Mamá: ¡la CIA lee mis e-mails!

Hay que ser muy ingenuo o un lameculos de los yanquis para no haber sentido, desde el principio, que toda la parafernalia de la red no era más que eso: otro campo de batalla de la insistente guerra que los Estados Unidos de Norteamérica y sus aliados han declarado a la humanidad.

La internet siempre fue eso: la guerra por otros medios, esta vez ramificada y prolongada bajo el manto del aparente súmmum de la tecnología de punta puesto al servicio de una comunicación total, democrática, sin fronteras.

¡Minga! Ahora las pruebas de la intromisión de las agencias federales de seguridad nacional yanquis demuestra todo lo contrario y lo que intuíamos desde un principio: que la red no es más que otro intento, complejo y sofisticado desde ya, de control total, de manipulación global, de injerencia abierta y descarada.

Sobre el aparente propiciar la comunicación sin límites, lo único que busca es uniformizar los dispositivos de sujeción mental, anulando las subjetividades locales, distorsionándolas, disfrazando el combate, volviéndolo imperceptible.

La eclosión de las redes es la etapa sutil del imperialismo. La pax virtual es la pax imperial más indecorosa de todas las que conocimos: es invisible y creemos que no duele –inoculados de democracia, la anestesia de las redes es peor que la heroína.

Lo que más me hace reír son las voces que pretenden lo contrario y que se rasgan las vestiduras hablando de libertad de expresión, de intimidad, de respeto a los derechos humanos, de democracia of course. Reclaman asepsia, virginidad, neutralidad.

Más allá de las ficciones cotidianas, de esos lugares donde se confunden prodigios con milagros, de los banales rituales que promueve la Santa Democracia, está la realidad-real. Y en la realidad-real, la guerra sigue, la guerra no se detiene, la guerra avanza. Y en guerra, sólo los payasos, reclaman neutralidad. No hay neutralidad posible, no puede haberla.

Somos los que crecimos en los setentas con Watergate y con Nixon: el espionaje puesto al servicio de la polítiquería interna de los gringos; somos los que seguimos viviendo en los ochenta con la eclosión del capitalismo financiero y Wall Street, donde el espionaje y la compra-venta de información confidencial estuvo en la base del surgimiento del modelo de acumulación más perverso y nocivo de todos, y que aún seguimos padeciéndolo.

Somos los que sufrimos en los noventas la explosión viral y vimos como el modelo se universalizaba, como copaba el planeta, como desembarcaba y se volvía normal, precario, policial, “moderno”, como toda la basura que nos imponían era aceptada por (casi) todos. Esa década, los que vivimos en el culo del mundo, o sea nosotros, conocimos el internet, tras que nos enchufaron la primer gran guerra tecnológica de la historia: la segunda Guerra del Golfo, la que libró George Bush padre contra el pueblo irakí.

El internet era un invento militar, era parte del renovado aparataje bélico de inteligencia: no podía servir sino para aquello para lo que fue concebido: para neutralizar las resistencias, para arrasar con la intensidad, pero con un componente inédito: para encadenarnos sin cadenas. Ya lo dije: el imperialismo sutil. No necesitamos un nuevo Schwarzkopf‎ ni otro Colin Powell. Necesitamos drogas que no se inyecten, que no sean tan obscenas como el crack, pero que funcionen igual.

Por eso, ahora, somos los que asistimos sin sorpresas a la constatación de que el espionaje, a través de la intervención telefónica o la requisa a la información disponible en el internet, no es la excepción, sino la norma, y en verdad, no podía ser de otra manera: un sistema corrupto, podrido por dentro, no puede sino apelar a esas prácticas para sostenerse, para reproducirse, para seguir jodiendo al mundo, legitimándose a diario en tiempo real, y todos aplaudiéndolos y consumiendo como orates.

Alguien, seguirá preguntando si la internet no tiene algo de bueno. Alguien podrá decir: ¿acaso no fue a través de las redes sociales que se sublevaron los árabes para acabar con las tiranías que los oprimían? Vayan a Egipto y luego se responden. Todo lo que pasó en África del Norte no fue sino funcional al imperialismo y no hizo más que encubrir un objetivo estratégico: invadir y apoderarse de Libia y de su petróleo.

Otra muestra de la ferocidad de la intervención: cuando el belicista Uribe invadió Ecuador para asesinar a uno de los comandantes emblemáticos de la FARC, Raúl Reyes, lo hizo a partir del rastreo de sus llamadas por medio de un teléfono satelital. Gran Hermano ha suplantado a Dios en el ranking mundial de la omnipresencia. ¿Quieren más pruebas? Allí están los wikileaks. Son miles, cientos de miles de evidencias.

¿Qué hacer? Lo de siempre: paciencia y buen humor. Somos los que tuvimos que asistir a la película más terrible de todas: el horror después del horror. Muchos pensaban que los nazis alemanes o los nazis sudamericanos eran recuerdos tristes de una época que no volvería nunca más. Digo: ¿Quién se acuerda de Bosnia? ¿Quién se acuerda de Ruanda, de Sudán, de Somalia? ¿Dónde queda Siria en el mapa de nuestra dignidad humana? Cuando al poder lo autolegitima una conducta suicida alimentada por las propias víctimas, cuando la violencia del sistema ya ni siquiera es ofensiva y abierta y se camufla y se enraiza desde adentro mismo de nuestras casas, cuando hoy el derecho esencial de los poderosos no es otro que el derecho a volver a esclavizarnos, ya no tiene sentido escribir libros de denuncia, ni vociferar en la plaza, ni enojarse con ellos para enfermarse de los nervios y caer más profundo en sus garras. Seamos astutos: la resistencia es mística. Ya nació o nacerá el nuevo Giap, en una aldea perdida en la última selva. Ahí los quiero ver. Ahí quiero ver dónde se meten el espionaje en internet y los drones y las hamburguesas de Burger King.

Río Abajo, 10 de junio de 2013

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