El secreto es hacerse cliente fijo de alguien como la "madame", que garantiza mi fidelidad con precios asequibles y que me mantengan lejos de las decenas que a su alrededor venden exactamente lo mismo. Tales pactos tácitos funcionan y el vendedor nunca pierde, pues el suministro es constante, gracias a la pericia de los vietnamitas, que solo necesitan una moto para transportar lo inimaginable. Además, la cadena productor-intermediario-vendedor casi nunca se traba y las madrugadas se agitan con el espectáculo surrealista de las motos cargadas de gallinas, vegetales y hasta bandas de cerdo.
Así, antes de salir el sol ya comienzan a destaparse los bultos de productos que pernoctaron en el mercado, cubiertos con sacos, a merced empero de una fauna que asombraría al mismísimo Darwin. Pero aún sin la higiene promedio de cualquier tienda de víveres, los mercados son menos insalubres que las ventas de acera, donde tantas campesinas se buscan la vida por unos dongs (moneda vietnamita) al día.
Estas mujeres, que desandan Hanoi con la carga al hombro, vienen de regiones rurales y duermen en alquileres baratos, viviendo de pura sopa, para enviar el dinero a sus familiares en el campo. Algunas con más suerte, tenacidad y austeridad extrema, logran agenciarse un espacio en un mercado, que al menos les garantiza cierta estabilidad. Aún así, el mercado se divide en cubículos donde apenas hay espacio para girar y acuclillarse, y las vendedoras exhiben sus mercancías sobre tarimas que luego usan como camas para su religiosa siesta.
Más allá de cualquier remilgo o escrúpulo sanitario, estos locales tienen un encanto del que nadie escapa, no solo por sus precios y la posibilidad de regatearlos, sino porque son pura tradición.
Desde tiempos ancestrales el vietnamita acude cada mañana al mercado a escoger su comida del día, y rara vez compra más de lo que necesitará para su sopón y los platos secundarios. Un ramillete de perejil, cinco onzas de tiras de carne de cerdo, un puñado de retoños de soya, una libra de fideos de arroz, no más de esas cantidades, pues si alguien compra, digamos, un kilogramo de res, alguna celebración grande prepara…
Desde los célebres como Dong Xuan y Cho Hom, hasta los más discretos, estas naves de pisos húmedos y rinconeras oscuras ofertan casi todo lo que alguien pueda necesitar, y solo hay que buscarlo. Muchos turistas disfrutan perdiéndose por sus surtidos laberintos mientras se preguntan de dónde sale tanta mercancía, y si pueden estos puestos ser rentables con tanta competencia. Tal misterio jamás lo descifrarán quienes insisten en entender Vietnam a partir de patrones "tay", pues este país funciona con dinámicas milenarias y muy propias.
De entrada, los estándares de vida aquí difieren sobremanera de los países occidentales, el nivel de consumo es menor, y a veces 100 mil dong (unos cinco dólares) sobran para el condumio del día. Tampoco hay que pagar salarios a los empleados, que casi siempre son familiares, y en las aceras ni siquiera tienen que preocuparse por los impuestos o el alquiler de un cubículo en el mercado.
Y para quienes le hagan ascos a las condiciones sanitarias y no crean en la creación de anticuerpos, con lavar bien la compra basta, sin olvidar que, como dicen los sabios, el fuego lo purifica todo…