Los pueblos originarios de Panamá

Generalmente llevan faldas de varias yardas amarradas a la cintura y blusas del mismo tejido, con bordados  manuales en los que predominan motivos naturales o imaginados relacionados con la flora, con preponderancia del rojo y el negro. En esas prendas se aprecia una hechura artesanal con un sentido de creación artística que responde probablemente a una concepción filosófica de la vida para muchos desfasada en el tiempo, pero para ellas tan presentes como el aire o el sol. Esos tejidos de lenguaje singular y armónico son las molas, que exhiben diseños textiles geométricos, antropomórficos, mitológicos, zoomórficos y de la vida cotidiana. Las mujeres kuna y de otras etnias dibujan primero en sus cabezas y luego las materializan en ancestrales telares que ya estaban en tambos y conucos cuando el conquistador español llegó con sus gangarrias y mosquetes a las playas del Caribe istmeño. Medio milenio después del encontronazo con aquellos extraños personajes de piel distinta, todavía llevan en muñecas y tobillos adornos de cuentas de colores, pectorales, cadenas y anillos de oro en la nariz, que llenaron de tantas ambiciones a los primeros europeos llegados a este lado del mundo. Los transeúntes apenas reparan en estas mujeres y, en realidad, a ellas poco les da que las miren o no; son relativamente pocas las que viven en centros urbanos, pues en su inmensa mayoría no salen de sus comarcas, donde se sienten más a gusto en medio de costumbres seculares y tradiciones ancestrales. Es Panamá muy rico en minerales metálicos. Su posición geográfica como puente natural sobre el Pacífico y el Atlántico le ha favorecido, en especial después de la apropiada idea de unir esas dos cuencas por un canal interoceánico que reporta cada año multimillonarios ingresos sin el temor de que, como el petróleo, se agote. Pero junto a esa riqueza natural, el istmo tiene sobre todo el privilegio de contar con ocho pueblos originarios, dueños de una cultura y tradiciones bastante preservadas por los sobrevivientes del saqueo, los abusos y la modernidad. Los pueblos originarios de Panamá son NgÃñbe, Buglé, Kuna Yala, Emberá, Wounan, Naso o Teribe,  Bri Bri y Bokata, únicos que han quedado de los 60 grupos étnicos que poblaban el istmo cuando llegaron a estas tierras Rodrigo de Bastidas, Cristóbal Colon y Núñez de Balboa, descubridor de los mares del sur. Hoy apenas son 200 mil 368 individuos, según el último censo, y representan solamente el 5,0 por ciento de la población total panameña. Con el paso del tiempo, desde entonces hasta nuestros días, fueron sacados de su hábitat natural y empujados hacia las zonas más inhóspitas. Los indígenas fueron buscando el abrigo de los ríos más largos como el Tuira y Chucunaque en Darién, hacia donde partieron los kunas y emberás, y al área central hacia las provincias de Coclé y Herrera, o Veraguas, Bocas del Toro y Chiriquí, donde se hicieron fuertes los ngÃñbes y buglés. La destrucción practicada durante la conquista fue tremenda. A mediados del siglo XVI, ya las culturas indígenas habían  desaparecido prácticamente debido a la sistemática política de muerte que implantaron. Aunque, por suerte, la catástrofe no trepó a las montañas de Chiriquí y Veraguas, o las selvas del Darien, y los ngÃñbes y buglés, los kunas y emberás no pudieron ser exterminados ni su cultura destruida. Hoy estos indígenas mantienen su alfabeto de 18 consonantes y ocho vocales, y los buglés el buglere de 20 y cinco, mientras kunas y emberás hablan sus propios dialectos. Es sintomático que, más de 500 años después, los habitantes del Panamá más profundo casi no hablen el español. Sus costumbres y tradiciones se mantienen muy arraigadas y es una suerte que se mantengan vivos y con sistemas de vida social bastante semejantes a los de sus ancestros. La organización social de todos esos pueblos es interesante y responde a normas bien definidas desde épocas inmemoriales; para ellos, por ejemplo, la tierra no tiene dueños, es de todos porque es la madre, la que da de comer, vestir y curar, y hay que respetarla, quererla y cuidarla. Son ejemplos en la conservación del medio. Cada etnia tiene una estructura política que varía poco entre las comunidades. Hay cada año uno o dos congresos para discutir asuntos comunitarios y elegir a sus caciques o sáhilas, quienes constituyen la autoridad que interpreta y dosifica sus leyes. Defienden hasta con las uñas sus comarcas y protegen sus tierras de extraños, y son reacios a aceptar cualquier tecnología, por moderna que sea, si ven en ella peligros para su hábitat, el medio ambiente y la biodiversidad, lo cual es para ellos como el oxígeno para los pulmones. Por esos motivos una gran parte de los indígenas, en particular ngÃñbes y buglés, se oponen a la explotación de los yacimientos de cobre, oro, plata y otros minerales metálicos en su comarca y en las del resto de las etnias, y la construcción de hidroeléctricas. Una ley que reformaba el Código Minero para permitir la participación de gobiernos extranjeros en la explotación de minas en Cerro Colorado, Chiriquí, y otros lugares, provocó grandes conflictos hasta que el presidente, Ricardo Martinelli, se vio obligado a derogarla.

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El XI Congreso General NgÃñbe-Buglé exigió al presidente panameño Ricardo Martinelli el reconocimiento de sus líderes elegidos, ante su decisión de apoyar a electos en un encuentro paralelo. El Gobierno emitió un decreto ejecutivo que faculta al Tribunal Electoral a coordinar y fiscalizar las elecciones en las comarcas de los pueblos originarios.

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En este caso, dicho tribunal desconoció el XI congreso de los NgÃñbe Buglé y en cambio aceptó el paralelo de un grupo de disidentes afines al cacique Rogelio Moreno, declarado persona non grata por esa comunidad al firmar un acuerdo minero con Martinelli. El mandatario envió al congreso paralelo en Llanos del Tugrí a la ministra de Gobierno, Roxana Méndez, para darles el espaldarazo oficial. Los tradicionales exigen al Gobierno la derogación del decreto ejecutivo 537 que le otorga esas facultades al Tribunal Electoral y piden se respete una resolución de la organización Internacional del Trabajo (OIT) sobre los indígenas.

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* El autor es corresponsal de Prensa Latina en Panamá.

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