Sabemos que a la par que crecen rápida y desordenadamente las metrópolis cada vez importamos más alimentos; que la dieta alimenticia boliviana urbana y rural está compuesta crecientemente de alimentos chatarra; que nuestro incipiente aparato productivo nacional languidece; que en el oriente crece la concentración de la propiedad y la extranjerización de la tierra; que el agronegocio es mostrado por los gremios y las autoridades como el modelo a seguir; que la deforestación, la contaminación de los ríos y aires, y el deterioro al medio ambiente es imparable; que desde “cumbres” oficiales se promueve el uso de transgénicos y agroquímicos.
Por: Miguel Urioste*
Bolivia es un país en transformación profunda porque no solo dos tercios de su población ya es urbana, sino porque hoy el 46% vive en el área metropolitana (La Paz-El Alto, Cochabamba y Santa Cruz junto a los 16 municipios periurbanos que rodean estas ciudades). En este territorio se constata un notable crecimiento de los ingresos de los estratos medios urbanos que se han incluido a la vida económica nacional. El detonante de este fenómeno de cambios socioeconómicos ha sido el exitoso crecimiento pro pobre de la última década, fruto del crecimiento económico sin precedentes en la historia contemporánea.
En estas metrópolis el acceso a la educación y salud ha mejorado, ha retrocedido la pobreza y han aumentado los ingresos y el consumo de la población aunque la calidad de los servicios y del empleo sigue siendo precaria y la matriz productiva continúa afincada en la exportación de materias primas. Este proceso de urbanización metropolitana ha ocurrido de forma desordenada y sin planificación lo cual conduce a la multiplicación de demandas sociales y al aumento de la inseguridad ciudadana. Esta realidad –la Bolivia urbana y de clases medias– no tiene retorno. Debemos cuestionar nuestros enfoques previos y es hora de que la metropolización constituya una variable central (unidad de intervención) para la planificación de políticas públicas.
Este podría ser un resumen apretado de los principales hallazgos y conclusiones del Informe de Desarrollo Humano del PNUD recientemente publicado (El nuevo rostro de Bolivia, transformación social y metropolización. Informe Nacional sobre Desarrollo Humano en Bolivia, PNUD, 2016). Pero esta es solamente una cara de la moneda. El revés de esta moneda es el estancamiento y retroceso de las economías campesinas, es la sostenida des-ruralización del país como efecto de la expansión del modelo planetario del agronegocio que privilegia la exportación de materias primas agropecuarias. Como indican los propios autores del IDH: “Pensar las ciudades y regiones metropolitanas como una agenda nacional no significa dejar de lado las preocupaciones sobre la mejora del mundo rural. De hecho, muchas de las condiciones de la Bolivia urbana de hoy tienen sus orígenes en el desarrollo de las áreas rurales, marcada por la larga historia de migraciones entre regiones y particularmente por las migraciones campo-ciudad. De aquí se desprende la importancia de atender políticas de desarrollo rural, intervenciones centradas en la desaceleración de la urbanización y consolidación del proceso de redistribución de tierra, entre otros, para el logro de un desarrollo equilibrado en todo el territorio nacional” (IDH, 45).
En este artículo queremos desarrollar algunas ideas que nos ayuden a entender cómo esta suigéneris metropolización surge a partir de la secular postergación del campesinado, no es fruto del azar, ni del ineluctable destino, ni de la fatalidad. Al contrario, en el contexto de una economía y sociedad dominada por grupos corporativos y un capitalismo de Estado que se alimentan de las rentas del extractivismo, las políticas públicas promueven la acelerada expansión de la frontera agrícola para la inserción de Bolivia en un nuevo régimen alimenticio planetario controlado por el agronegocio.
Bolivia está llegando tarde a la metropolización, pero además lo está haciendo de manera perversa. En varios de los países de la región este fenómeno de vaciamiento del campo que comenzó hace medio siglo estuvo acompañado de cierta industrialización y proletarización que junto a algunos avances tecnológicos –los casos de Brasil, México y Argentina principalmente–, demandaban mano de obra y ofrecían empleo y relativos mejores ingresos a los migrantes rurales. Eso explica en gran medida el surgimiento de mega ciudades metropolitanas como México, Buenos Aires, San Pablo y Río acompañadas de sus emblemáticas villas miserias, chabolas y favelas. En menor escala los entornos metropolitanos de grandes ciudades como Lima, Santiago, Caracas, Quito, Guayaquil, Bogotá y Medellín, reproducían el fenómeno de manera parecida pero con los mismos problemas de hacinamiento, insatisfacción ciudadana y creciente conflictividad e inseguridad ciudadana.
En nuestro caso, anunciar la metropolización solamente como una panacea, como la buena nueva, como la oportunidad para lograr el ansiado despegue hacia el desarrollo humano, no parece una recomendación muy certera o por lo menos es una mirada parcial. Especialmente si es que “no se mira” las fluidas interrelaciones y los complejos vasos comunicantes entre el campo y las ciudades. Particularmente en Bolivia una lectura dicotómica entre lo urbano y rural medida principalmente por el número de personas (densidad demográfica) que habita determinado territorio nos parece un error conceptual que no toma en cuenta algunas particularidades de nuestra nueva ruralidad.
Para entender mejor esta nueva ruralidad –envejecida y feminizada, indígena y mestiza, multiactiva y temporal, marginal y de baja productividad– es necesario rastrear paralelamente las causas y los orígenes de la des-ruralización. En efecto, ya hace treinta años, diversos estudios alertaban sobre el rápido crecimiento del sector informal urbano en condiciones laborales altamente precarias como consecuencia de la confluencia de una serie de factores: la creciente expulsión del campo a las ciudades provocada por el estancamiento de la productividad y la producción agropecuaria de origen campesino, la fragmentación de la tierra y los consiguientes impactos irreversibles en el medio ambiente, la falta de incentivos pero sobre todo de condiciones macroeconómicas que hagan rentable y atractiva la producción de alimentos. Todo lo anterior fuerza a los campesinos e indígenas a construir estrategias de sobrevivencia basadas en el multi empleo agrícola y no agrícola, en la constitución de campesinos agricultores de medio tiempo, en la auto explotación de la fuerza de trabajo familiar especialmente de las mujeres, y en la multiresidencia temporal o permanente con la figura del ”residente” como aquel actor que vive en la ciudad pero mantiene la propiedad de sus tierras lo que induce a un aprovechamiento marginal de la misma.
El común denominador ha sido un recurrente “Estado anticampesino” y el consecuente abandono del campo. Campesinos abandonados a su suerte, sin políticas públicas proactivas de desarrollo rural sostenible luego de la distribución-devolución de tierras con la radical reforma agraria de 1953; campesinos abandonados a su suerte desde la estabilización monetaria de 1985 (DS 21060) que –hasta la fecha– convierte a la economía boliviana en una de las más abiertas a las importaciones; campesinos abandonados a su suerte en medio de fuertes devaluaciones de las monedas en los países vecinos que hacen imposible competir con el contrabando y los precios mucho más bajos de los productos extranjeros.
Todos sabemos que la ruralidad actual es muy distinta a la de hace 20 años; sabemos que –en términos absolutos– la población rural continúa aumentando muy lentamente aunque parece estancarse en alrededor de tres millones de personas; sabemos que no hay un vaciamiento del campo aunque sí fuertes desplazamientos poblacionales de las áreas más alejadas y deprimidas hacia las periferias de las metrópolis; sabemos que en general ha mejorado el acceso de la población rural a servicios de educación y salud pero que la calidad de los mismos continúa siendo muy deficiente.
Sabemos también que en la última década ha habido importantes esfuerzos por ampliar la cobertura de superficie bajo riego y caminos vecinales rurales, sin embargo, están muy por debajo de las necesidades de los productores; sabemos además que ley de la “década del riego” está colmada de buenas intenciones pero no tiene metas cuantificadas ni presupuestos asignados; sabemos que en los últimos años han mejorado significativamente algunas condiciones materiales de vida en el campo como el acceso casi generalizado a la luz eléctrica, gas por garrafa, precarios sistemas de agua para consumo humano, y al transporte por minibús y colectivo en lugar de los tradicionales camiones.
Sabemos igualmente que quienes quedan en el campo son generalmente adultos mayores y la mayoría de las veces mujeres; sabemos que la gran mayoría de los agricultores familiares no tienen una vida digna y no reciben una justa remuneración por su trabajo; sabemos que, generalmente, no es “rentable” ser agricultor familiar, que no es “negocio” ser campesino.
Sabemos que la ruralidad boliviana continúa signada por una fuerte identidad étnica indígena que cohesiona tanto a las comunidades como a los barrios en las ciudades dotándolas de formas de reciprocidad y autoayuda. Sabemos que la Participación Popular municipal impulsada desde 1994 ayudó al empoderamiento de los gobiernos locales construyéndose colectivamente formas novedosas de manejo de recursos públicos, de fiscalización, de democracia participativa y de formación de renovados liderazgos en espacios subnacionales.
Sabemos asimismo que las comunidades rurales afincadas en áreas alejadas, dispersas, en tierras yermas y sin riego, seguirán expulsando su más valioso capital: sus jóvenes hombres y mujeres; sabemos que la población rural conectada a las metrópolis tiene mayores posibilidades de acceder a servicios y mercados de trabajo y de productos; sabemos que las familias de las áreas rurales hacen todos los sacrificios imaginables para que sus hijos estudien y salgan del campo para así escapar a la extrema pobreza y exclusión en la que siguen entrampadas.
Sabemos que en las ciudades los migrantes del campo apenas encuentran ocupaciones precarias en las que se auto explotan; sabemos que los hijos y los nietos de los campesinos viven en los barrios más pobres y alejados de las metrópolis; sabemos que los miembros de las familias de origen rural diversifican sus fuentes de trabajo temporal, que regresan a sus comunidades a las siembras, cosechas y fiestas; sabemos que a muchos les gustaría quedarse en sus predios y hacer una intensa vida comunal, pero que no pueden porque la tierra no crece y está cansada, además sus productos en el mercado “no pagan”.
Sabemos también que la constitución y puesta en marcha de las Autonomías Indígenas Originarias y Campesinas (AIOC) están postergadas y que son muy pocas las experiencias que apenas están logrando superar la larga carrera de obstáculos de la ley Marco de Autonomías; sabemos que los recursos financieros del Fondo Indígena (FONDIOC) fueron dispendiosamente utilizados como caja chica, corrompiendo desde el Estado lo más preciado del ser humano: su autoestima; sabemos que el “vivir bien” y el respeto a la “madre tierra” son postulados válidos pero que en la práctica han quedado en discursos vacíos.
Sabemos de igual manera que el cultivo excedentario de hoja de coca, la producción, el consumo y el tráfico de droga están íntimamente relacionados y que corroen nuestros valores humanos, envilecen nuestras conductas sociales y desestructuran nuestra economía, especialmente la de los productores familiares de alimentos.
Sabemos que mientras el saneamiento de tierras ya está prácticamente concluido en las tierras de los grandes empresarios del oriente y Amazonía, no ocurre lo mismo con las tierras de los campesinos de los andes; sabemos que la mayoría de los campesinos e indígenas de valles y altiplano e inclusive en los llanos muy pocas veces se dedican exclusivamente a actividades agropecuarias o forestales.
Sabemos también que hay notables excepciones, pero se trata de minorías de campesinos o indígenas, agricultores, ganaderos o recolectores que –gracias a un acervo adecuado de recursos naturales (tierras, agua y bosques), conocimientos y capitales– han logrado insertarse en dinámicas que les permiten algún margen de ganancia.
Sabemos que a la par que crecen rápida y desordenadamente las metrópolis cada vez importamos más alimentos; que la dieta alimenticia boliviana urbana y rural está compuesta crecientemente de alimentos chatarra; que nuestro incipiente aparato productivo nacional languidece; que en el oriente crece la concentración de la propiedad y la extranjerización de la tierra; que el agronegocio es mostrado por los gremios y las autoridades como el modelo a seguir; que la deforestación, la contaminación de los ríos y aires, y el deterioro al medio ambiente es imparable; que desde “cumbres” oficiales se promueve el uso de transgénicos y agroquímicos; que desde el Estado se proclama que la reforma agraria ha terminado; que se ha dispuesto el despilfarro de ingentes cantidades de dinero en innecesarias plantas de energía atómica, que los liderazgos de las organizaciones de campesinos están cooptadas por el disfrute del poder; que a las legítimas organizaciones de base se las persigue y se las divide; que los programas de riego, aguas potables y caminos vecinales ocupan un reducido margen del presupuesto nacional. Esta es la otra cara de la metropolización con exclusión campesina e indígena.
* Investigador de Fundación TIERRA
Fuente: http://www.ftierra.org/index.php/opinion-y-analisis/670-la-otra-cara-de-la-metropolizacion