El 19 de febrero de 2016 murió Umberto Eco, bien conocido por El nombre de la rosa y El péndulo de Foucault. Acaso menos, por La Isla del día de antes, Apocalípticos e integrados. Es también autor de múltiples artículos filosóficos y técnicos sobre el lenguaje, leídos por semiólogos y enseñados en centros universitarios dedicados al arte y las letras. Creador de dispositivos como el lector in fabula y semiotista de estructura puesto a prueba en suTratado de semiótica general, Eco ha sido un escritor agudo; como filósofo, un organizador del pensamiento. Creador de un sinfín de escuelas, como experto, dedicó, además, largas horas a analizar el lenguaje de los medios de comunicación masivos. Y “el que no indaga profundamente en su propio pensamiento es un intelectual perezoso”, solía insistir. Acertaba, sobre todo si se pone atención en la universidad de hoy, que parece una máquina de repeticiones insensatas en vez de un centro que convoque a estudio constante y razonamiento.
Así, el mejor homenaje que se le puede hacer es distinguir mentiras camufladas de buenas y acertadas intenciones en todos los ámbitos. Se trata de leer, consiguientemente, más allá de lo obscenamente exhibido en medios gráficos y televisivos; de evitar la mera pulsión en foros y tweets y de que la tecnología, sobre todo el celular inteligente, tan en boga, en vez de herramienta se transforme en ineludible prótesis. No estaría nada mal, tampoco, ejercer una autocrítica y pensar cómo y para qué pensamos.
Leer, al fin, es comprender, y no se comprende si no se aprende a leer. Umberto Eco, como tantos otros semiólogos, debería ser enseñado en colegios y universidades, en carreras de grado y posgrado, en doctorados y posdoctorados, pues si bien lo que natura non da, Salamanca non presta, Salamanca puede conducir a una interpretación más inteligente y menos superficial de las cosas. Humanidades y ciencia, incluidas.