04 Dic
2013

Arriba abajo

Podría elegir el camino más fácil para escribir este texto, pero dado el espíritu del escrito, voy a elegir el más difícil: Hans Erlt era el camarógrafo de Leni, la divina Leni Riefenstahl, artista inmortal y directora de las películas de Hitler, el maldito Führer. Cuando acabó la última guerra mundial, Hans y Leni, sin dudas y sin piedad, fueron condenados, fueron incinerados, por poner su estética al servicio del abominable Adolfo. El mundo te perdona que asesines indios o coreanos o libios, lo que no te perdonará nunca —mientras el mundo siga siendo tan hipócrita como el que conocemos— es que mates blancos, lo que nunca te perdonará es que nos mates. Pero eso no es problema mío, es un problema del mundo, de ese mundo.

El mundo, ese mismo mundo, aplaudió la saga de El Señor de los Anillos de Peter Jackson, a quien nadie acusaría de nazi. Me sumo a los elogios: las estremecedoras escenas ficcionales donde se ven a los ejércitos del mal, azuzados por el mago Saruman desde lo alto de su torre, son un remake (y un homenaje quizás, lo intuyo) a las mismas  vistas que filmaron Hans y Leni de los ejércitos reales, no imaginarios, del Tercer Reich, que luego asolarían Europa.

¿Qué es el arte, para qué existe? Es imposible defender a Hitler, a sus esbirros y a sus campos de exterminio. Sin embargo, al margen de la política real y su versión genocida, hay algo que supervive y es la belleza, la belleza aunque congele, aunque duela, aunque no pueda esconderse tras metáforas porque es una belleza cruda, descarnada. Los artistas son eso: artistas y los filósofos igual, como Heidegger.

Anoto todo esto, a modo de cerril contexto, para escribir sobre Hans Erlt en Bolivia, una historia que se escribió muchas veces pero siempre sin profundidad, frívolamente, tanto que por allí circula una foto del viejo Hans (murió en Santa Cruz nonagenario) estrechándole la mano a Sofía, la reina de España, en una recepción oficial. También vive una hija del alemán pero residía en Kupini, una de las zonas afectadas por el “megadeslizamiento” de tierras que sufrió La Paz el año 2011. Alguien me había cedido el teléfono de su casa y, cuando un día se me ocurrió llamar, ¡tal vez ya no había ni la casa! En realidad, no tengo buenas experiencias con los descendientes de personas que me atraen y si quisiese conocer a una hija de Erlt, ella hubiese sido Mónika, “la vengadora del Che Guevara”, la que lo tiroteó al “Toto” Quintanilla para vengarlo, pero está muerta: ella también cayó acribillada a balazos.

Entonces, sucede que sólo nos queda la memoria de Hans Erlt y su legado creativo y artístico, y para que dar vueltas: su legado es maravilloso. Me refiero a los dos libros que tramó aquí, en Bolivia. Son dos joyas bibliográficas que si uno tuviera dinero, habría que volver a imprimirlas para que el pueblo las conozca y las aprecie.

Uno es un libro de fotografías, tal vez uno de los más exquisitos de los que retratan a Bolivia de todos los tiempos (con los de Alan Mesili, nobleza obliga), pero sin dudas el más apasionado, el más visceral, el que más amo. El libro se titula Arriba Abajo. Vistas de Bolivia, y fue editado por F. Bruckmann en Múnich, Alemania, el año 1958. Atesoro esta primera (y única) edición gracias a la amabilidad de mi amiga teutona Christine Wittenburg.

La otra obra es la crónica —ilustrada también por decenas de fotografías— de sus expediciones a la selva amazónica en busca del Paititi, la ciudad perdida de los Incas o de quién sabe. Mi ejemplar es una versión en español, titulado Patiti. Tras las huellas de los incas, y fue editado por Timún Mas, en Barcelona, el año 1998. Azarosa y felizmente, lo encontré en una librería de Madrid, un año después.  El libro se imprimió por vez primera también en Múnich el año 1956.

Arriba Abajo es un trabajo conmovedor. El ojo de Erlt muestra la diversidad de Bolivia, sus esencias, sus texturas, dentro de la simbiosis andino-amazónica que nutre al país (el título lo dice todo), y ese es su primer mérito indudable: rompe sanamente con el estereotipo andino, y lo conecta y lo funde en una síntesis visual impactante con la otra Bolivia, muy temprano en el tiempo, apenas algunos años después de la insurrección de abril de 1952 y la posterior irrupción de la Revolución Nacional. Esta intuición geo-estética es corroborada por el propio Hans en sus palabras de presentación del libro donde la magia —esta vez a lo Gandalf el bueno— es la brújula para sumergirse en sus fotos.

Merito aparte es su rescate de los pueblos indígenas originarios de la Amazonía, especialmente de los chimanes y de los sirionós, sobre todo de estos últimos. El retrato de la madre sirionó con su hijo en brazos no es otra que la Virgen con el Niño en el medio de la selva —La Virgen de las Rocas en la Amazonía, y como el cuadro de Leonardo, otra obra maestra— y es una de las imágenes más fuertes, más sentidas y más bellas que he visto en toda mi vida.

Las fotografías de Erlt sobre los indígenas amazónicos son un testimonio desgarrador de cómo en sesenta años, en mucho menos, todo ese mundo simplemente desapareció, se desvaneció en la aculturación —la Revolución Nacional, precisamente, tuvo mucho que ver con ello—, pero allí estarán siempre esas imágenes para probar que ese otro mundo existió, que estaba vivo y que era un mundo colmado de humana hermosura, de una simpleza profética y de una nostalgia irremediable.

Paititi es una crónica personalísima sobre el hombre, el aventurero, el explorador que se mete a la selva siguiendo el llamado de algo profundo, de una misión, como el mismo acentúa en sus páginas.

He leído decenas de libros de relatos de viajes y expediciones, y sólo me interesan aquellos donde el que escribe, devela la audacia y lo tenaz de su alma, descubre sus sentimientos. Este libro es uno de esos.

Más allá del valor riguroso o temerario que puedan tener los hallazgos arqueológicos de Erlt —de hecho, suceden y son más que inquietantes—, el valor de este libro no reside allí, sino en el potencial inspirador que el mismo atesora, como ejemplo y guía de conductas y actitudes, como evocación de las esencias de la condición humana, puesta a prueba en circunstancias hostiles, en situaciones adversas, inusuales pero buscadas, deseadas.

Ese fervor se traduce, según Hans Erlt, en tres palabras: resistencia, perseverancia e idealismo. Quien no sienta en el fondo de su ser que tiene que probarlas, que no tiene que asirse de ellas como al ataúd de Queequeg para seguir respirando y viviendo, no sé que lo alienta, no sé que lo seduce de la existencia. Vivir es resistir, vivir es perseverar, vivir es andar detrás de un ideal, de un sueño, de un propósito.

El libro de Hans Erlt te electriza por eso, te magnetiza con esos imperativos. Es uno de mis libros más preciados y me inspiró, sin dudas, no sólo para expedicionar a las mismas selvas, sino para saber que uno nunca está solo, uno no puede estarlo, si se interna en el medio de la jungla, si atraviesa las montañas, si padece, si se sacrifica, sólo para encontrarse con uno mismo. Erlt transmite eso en sus dos libros bolivianos, y he ahí la riqueza infinita e imperecedera de sus obras.

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