El derecho a la vida es el primer derecho que está desde 1948 individualizado por la Declaración Universal de los Derechos Humanos (art. 3: “Todo individuo tiene derecho a la vida…”; los dos primeros artículos son de carácter general sobre igualdad y no discriminación). A menudo se lamenta que este reconocimiento no haya servido hasta ahora ni siquiera para la proscripción universal de la pena de muerte. Ni lo ha hecho ni parece que vaya a hacerlo. Tan asumido se tiene esto en el seno de las Naciones Unidas que se ha acuñado la expresión de ejecuciones extrajudiciales, para prevenirlas y sancionarlas, como si hubiera otras, las judiciales, que fueran en cambio legítimas. ¿Pueden serlo ante el reconocimiento del derecho a la vida como primer derecho humano? Si este derecho no ha servido ni tan siquiera para proscribir la pena de muerte, ¿para qué sirve entonces?
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La propia Declaración Universal no ofrece esclarecimiento. En el mismo artículo tercero, al derecho a la vida se le añaden acto seguido otros dos: “Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”. Bien está también, quién puede ponerlo en duda. Bienvenida sea la libertad de acceso libre, valga la repetición, al agua potable. Igual de bienvenidas sean la protección del medio ambiente y la seguridad alimentaria. Mas estas especificaciones básicas no hacen acto de comparecencia en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. ¿Va a alegarse que no eran ideas de la época la de protección del medio ambiente o la de seguridad alimentaria? Alto ahí. Eso no explica nada. Necesidades como el agua o el alimento no se sentían ni social ni culturalmente como derechos por quienes no sufrían privaciones o que sólo las habían experimentando en circunstancias extraordinarias para ellos y ellas como las bélicas. Estoy pensando por supuesto en quienes elaboraron la Declaración Universal. Su principal impulsor, John P. Humphrey, pensaba que el primer derecho humano es el de libertad de expresión. No tendría problemas de agua, ambiente ni alimento.
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El derecho a la vida, derecho realmente reconocido como primero por la Declaración Universal de los Derechos Humanos, viene siendo un derecho vacío, sin entidad propia, en el ámbito internacional. Si hubiera sido de otro modo, no habría habido necesidad de reconocimiento del derecho al agua potable como derecho humano esencial a estas alturas. El síntoma más claro de la inanidad internacional del derecho a la vida, no digo de la vida humana misma, sino del derecho humano correspondiente, se tiene en la institucionalización de una categoría tan contraria como la de ejecución extrajudicial. Desde hace ya cerca de veinte años existe en Naciones Unidas un Relator Especial sobre ejecuciones extrajudiciales, sumarias o arbitrarias (extralegales se les dijo en un principio) como si se pudieran salvar las restantes bajo un ordenamiento que tiene el derecho a la vida como primer derecho. Y la expresión de ejecución extrajudicial, con su corolario de considerar legítima la ejecución no extrajudicial, valga la doble negación, se ha convertido en una categoría pacífica en el orden internacional, pese cuanto pese a los derechos humanos. Las organizaciones tienen esta tendencia a crear una normalidad institucional que se sobrepone a la propia normatividad explícita. No echemos esto último en saco roto pues, como vamos a ver, puede que interese a los derechos específicos de los pueblos indígenas de una forma igualmente negativa.
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Los pueblos indígenas tienen que ver con el último giro del derecho internacional de los derechos humanos hacia un terreno que se toma por fin en serio el derecho a la vida como primer derecho humano y base de todo el resto. El Estado que propuso en las Naciones Unidas el reconocimiento del derecho al agua fue Bolivia, el Estado Plurinacional de Bolivia, y quienes a su vez previamente impulsaron el reconocimiento interno de tal derecho como derecho humano merecedor así de proclamarse internacionalmente fueron los medios indígenas. Es derecho que figura por partida doble en la Constitución boliviana: “Toda persona tiene derecho al agua” (art. 16.I); “El agua constituye un derecho fundamentalísimo para la vida” (art. 373.I). Su origen es indígena, aunque no se registre con toda la fuerza de la propuesta indígena.
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Conforme a la concepción característicamente indígena, si se habla de derecho con el agua como objeto no ha de tratarse tan sólo de un derecho humano, sino también e incluso antes de un derecho de la naturaleza, derecho del agua misma a mantener su estado genuino, sin contaminación ni envenenamiento por parte de la humanidad que a su vez necesita la simbiosis con la naturaleza en general y el agua muy en particular. La Constitución del Estado Plurinacional de Bolivia no asume esta concepción, sino que tan sólo la reconoce como propia de indígenas, asignándoles en exclusiva el derecho a “la definición de su desarrollo de acuerdo a sus criterios culturales y principios de convivencia armónica con la naturaleza” (art. 403.I). El Estado Plurinacional no reconoce este derecho como un derecho humano, así de no indígenas como de indígenas, aunque asuma la armonía con la naturaleza como un principio para políticas públicas y para relaciones internacionales (arts. 311.II.3 y 255.II.7).
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Haciendo honor a la Constitución o más bien a sus fuentes indígenas, Bolivia está impulsando en las Naciones Unidas una Declaración sobre los Derechos de la Madre Tierra. De momento, granjeándose el apoyo suficiente de otros Estados, ha logrado el 21 de diciembre de 2009 la adopción por la Asamblea General de una Declaración sobre la Armonía con la Naturaleza, aun vinculándosele de entrada a la agenda ya existente de Desarrollo Sostenible que no viene precisamente garantizando tal armonía, algo que, según esta misma Declaración, merece promocionarse por parte de las instancias internacionales: “La humanidad puede y debería vivir en armonía con la naturaleza”. No hay en esta Declaración enfoque de derechos, pero las culturas indígenas de las que en último término procede la concepción que ha llegado a la Naciones Unidas a través del Estado Plurinacional de Bolivia vinculan estrechamente el derecho a la vida a los derechos de la naturaleza, la Madre Tierra o Pachamama en el caso. Dicho de otro modo, el cuerpo internacional de instrumentos de derechos humanos sigue resistiéndose a la interculturalidad, una interculturalidad que tendrá entonces que venir por vía de la práctica.
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Decisivo puede ser entonces que el derecho internacional de los derechos humanos haya venido recientemente a reconocer como sujetos de derechos, no ya objetos de protección, a unos Pueblos junto a los Estados, a los pueblos indígenas por medio de la Declaración de 2007, la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas naturalmente. El espacio que ahora se abre para un replanteamiento de los derechos humanos de una forma más, en definitiva, humana, valga la necesaria redundancia, por acción de una diplomacia directamente indígena está todavía por explorar a fondo. Tal actividad se plantea hoy de cara no sólo a los organismos intergubernamentales de las Naciones Unidas, sino también a sus instancias formadas por expertas y expertos independientes entre las que se encuentran el Foro Permanente para las Cuestiones Indígenas, el Relator Especial sobre Derechos de los Pueblos Indígenas y el Mecanismo de Expertos sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas. Estas instancias por sí mismas y por cuanto que cuentan con participación indígena constituyen hoy el espacio institucional más apropiado para que la interculturalidad se active en el mismo terreno de los derechos humanos y en su propio beneficio para que sean por fin en plenitud eso, humanos.
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Precisamente el Relator Especial sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, a propósito de un extremo clave para los mismos, está empleando un concepto del derecho a la vida como conjunto de derechos vitales básicos. Se trata del derecho indígena al consentimiento respecto a las medidas del Estado, sean disposiciones generales o actos administrativos particulares, que puedan directamente afectarles. El Congreso no puede legislar o el Gobierno no puede ejecutar en materias de dicha afectación sin recabar previamente el consentimiento indígena mediante los procedimientos adecuados al caso, consentimiento que puede por supuesto prestarse condicionado a requerimientos culturales como los de respeto a la naturaleza, un respeto que por sí garantiza sus propios derechos vitales. El derecho internacional de derechos de los pueblos indígenas es categórico en cuanto a la exigencia de la consulta que pueda llevar al consentimiento, pero no sienta criterios definitivos respecto a los supuestos para los que el mismo ha de ser inexcusable, supuestos en los que el Estado no pudiera proceder sin el consentimiento indígena con todos sus condicionamientos.
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Cierto es que la regla va hoy en la dirección de necesidad del consentimiento como se refleja en el momento de formularse un derecho a la compensación por acciones no consensuadas: “Los Estados proporcionarán reparación por medio de mecanismos eficaces, que podrán incluir la restitución, establecidos conjuntamente con los pueblos indígenas, respecto de los bienes culturales, intelectuales, religiosos y espirituales de que hayan sido privados sin su consentimiento libre, previo e informado o en violación de sus leyes, tradiciones y costumbres”; en términos directos: “Los Estados celebrarán consultas y cooperarán de buena fe con los pueblos indígenas interesados por medio de sus instituciones representativas antes de adoptar y aplicar medidas legislativas o administrativas que los afecten, a fin de obtener su consentimiento libre, previo e informado” (Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígena, arts. 11.2 y 19). Si se tiene un derecho tan general a la compensación, se tiene derecho igual de general al consentimiento, pero obsérvese que entre los objetos de dicho derecho no se comprenden expresamente los territorios y recursos, esto es la naturaleza si de parte indígena se pensase que puede ser objeto de dominio. Tampoco es que se registre la exclusión. Territorios y recursos pueden ser bienes culturales para la perspectiva indígena, la perspectiva que debiera concurrir en la lectura de la Declaración si la interculturalidad rigiese, como debiera, en el derecho internacional de derechos humanos. Para ella, para la Declaración, la lectura intercultural ha de ser naturalmente inexcusable.
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Respecto al alcance de la calificación de cultura, una lectura intercultural ya se ha sentado en el seno de las Naciones Unidas por parte de una instancia de derechos humanos, la del Comité de Derechos Humanos que entiende sobre el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y por lo tanto sobre su reconocimiento del derecho a la propia vida cultural de las minorías étnicas (art. 27). El Pacto es de tiempos en los que las Naciones Unidas no reconocían todavía a los pueblos indígenas. Pues bien, ante la aparente restricción de la vida cultural a religión y lengua por dicho artículo del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, pues de forma explícita sólo se refiere a religión y lengua, el Comité de Derechos Humanos sentó que, tratándose de indígenas, el concepto de cultura ha de ser integral, esto es que ha de integrar la dimensión inmaterial (lengua, religión…) y la material (territorios, recursos…). Aplíquese al citado artículo 11 de la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, en el que bienes materiales debe entonces entenderse en dicho sentido integral, con lo cual se tiene derecho a compensación por cualquier afectación a territorios y recursos indígenas sin el debido consentimiento.
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En cuanto al Relator Especial sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, el mismo emplea, con base en la jurisprudencia interamericana, la noción de derechos vitales como derechos humanos fundamentales para identificar los supuestos en los que el consentimiento indígena debe ser necesario de toda necesidad. Siguiendo a dicha jurisprudencia (sentencia del caso Pueblo Saramaka versus Surinam en particular), lo hace con un estilo perifrástico: “El consentimiento es exigido (por el derecho de los derechos humanos) en la medida en que existe el riesgo de afectar a la supervivencia física y cultural de un pueblo ”, debiendo por ello quedar plenamente en manos indígenas “la toma de decisiones que afecten directamente a sus vidas” (Observaciones sobre la situación de los derechos de los pueblos indígenas en relación con los proyectos extractivos, y otro tipo de proyectos, en sus territorios tradicionales, marzo, 2011, párs. 41 y 86). Para concretar el alcance de la supervivencia física y cultural como noción para identificar los supuestos de necesidad del consentimiento debe atenderse a las culturas indígenas, pues de ellas se trata. Debe activarse la interculturalidad y por ende, en su caso, la consideración de la naturaleza como matriz de los derechos vitales.
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El actual Relator Especial sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, James Anaya, no recurre a planteamientos indígenas ni a métodos interculturales para la interpretación de sus derechos. Entiende en cambio que debe atenerse a la hermenéutica propia del ordenamiento internacional, de un ordenamiento que sólo recientemente ha reconocido a los pueblos indígenas, y comportarse en conformidad con las prácticas establecidas en la organización internacional, en una organización que no ha tomado aún en cuenta la novedad del reconocimiento de los pueblos indígenas como sujetos internacionales, lo que acontece con la Declaración de 2007. Si hay instancias en las Naciones Unidas con capacidad, por sí mismas y por la concurrencia de la diplomacia indígena, para hacer presente perspectivas multiculturales y para activar así la interculturalidad, una de ellas es la del Relator Especial; las otras, las del Foro Permanente y el Mecanismo de Expertos. El primero no está viniendo a este terreno multicultural e intercultural que los derechos humanos necesitan para ser definitivamente humanos. Ni siquiera está otorgando a los pueblos indígenas el tratamiento distintivo que les corresponde como sujetos de derecho internacional junto a los Estados. El Relator Especial sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas tiene el mismo Código de Conducta con reglas de deferencia para con los Estados que todos los otros relatores especiales de las Naciones Unidas, pero también tiene el mandato específico de promocionar la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas.
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El derecho internacional sobre los derechos de los pueblos indígenas se debilita si no se le sitúa en el terreno multicultural e intercultural que tales mismos derechos necesitan. Las Observaciones citadas proceden de una visita a Guatemala del Relator Anaya por un asunto urgente, el de Mina Marlin, en el que no se ha contado con el consentimiento indígena y que afecta vitalmente a indígenas comenzándose por la violación del derecho al agua potable. Ante la constancia, conforme a la jurisprudencia referida de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la Comisión Interamericana tiene dictadas medidas cautelares de suspensión de los trabajos en Mina Marlin encontrándose con que el Gobierno de Guatemala le desafía a un pulso. La recomendación del Relator es contemporizadora: “Tomando en cuenta el hecho de que las operaciones de la mina ya se encuentran en un estado avanzado de construcción y actividad (…), las operaciones de la mina deberían basarse en un acuerdo consensuado con las comunidades afectadas” (pár. 70), un acuerdo así al margen de las medidas cautelares dictadas por la Comisión Interamericana ante las evidencias de que se afectan derechos vitales. Si éstos derechos se situasen en el contexto intercultural de la relación con la naturaleza, tal contemporización sería impensable. No sólo no se hubieran ignorado en el momento decisivo las medidas cautelares, sino que se hubiese recomendado la anulación de la concesión y la compensación de los daños con bastante más que la devolución de las ganancias. Lo que es ilegal no debe beneficiar y menos aún si hay víctimas de la ilegalidad.
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Para dictaminar la flagrante ilegalidad, basta con acusar la violación del requerimiento de consulta del Convención de la Organización Internacional del Trabajo sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes que Guatemala tiene ratificado desde hace quince años. En todo caso, aunque no se proceda a una interpretación intercultural, la contemporización del Relator Especial en el caso Mina Marlin choca frontalmente con la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas y con el Convenio sobre Pueblos Indígenas y Tribales. ¿Cómo cabe? Ha de esperarse de las instancias internacionales que se atengan a su función. La del Relator Especial sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas no es una instancia de resolución alternativa de conflictos ni de forma alguna de amigable composición. Y se debe ante todo, por los mismos términos explícitos de su mandato, a la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas, en cuya perspectiva no cabe tal contemporización. Bastaría con la alegación del citado artículo 11: “Los Estados proporcionarán reparación por medio de mecanismos eficaces, que podrán incluir la restitución, establecidos conjuntamente con los pueblos indígenas” por privaciones sufridas “sin su consentimiento libre, previo e informado o en violación de sus leyes, tradiciones y costumbres”. ¿Qué consentimiento además sería el que pudieran prestar las comunidades indígenas ante los hechos consumados de Mina Marlin? Sería forzado, posterior y con información inutilizada, no libre, previo e informado.
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El caso de Mina Marlin no es por desgracia singular. Recordemos tan sólo otro. El asalto de las empresas extractivas a la Amazonía peruana afectando derechos vitales de los pueblos indígenas se ha encontrado con una recomendación de suspensión por parte de la Comisión de Expertos en la Aplicación de Convenios y Recomendaciones de la Organización Internacional del Trabajo. Lo mismo que Guatemala, Perú mantiene un pulso con la instancia internacional con posibilidades de ganarlo. Dicha iniciativa de la Comisión de Expertos, la de solicitud de suspensión, se encuentra con la resistencia de la propia Organización Internacional del Trabajo y con la falta de apoyo de instancias internacionales de derechos humanos. En el fondo de estos y tantos casos se encuentra la persistente debilidad de un derecho internacional que no se toma totalmente en serio sus propias normas cuando son de derechos humanos. Ha aprendido a invocar la Declaración sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas sin hacerse mínimamente cargo de requerimientos suyos como el del consentimiento indígena y el de la concurrencia intercultural.
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Pagado de sí mismo, el derecho internacional sigue alimentando su impenitente tradición adversa a los derechos integral y verdaderamente humanos. Sin representación indígena, aparte instancias sucedáneas, las Naciones Unidas siguen sin ser íntegra y realmente plurinacionales. Así las cosas, parece que procede exigir al máximo de las instancias de derechos humanos de las Naciones Unidas y muy especialmente de las que tienen competencia específica en relación a los pueblos indígenas.
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* Miembro del Foro Permanente de Naciones Unidas para las Cuestiones Indígenas. Este escrito se dirige al Foro Internacional al Año del Incumplimiento de las Medidas Cautelares contra la Mina Marlin que se celebra el 19 de mayo en la Ciudad de Guatemala.