territorio que es memoria? ¿Una poética textil gestando nueva trama social y política, territorios en movimiento, semillas, miradas? ¿Cómo contar la textura de un mundo que “es así”, “Ucamau mundajja”, desnudez y Madre Tierra? ¿Qué imagen rozaría la visión sin fronteras del Qollasuyu?

¿La palabra común, la del realismo político, la de los analistas, la instrumental, “la que exige verificación”, la que espían los aparatos de seguridad globales, la que sostiene la arquitectura laberíntica de la burocracia deteniendo el tiempo de la cambios? Hay una palabra grande que trasciende el actual vaciamiento del lenguaje: la que dice más que lo que expresa, la que mueve los fondos secretos de la historia, “el silencio de lo inexpresable que se prolonga en el gesto o en la ceremonia del rito, o se reitera en la costumbre”[2], el revés de la trama del proceso de cambio, el habla de los pueblos que lo hilan.

Acabo de compartir el año nuevo andino con los hermanos de Qhara Qhara suyu, “territorio ancestral” que ocupaba una amplia región, desde las tierras altas de Potosí a los valles de Cochabamba, que luego de 500 años, fue reducido prácticamente a Chuquisaca. Pero la memoria de su pueblo sigue habitándolo en su plena extensión: “así lo hemos declarado: territorio ancestral, con o sin título de tierra, y el Estado tiene que respetar”, explicaba tata Fidel Condori Mita[3], “nuestro deber es reconstituir al Tawantinsuyu, ese es el Qhapak Ñan, que significa ‘Camino Ancho’ y está trazado a través del Qollasuyu, el Chinchaysuyu, el Antisuyu y el Contisuyu, que abarcan lo que ahora es Chile, Argentina, Bolivia, Perú, Ecuador y Colombia”. La memoria es el mapa real de nuestro territorio.

Lo intercultural se aprende simplemente de sólo estar en el Qhara Qhara suyu. Sus raíces quechuas, aymaras y urus son un telar imantado, hilando las tierras altas del Urkusuyo a las bajas del Umasuyo; además, un espacio fronterizo a los Ava Guaraní, peregrinos de la selva hacia “más allá del mar”, buscando la “Tierra Sin Mal”[4]. Todo eso y más: las fragmentaciones y violencias de la conquista española, con sus: mitimaes, encomiendas y trabajos forzados en minas;  las guerras de Independencia y la del Chaco, dolorosas migraciones (la mayoría a la Argentina); dictaduras y sistemas económicos globales, planes educativos exóticos y medios de comunicación excluyentes, durante doscientos años del Estado-Nación. Y ahí están: los Qhara Qhara siempre se resistieron a ser tratados como esclavos. Fueron grandes guerreros respetados por los Incas, origen de una reciprocidad desde la época de Tupac Inca Yuanqui hasta Huáscar, lucían con “un colorido y elegancia especial”, porque los Incas les habían permitido confeccionar su propia ropa, y hasta hoy sus ponchos y llijllas se destacan por la profundidad de sus símbolos y contrastes. Ramón Soria siguió con sus recuerdos tras compartir la coca: “mirá hermana, es muy dura la pobreza”, me dijo mirándome al fondo del alma, “pero yo nunca me dejé humillar”. El silencio abrió un dolor que no cabía en el cuerpo, “de niño sobreviví al miedo de ver a mis mayores amenazados de muerte por defender el territorio, de ser ahorcados, degollados, pero igual yo los seguía”.

Fue en La Paz donde nos conocimos con el tata Walberto Baraona, Jatun Kuraka (máxima autoridad) de Qhara Qhara; fue en las oficinas de la FOBOMADE[5], en el marco del hermanamiento cultural entre Bolivia y noroeste de Argentina, SURcimientos. Fue comunicación de corazón a corazón. En nuestra conversación encendida soñamos la biblioteca popular en Pojpo, que integraría la Red de Bibliotecas Hermanadas, un espacio para fortalecer la memoria comunitaria y regional; imaginamos las actividades del intercambio cultural de nuestro próximo encuentro en Sucre. Tata Walberto es uno de los principales referentes  de la lucha por los derechos indígenas del Qollasuyu. Participó en la elaboración de la nueva Constitución Política del Estado Plurinacional de Bolivia y el Anteproyecto de Ley Marco de la Madre Tierra, una nueva concepción de derechos, me explicó: “la Madre Tierra son vínculos de vida, todo está unido”. Walberto integró las marchas en defensa del TIPNIS[6], donde los pueblos originarios de las tierras altas se unieron a los de las tierras bajas, transformando esa lucha en causa estratégica de alcance continental, en el desafío de un país pluricultural ampliando su base de consulta y participación. Una marcha que a su paso fue desnudando los nuevos disfraces del “progreso” y su violencia, las contradicciones de un gobierno en el cual todos sembramos esperanzas, la imposición de las nuevas fragmentaciones sobre el territorio, rutas bioceánicas  para perpetuar el saqueo, como el proyecto IIRSA[7]. Hay algo que saben muy bien los pies descalzos: existe otro modelo de crecimiento donde el humano es parte de la Tierra, y fuera de ese orden de amparo, hay exilio, hambre.

“Hermana, tenemos que borrar las fronteras entre nuestros pueblos”, me dice tata Walberto y va al centro de nuestro objetivo de hermanamiento cultural, ¿qué más podía decir? De estos sentimientos nació su invitación: compartir junto a su comunidad de Marka Pojpo, el año nuevo andino. Una celebración sin “escenarios” politiqueros o turísticos,  “ámbitos” que lamentablemente multiplica un nuevo “capitalismo andino”, con poder de vaciar de sentido y quedarse en la superficie de las verdaderas palabras del proceso de cambio, legítimo y paradigmático, protagonizado por las bases más golpeadas de Nuestra América.

Pero ¿qué es el “proceso de cambio”?                

Es tiempo de tránsito donde se construyen “nuevos paradigmas o esfuerzos por concebir nuevas formas de armonizar las necesidades materiales, espirituales, individuales, colectivas, en equilibrio con la naturaleza y con los otros seres humanos”[8].

Es el nuevo horizonte civilizatorio del “buen vivir”  o “suma qamaña”: armonía, reciprocidad, complementariedad, nueva sensibilidad para vivir los territorios y transformar el mito de la ciudad y del progreso.

Es movimiento del nuevo telar del mundo donde la soledad será un animal en extinción. Donde los fragmentos encontrarán su hilo, su imán. Donde la sangre regresará a la herida como un canal de parto. Es un animal con hambre que regresa del secreto de la Tierra y comerá individualismo.

Es una semilla. Viene de abajo, de adentro de la historia. “No sabemos dónde está la semilla. Será preciso voltear a quien la está pisando. Pero pensemos que esa semilla también está en nosotros”[9].  Una semilla empecinada en el mar de sinsentido del poder global.

No es utopía, sino, endotopía: un aquí y ahora desde el fondo del corazón, desde lo que somos sin vergüenza, desnudos en la oscura verdad de estar vivos. Es una encrucijada, una lucha con las armas de la memoria y la conciencia, en unidad nueva. Habrá que enfrentar el dolor, la incertidumbre, el horror de la tortura, el cuerpo desbastado, la contaminación del planeta, la ceguera del viejo poder. Tendremos que aprender a amansar los animales tristes del miedo, a sembrar nuestra propia comida. Soportar el sabor del asco por el “dolor agregado”[10] del mundo, el desgarro ilusorio entre hombres y mujeres, entre lo humano y la naturaleza. Sentir dolor del poder que se come sus propias manos. Es un tiempo de contradicciones.

Tal como habíamos acordado, nos encontramos nuevamente con tata Walberto la víspera del año nuevo andino en la plazuela Tupaj Katari, en Sucre, de donde salía el transporte público a Huapi.  Me presentó a amigos de Pojpo y Poroma que estaban esperando en la parada; como máxima autoridad, era el que más trabajaba cuidando y cargando nuestro equipaje, bolsas de papa, mote, verduras y la q’oa. Entre los nuevos hermanos que conocí, tuve el honor de conversar con tata Eulogio Montoya Mallku, uno de los grandes luchadores de su comunidad, quien dio visibilidad política a su propia organización originaria de ayllus y markas, y en los 90 logró el reconocimiento jurídico de la Marka Pojpo; mama Teresa, una mujer de alegría incansable y mirada dulce, con su puesto de comidas en el Mercado Campesino, me dejó su invitación a conocer sus sabores, iba con una de sus nietas que ya vivía en Sucre, para que “conozca nuestra cultura”; el entrañable Ramón Soria, hermano de lucha y destino de Walberto, pertenecientes a la generación de jóvenes dirigentes de 30 años, reflexivo y guardián de la memoria de sus ancestros. Compartimos coca y todo fluyó. Sentimientos, memoria, nuevas palabras del hermanamiento cultural; hablamos del desafío de lograr un diálogo entre la ciudad y el campo, de ampliar la cultura “cerrada” [11]; sentimos especialmente la música como un puente vivo entre los pueblos; me enseñaron frases en quechua, compartieron su libre visión del Qollasuyu, les conté de la lucha de los pueblos originarios del noroeste argentino; me invitaron también a celebrar año nuevo en Poroma. Mi torpeza de no saber el quechua era compensada por su apertura, irradiaban deseo de conocer, de crear vínculos. Cómo olvidar sus miradas luminosas casi dulces ahondadas por contraste al mapa de sus rostros, como sus manos, pobladas de injusticias, de muertos, de durezas, de luchas por la identidad y el territorio, de sueños de dignidad. Pero de pronto la alegría los transfiguraba, una alegría profunda, generosa como el maíz, con el peso de una gran verdad de la vida, como uno de los frutos más preciados de la sabiduría popular.

El viaje fue largo. Y con Ramón compartimos palabras hondas: “yo creo que hay una historia que no se ha escrito, porque para nosotros, Bolivar, Tupaj Katari, Juana Azurduy, Bartolina Sisa, Santos Marqatola, como muchos otros de nuestra comunidad que partieron por defender el territorio y lo que somos, no están muertos; para nosotros siguen vivos y nos acompañan. Esta es nuestra creencia, nuestra visión de la almas.” Y regresaban las palabras preñadas de historia, apuntadas por tata Zegobia, en el reciente WatunTantakuy de Qhara Qhara: “no nos van a doblegar nunca, porque sería una traición a nuestros padres, a los líderes que han muerto en la pelea. Nunca los vamos a traicionar”.

En las afueras de Sucre, entre tarcos y molles, una inmensa fábrica quebraba el horizonte de los cerros, tata Eulogio me explicaba: “ve, esa empresa francesa está sacando nuestra piedra caliza para cemento”; y veinte minutos después, pasando unos campos de arvejas, señalando un lugar entre cerros pequeños: “ese lugar es sagrado para nosotros, aparecen imágenes, y hasta acá puede llegar la empresa para sacar”. Paisaje del “progreso” devorando la soberanía alimentaria, rasgando el territorio sagrado. Lamentablemente la voracidad extractiva y contaminante, amparada por estados perdidos en los laberinto de una historia ajena, rehenes de poderes globales, también nos hermana.

Ya de noche, pasando Orco dejamos el transporte público. Desde esa puna baja se abría una vista aérea de la ciudad de Sucre, un exquisito entramado de lucecitas vacilantes. Tomamos un camión hacia el extremo del territorio de Marka Pojpo, hasta que el camino terminó. Había que seguir a pie; “¿qué le parecen nuestros caminos bolivianos?”, me preguntaba Ramón, divirtiéndose, “¡vamos por la cheqanchana, hermana!”. Comenzamos el descenso hacia Huapi, donde celebraríamos el año nuevo andino. Al amparo de la luna llena bajamos por una quebrada imponente, seguíamos una senda de cerro apenas presentida. Resistía a medirse la dimensión de ese espacio por la cheqanchana, el territorio así entrañado era como caminar tiempo. Espacio en movimiento, memoria tejida al territorio de a pie, una “geografía emocional”[12]. “Es muyu”, me dice Walberto, y su mano traza el movimiento de un círculo, “el año nuevo andino va de comunidad en comunidad hasta completar a todos; este año es Huapi, el próximo es Retiro, y así, las semillas que bendice Tata Inti este año en Huapi, van a ser sembradas en Retiro, donde haremos el próximo“.  Todos llevamos lo que somos como semillas por el mundo. El tiempo es huella y maíz. No sólo es una geografía emocional; también, una geografía ritual hila el territorio más allá de todas las fragmentaciones de la colonización.

Bajamos y bajamos mucho tiempo hasta un cerro escarpado, casi una peña, sobre una palca de río; todo a nuestro alrededor eran pequeñas chacras sobre terrenos de diversas pendientes. Finalmente llegamos. “Somos felices aquí”, me dijo mama Teresa emocionada, “el agua del río es clarita, es sana.” El lugar de reunión en Huapi era un espacio comunitario de dos grandes salones de adobe y piedra, uno con techo de paja y otro de tejas, rodeando a un patio interno con una pequeña huerta protegida del viento. “Huapi significa hombre fuerte”, me dice Walberto, y sonriéndose, “así es, hay que ser fuerte para aguantar el frío de este lugar”.  Cuidado recibía para llevar los bolsos, me prepararon un lugar para que pudiera descansar y no tuviera frío. Mama Teresa me convidó un plato de sopa calentita, ella estaba junto a la mayoría de las mujeres, junto a grandes ollas del patio, preparando la comida comunitaria.

En el salón principal nos ubicamos rodeando las paredes de adobe, dejando un vacío en el centro, éramos alrededor de70; en uno de los laterales estaban las autoridades sentadas a un mesón cubierto con una wiphala y las ramas siempre verdes del molle, “es un árbol que es medicina”, me dijo mama Leonarda. Delante, los bastones de las autoridades sosteniéndose unos a otros, de pie, atados por un hilo grueso de dos colores, rojo y negro, como cordón umbilical unido a una historia sagrada. Algo profundo había cambiado.  Todos usaban sus ponchos y llijllas, sus tejidos ancestrales, obras de arte de gran complejidad en símbolos, diseños y colores; en la ciudad los había conocido en ropa campesina, debían estar desnudos de su identidad para no ser discriminados, pero ahora lucían imponentes.  

Durante la vigilia nocturna del año nuevo andino se hace el cambio de autoridades, según usos y costumbres, es rotativa. Los lazos políticos y comunitarios se fortalecen, se entraman al tiempo de los orígenes. Las autoridades salientes dieron un informe y rindieron cuentas de lo realizado; Ramón era el maestro de ceremonias e iba indicando el orden de los oradores; se respiraba un tiempo ritual, la palabra se alternaba con challas y melodías de anatas, cajas, zampoñas y bombos. Las anatas, con su torrente cálido, dirigidas desde la alegría desbordante de tata Eusebio, nos reconfortaron del invierno. También me dieron un espacio para que me presente, pero mejor lo hizo tata Walberto por mí, quedé muy conmovida por sus palabras: “la hermana Verónica viene del Qollasuyu, de Argentina; ella no sabe el quechua, por eso yo voy a hablar en castellano ahora, para que ella entienda; la hermana viene a aprender nuestras costumbres y nosotros también podemos preguntarle a ella cómo es su pago, cómo es la Argentina, por qué será que los bolivianos queremos ir tanto allá; ella está invitada a compartir con nosotros porque todos somos una sola sangre”. “¡Jallalla Qollasuyu!”, gritó de pronto uno de los hermanos, y entramamos a una sola voz: “¡Jallalla!”, un único territorio, un sentimiento.

Luego todos los que quisieron tuvieron su tiempo para expresarse, disentir y proponer, se habló mucho hasta llegar a un consenso para el cambio de autoridades. Esto duró casi hasta el alba. Cada orador era escuchado en cuidadoso y tenso silencio. A mi lado estaba Juanito Araca, cada tanto me traducía el quechua, compartíamos la coca, challamos. Me contó que ahora vivía en Sucre y estudiaba en la Universidad, me confió su preocupación por los jóvenes, muchos renegaban de su cultura, ante las desvalorizaciones de la ciudad y los medios. Había tanta densidad de sentido, de estar comunitario, de fraternidad en la noche larga, que uno de los oradores en quechua me trajo la imagen de dos pájaros de luz, y resultó que traducido, hablaba de \"estar más unidos los ayllus, para ser libres\". En ese estar el lenguaje trasvasaba a imagen. El cacique Benito Paka, máxima autoridad, junto a su Mama Ambrosia Maraz  Carata, habló de mejorar la unidad qari-warmi, masculino-femenino. “Todo es de a dos”, me dijo Walberto, “somos iguales, pero también diferentes”. Aunque la diferencia de roles no condiciona el acceso a participar, fueron pocas las mujeres que esa noche hablaron, ocupadas con las wawas y en preparar la comida comunitaria.

Finalmente se hizo una mesa ritual, se desplegaron dos textiles andinos: los mapas sagrados del mundo, sostén de lo que no se ve. En ellos comenzó a ordenarse el mundo: la coca, la q’oa, la memoria, las challas sobre las “cuatro esquinas ”, challas como columnas de alcohol, de chicha, la palabra como trama del tiempo. Tata Walberto fue el encargado de convocar al espacio originario sagrado: “Mama Quilla, Tata Inti, Pachamama, Apu Illimani, Apu Sajama”, de agradecer y de soltar la esperanza en las nuevas semillas.

Challamos, fumamos tabaco puro.

Luego destrenzamos la memoria entre interminables challas y conversamos mucho entre nosotros, el alcohol desataba nudos. Algunos hermanos me confiaron agridulces experiencias como migrantes a la Argentina, a Mendoza, a trabajar en los viñedos, en las huertas. Hermanos que se fueron a trabajar al Chapare, a las plantaciones de coca, y nunca regresaron. Esos trabajadores son los actuales desaparecidos de la historia. Otros me preguntaban cómo era la Argentina, “cómo eran las pampas”. “Un mar verde”, les dije, “una lejanía que se nos pierde como un sueño hasta juntarse con el cielo”. Ramón traía el territorio fragmentado por la colonia, en una sola frase: “nosotros no somos de aquí, somos del Valle Quillacas”; tata Walberto completaba: “nuestro territorio es más allá de las fronteras de los departamentos, en esto hay que trabajar”.

Comenzaba el alba. Tomamos té con pan casero y salimos al patio.

Afuera armaron otra mesa ritual. Textiles sobre la tierra, imagen viva del mundo.  Dos vasijas de chicha, al este y al oeste, y el maíz en el centro. Un centro trashumante por dentro de la luz. Una diversidad impresionante de maíces, en colores y formas, y en pares de mazorcas; sagradas hojas de coca; una pirwa en miniatura albergaba semillas de papas, algunas germinadas; ramas de molle y otros alimentos; aromas de q’oa. Abundancia a ser bendecida por Tata Inti. Challábamos con chicha, de a dos challas, “como somos nosotros”, me explicaba Tata Eulogio, “¿o acaso usted no tiene dos ojos, dos manos?” Sangre de maíz por las venas. “Tome chicha, está bien hecha de ese maíz”, y Florentino Coa, que incansablemente la ofrecía, señalaba las semillas de la mesa ritual, “se la deja madurar, tiene tiempo, no como en Sucre, que la hacen rápido y le ponen cualquier cosa”. Maíz, muyu, camino desplegando el territorio soberano de un alimento que no es mercancía.

Se expusieron sobre una pared de adobe que daba al patio, como una instalación de arte contemporáneo, tres llijllas, prendas textiles de las mujeres, “son una demostración”, me contaba tata Walberto, “se teje para viajar al otro mundo”. Tejidos nuevos como wawas recién nacidas a punto de ver la luz por primera vez. Una de las telas tenía una franja de pájaros de sombra sobre rojo. Y me acordé de la visión de mis pájaros, de la paradójica libertad de estar entramados, la imagen paradójica de la poesía, liberando y reuniendo la diversidad de lenguas, culturas y experiencias del caminar humano.

Aguardábamos distendidos la primera luz de Tata Inti con música de anatas, cajas, zampoñas y bombo, bailábamos incansablemente. Saqué la wiphala que había traído de Salta, Walberto la ató a un palo y la hicimos bailar también. El baile se llamaba anata, era un danzar de parejas desplegando la trama del espacio en dos vueltas dobles, como “hilando el mundo”, tal como me había secreteado mi querido Ramón Rocha Monroy. Las cajas tocaban un sorpresivo ritmo con aires de pim pim, guaranítico; era una música andina que traía su antigua memoria de frontera; era una semilla desplegando un territorio inconmensurable. Las challas seguían sin cesar sujetando el mundo, eran pilares de un telar invisible. “¡Jallalla Qollasuyu!” brotó del fondo del patio, cerca de las ollas. Algo profundo en mí se entramaba. Bailábamos, las anatas traían un olor a verano, aires de carnaval, era el último día de frío, indudablemente.

De pronto vi el rostro de mama Teresa transfigurado por la emoción, me señalaba: “¡mire, ahí está el sol!”. Y el tono de su voz, ¿cómo describirlo?  ¿cómo contar el misterio de la luz, el vislumbre  de estar vivo?  La luz sagrada penetrando los cerros de Pojpo, entrando por los techos de adobe y paja y llegando al patio. Veló el ojo de la cámara. Quedó la imagen interior.  Daba nuevo brillo al sonido de las anatas. Tata Inti bendecía las semillas de maíz. También era la luz una semilla de tiempo. Luz o urdimbre de un cuerpo para caminar de este lado del mundo.

Todos agradecíamos, nos saludábamos, mama Leonarda sorpresivamente me puso su sombrero con alegría de luz derramada; las nuevas autoridades pidieron a la comunidad “apoyo moral, económico y espiritual”.

Se sacrificó una pareja, oveja y carnero. “Antes eran llamas”, me cuentaba Tata Anatolio, con una nostalgia de tierras altas. Se preparó una comida ritual con esa carne y con mote, fue envuelta en una gran tela, el alimento vestido como una persona, con su espíritu comunitario nos alimentaba desde muchos mundos.

“Esta es su casa, esta es su familia, la esperamos para el año, en Retiro”, tomándome las manos, Tata Eulogio. Saqué mi caja, canté; traía voces del sur, de Salta, de la Quebrada de Humahuaca. Voces que ya habían caminado por este territorio, antes de que yo naciera.

¡Jallalla Qollasuyu!

La luz y la historia de Nuestra América por un momento se parecen: son semillas empecinadas en un amor grande y empiezan a crecer.

…………

Termino de escribir esta crónica regresando de Buenos Aires, pero sin haberme ido del todo de Huapi, como si la vida a propósito me llevara a los extremos de un estar en Latinoamérica, a palpar un abismo, los contornos del desafío que tenemos por delante.  

Valle Hermoso, Salta, 6 de julio de 2013.  

[1] En 1992, se crea la Asamblea de Unidad de las Naciones Originarias para recuperar la historia, memoria, pensamiento, identidad y territorio y avanzar hacia la independencia definitiva de los pueblos originarios de Bolivia,  por los caminos dejados Tupaj Amaru, Tupaj Katari, Apiawayki Tumpa, entre muchos otros.  El 12 de Octubre de 1992, confluyeron en las principales ciudades del país grandes marchas de cientos de miles de indígenas y campesinos, llegados a veces después de muchos kilómetros de caminata. Las wiphalas ondeaban por doquier. No habían banderas bolivianas.  En La Paz, se volvió a cercar la ciudad – a los dos siglos del cerco de Tupaj Katari – en una toma simbólica pero pacífica del centro de poder.

[2] Rodolfo Kusch, Esbozo de una antropología filosófica americana.

[3] Mallku de Tierra y Territorio de CONAMAQ: Consejo Nacional de Ayllus y Markas del Qullasuyu; palabras expresadas durante el WatunTantakuy de Qhara Qhara suyu, realizado en la Villa Bolivariana de la ciudad de Sucre, con la participación de más de 300 autoridades tatas, mamas y bases, según el Consejo de Gobierno de este suyu. Para los organizadores, lo más importante del encuentro ha sido la constatación de la unidad de las 11 markas de Chuquisaca y Potosí: Valle Tinquipaya de Poroma, Valle Quillacas Marka Pojpo, Jatun Ayllu Yucas San Juan de Orkas, Marka Quila Quila, Marka Payacullu San Lucas, Marka Qhara Qhara, Marka Moro Moro, Marka Wata, Jatun Ayllu Chaqui, Jatun Ayllu Pati Pati y Jatun Ayllu Yura. Desde esa unidad han emitido una resolución orgánica en la que exigen al Gobierno nacional respeto a sus derechos a la Consulta y al territorio. El encuentro se celebró una semana antes del año nuevo indígena, 2013. El Consejo Nacional de Ayllus y Markas del Qullasuyu (CONAMAQ) se creó a mediados de los 90 para que las naciones originarias pudieran volver a organizarse según sus formas de gobierno ancestral.

[4] El memorial de Charcas. Crónica inédita de 1853, Waldomar Espinoza Soriano, Ediciones Universidad Nacional de Educación.  Material obsequiado tan generosamente por Mabel Arispe Nogales, luchadora admirable por los derechos de los pueblos originarios de Bolivia, que conocí en Huapi.

[5] Foro Boliviano Sobre Medio Ambiente, organización boliviana militante de los derechos ambientales y sociales, con un fuerte trabajo de defensa de la soberanía alimentaria y los pueblos amazónicos.

[6] El Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro-Secure (TIPNIS) es un área protegida de Bolivia, creado como Parque Nacional mediante DS 7401, en 1965 y declarado Territorio Indígena en los noventa, gracias a las luchas reivindicativas de los pueblos indígenas de la región. Tiene aproximadamente 12.363 km². Se encuentra ubicada en la zona de alta diversidad biológica incorporando cuatro formaciones vegetales importantes exactamente emplazada en la faja subandina. Está entre los departamento del Beni (provincia de Moxos) y Cochabamba (provincia del Chapare). Los municipios incluídos son San Ignacio de Moxos y Loreto en el Beni, y Villa Tunari y Morochata en Cochabamba.

7] Los corredores bioceánicos de la Iniciativa para la Integración de Infraestructura de Sudamérica, IIRSA.

[8] Víctor Vacaflores Pereira, Director del Capítulo Boliviano de Derechos Humanos, Democracia y Desarrollo.

[9] Rodolfo Kusch, Geocultura del pensamiento americano.

[10] Eduardo Galeano.

[11] Rodolfo Kusch, dice en Geocultura del pensamiento americano: “No hay otra universalidad que esta condición de estar caído en el suelo, aunque se trate del altiplano o de la selva. De ahí el arraigo, y peor que eso, la necesidad de ese arraigo, porque, si no, no tiene sentido la vida. Es la gran paradoja de la cultura. Si por un lado es la más cruel de las revoluciones porque nos desnuda totalmente (pensemos en la desnudez de Van Gogh), por el otro es el definitivo domicilio en el mundo, como que tiene por misión una nueva creación del mundo.” 

[12] Fernando Rovelli, citado por Rodolfo Kusch, en Geocultura del pensamiento americano.

 

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