¿Colón o Juana Azurduy?

Algunos supondrán que uno debe debatir, exponer ideas, argumentos, a favor o en contra, pero la verdad verdadera es que uno se cansa de tanto desprecio a lo nuestro, de tanta falta de arraigo, de tanta joda.

La defensa del monumento a Colón, en realidad, defiende esa mirada antipopular y antinacional que, a lo largo de la historia, justificó toda la violencia ejercida contra el pueblo, contra los indios, contra los gauchos, contra las montoneras federales, contra los orilleros, contra los trabajadores, contra las organizaciones populares, contra los villeros, contra sus dirigentes, contra sus símbolos, contra la esencia y el significado de todo eso. Y todo eso, insisto, es el derecho que nos cabe, como argentinos, como sudamericanos, como hijos de este tierra y en este lado del mundo, de ser libres e independientes, de reconocernos en una identidad y en un pasado común, de vivirlo así, de sentirlo así, de lucharlo y de perpetuarlo de la misma manera.

Y para eso, es obvio, es lógico, es sensible, es natural -y es una vergüenza que en pleno siglo XXI sigamos discutiendo esto-, que honremos a nuestros héroes, que reivindiquemos a aquellos hombres y mujeres que, como parte y emergente de nuestras sociedades, nos expresan, nos reflejan, nos unen.

Cristóbal Colón no significa nada para nosotros, salvo la estupidez de una tradición que nos hace repetir como loros caribeños que nuestra historia empieza ahí, ¡en las Bahamas y en 1492!, negando, de manera inconcebible en estos tiempos donde se proclama a la interculturalidad como valor supremo de convivencia universal, la memoria histórica de nuestros pueblos indígenas y originarios, que es además el basamento raigal de nuestra nacionalidad. Esa estupidez, hay que decirlo, es lo que nos enseñaban de chicos en los colegios. No sé si lo siguen enseñando así, pero en las mentes racistas eso es tal cual: antes de la invasión europea, no hay historia, es peor: no puede haberla.

Esa negación de lo propio, esa imposición de una historia prestada, llena de amputaciones, ese ensalzamiento mistificador a figuras históricas que no sólo nos niegan, sino que nos condenan, es el veneno que siempre nos han querido inocular los antipatrias, los que no quieren el país que tenemos y sueñan con vivir en Miami, los que no quieren al pueblo sino para someterlo o, sino, para eliminarlo.

Eso han hecho con los pueblos indígenas del Chaco y de la Patagonia: masacrarlos, envenenarlos, combatirlos sin piedad, acosarlos, acorralarlos, hostigarlos, mentirles, para que desaparezcan. Eso han hecho con los collas, luego de la batalla de Quera, los han perseguido, con rabia, con alevosía, con ardor, para acabar con todo intento de nueva rebelión en la puna. Eso han hecho con los fueguinos: cazaban a los onas con perros como si fueran guanacos, pagaban por oreja o lengua cortada, eliminaban familias enteras, matando incluso a los bebés, ensañamiento que luego repetiría Videla, la continuidad histórica del genocidio, la persistencia del odio irracional, ellos los racionalistas, contra el pueblo. No ahorre sangre de gaucho, le escribía el ilustrado Sarmiento al ilustrado Mitre, y no se ahorró sangre de gaucho, sangre argentina, sangre federal, sangre montonera, para construir ese país de mierda, oligárquico y excluyente, racista y explotador, donde Colón debía ser homenajeado porque, para ellos, nuestros héroes –desde Viltipoco a Calfucurá, desde Felipe Varela a Facón Grande- eran bandidos, asesinos, salvajes, bárbaros, chusma, escoria, abono: así se refirió Sarmiento a la sangre de nuestros compatriotas, con odio cegador, alucinante, sin límites.

El monumento a Colón, por último, no lo lleven a Mar del Plata, ¿para qué? Será mejor que lo embalen y lo metan en un barco, directo a Génova. Falta aún el infeliz que diga que Juana Azurduy era boliviana…

Río Abajo, 2 de junio de 2013

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