06 Mar
2015

Onaij, mi camino infinito

A la memoria de Tiluk

El NO es un sonido que rebota en el alma y sale de Titstilh; tampoco entra en Isabel, ni lo escucha Lutsej o Tsunaj, ni ningún Wichi que conoció a Tiluk. NO esa noche. “NO van a poder llegar, NO van a pasar”, les dicen todos, “los caminos están cortados, el río ha enloquecido, es la peor inundación que se recuerde, se cayó un puente, NO hay paso, es imposible”.

La noche anterior, Tistilh me manda un mensaje al celular: “Chokok!!! mi papá dejó de respirar”. Fue un domingo, en el hospital del Milagro, en Salta. Tiluk había dejado este mundo, luego de pelear contra una larga enfermedad como guerrero Wichi, un guerrero del ISINILATAJ. Tiluk, uno de los seres más extraordinarios que he conocido en mi vida. Chaman, creador del primer Centro Cultural Tewok para la defensa de la cultura y territorio. Tiluk, esa tremenda columna sosteniendo la visión originaria, ahora continuaba su camino infinito. Y nos dejaba su poderosa palabra, “más larga que el hombre”.

(NO es recomendable que mueras un domingo en un hospital público de Salta: la muerte puede ser la más anónima del mundo, el cuerpo es menos que cosa. NO hay médicos en ese vacío de infierno de un domingo de hospital. La muerte se transforma en trámite, el cuerpo pesa menos que una hojita de papel).

Luego de la indignidad de la morgue del hospital de Salta, había que trasladar el sagrado cuerpo transfigurado de Tiluk hasta la comunidad Wichi de Santa Victoria 2. Son más de 400 kilómetros de ruta, pero hay 100 kilómetros de un tramo de tierra inundada por un feroz temporal que nadie recuerda, junto al desborde del Río Pilcomayo, con su “espíritu loco”, impredecible. Cuando Tiluk dejó de respirar, estaban, Isabel, el amor de su vida; Titstilh, el hijo que lo sucedería como cacique; Tsunaj, una de sus hijas, que lo amaba con devoción; Cristina y yo, “Chokok”, sus amigas queridas como hijas. Y estuvieron su numerosa familia y muchos amigos, meses, con el corazón en la trama de su vida y su muerte, dándole fuerzas y cuidándolo día a día. Tiluk había entregado amor iluminado a este mundo y los otros. Y había llorado de ese mismo amor, cuenta Isabel, al ver a tantos acompañando sus momentos definitivos.

“NO van a poder hacer los trámites de defunción un domingo, menos un domingo de Carnaval, y NO van a conseguir el traslado ni el cajón social tan pronto”, le decían; pero Titstilh avanzaba por la locura burocrática y en horas, al final de la mañana del lunes, había conseguido todo y hasta una camioneta doble cabina del servicio social de la provincia para llevarlos a su comunidad, en el gran chaco salteño. Todos fueron en la camioneta, y se sumó Lutsej, otro de los hijos de Tiluk, maestro intercultural, que recién llegaba para acompañarlos. Aunque el chofer no llegó a destino. Los dejó varados en Tartagal, 100 km antes. Y les dijo (“a ver si entienden de una vez estos indios tercos”) que NO iban a poder llegar por la inundación y el barro y los caminos cortados y etc. etc. y abandonó el cuerpo sagrado de Tiluk en un pasillo inmundo de la morgue del hospital de Tartagal.

Yo llegué unas horas después en colectivo, porque ya no había lugar en la camioneta. Y ahí estaban: Isabel, Lutsej, Tsunaj, Titstilh y se sumó Antonio, un artista sensible de la causa indígena que hacía talleres en la comunidad. Todos sentados en la vereda, del otro lado de las rejas de la morgue, custodiando su cuerpo, sin separarse.

(Tiluk, ¿qué camino estás haciendo ahora, ya desprendido de tu carne, sin tu forma de tierra?)

En esa desolación, Titstilh consiguió, pasada la medianoche, que un diputado solidario del departamento Rivadavia, el “Rana” Villa, nos lleve manejando su propia camioneta hasta el puente caído. Alrededor de las 3 de la mañana llegamos al zanjón, cuyo fondo no iluminaban los faros. Se había abierto una tremenda grieta de 10 metros, apenas pasando Campo Durán, y el camino estaba cortado. Pero el NO se había diluido y transformado en convicción solar de llevar el cuerpo de Tiluk al descanso de su tierra amada. NO había manera de medir riesgos ante la dignidad de su muerte. Nada iba a detenernos. Titstilh encontró el modo de descender por el lodo resbaladizo y llegar al otro lado. Como una aparición, luces lejanas de una camioneta y una moto se acercaban. Eran Pedro Lozano, un mecánico wichí de la familia, y Najuaj, el hijo mayor de Tiluk, que venían desde la comunidad. Sobre el resplandor de los faros de la camioneta recién llegada, siete sombras se recortaron. Esos Wichis llegados como de la nada, desafiando la hostilidad del tiempo por dignidad y amor, nos emocionaron. Y cruzaron el zanjón para cargar el féretro: Lolo, hijo de Tiluk; Nentó, amigo de toda su vida y gran cantor de la música sagrada Wichi; y también: Tino, Chino, Néstor y Víctor, todos parientes y jóvenes. Desafiando las pendientes del barro logramos el transbordo al otro lado.

Parecía imposible que entráramos once junto al cajón y los bolsos en esa camioneta Nizan de más de veinte años, pero todo se acomodó. Pedro Lozano es un brujo al volante. A pocos metros de patinar por el barro, un centenario árbol caído por la tormenta, nos cortó el paso. Pero Pedro acomodó su camioneta como un guante y pasó por la escasa luz que dejaba el tronco.

A un kilómetro encontramos dos camionetas enormes enterradas. Hacía más de un día que esperaban el arreglo del puente y un auxilio. Reconocimos a Calermo, cuñado de Tiluk, que se enteraba de ese modo de su muerte. Calermo estaba triste y demacrado, pasaba hambre y sed. Isabel le dio todo el agua que teníamos y dos paquetes de galletas. Todo lo entregó, en esa convicción salvaje de que llegaríamos y no nos era necesario, y por conocer el punzón de angustia del hambre de otros viajes, cuando una vez su colectivo quedó enterrado casi tres días.

El barro de los caminos del chaco te succiona, te tira como una raíz a su entraña, por momentos es un jaboncillo o un pegamento, o una garra blanda que desarma el movimiento circular de la rueda que queda girando vacía sin fin. Pero Pedro parecía conocer el secreto del barro y su camioneta, que no era doble tracción, casi flotaba y se desplazaba por esa materia húmeda y hostil.

Hubo un momento en que el camino se tornó imposible. Y habíamos cruzado animales de mal agüero, MAWO (zorro) y HOLIT (lechuza). El agua que se escurría del desmonte de la soja, tras el temporal formaba un río que tapaba en varios metros el camino; por suerte era un tramo de asfalto. Pero no veíamos el puente y podía haberse derrumbado.

Todos se bajaron de la camioneta para marcar con su cuerpo la senda sumergida. Veo miles de años en ese camino inundado en la noche. Como abriendo la valentía de los jóvenes guerreros, iba por delante Nentó, el Wichi más viejo y amigo de Tiluk, de 67 años, con sus músculos desgastados por los años de pelearle al hambre y la explotación de los trabajos globales, sacaba fuerzas ocultas del milenario tronco que sostiene al pueblo Wichi, y nos sostenía a todos. Los cuerpos de los guerreros Wichi avanzaban por un río loco arrastrando yararás y ramas, caminaban sin miedo ni sueño, con el agua hasta los muslos, midiendo la profundidad del camino desaparecido y constatando que el puente aún seguía en pie. La moto de Najuaj milagrosamente cruzó por la correntada.

Y así seguimos por horas, por un camino que racionalmente era imposible de transitar, menos con esa camioneta. Paso a paso, muy lento, avanzábamos y sentíamos con convicción la presencia de Tiluk, veíamos cómo su espíritu grande de chaman nos iba llevando por ese camino alucinado sobre lo imposible del mundo. Era una prueba del poder del amor sobre los males de una tierra cabeza abajo.

Hasta que el horizonte del monte chaqueño comenzó a resplandecer con la lenta emergencia de IJUALA, el sol, y nos tranquilizó, aunque las condiciones del camino empeoraban.

Vimos a lo lejos un unimok del ejército con sus tremendas ruedas desaparecidas por el agua desbordada del Pilcomayo, parecía un trasatlántico con su oleaje y probablemente dejaba unas huellas espantosamente profundas. Pedro detuvo la camioneta y esperó a que pasara. Cuando llegó a nosotros se detuvo y un milico, con aire socarrón, nos dijo: “NO van a pasar”. Se fue. Pedro me sonrió, con ojos negros alucinados. Luego se quedó conversando en silencio con el agua, con el motor encendido. Fueron minutos eternos. Se bajó y comenzó a hablar en wichi a los jóvenes que iban en la caja de su camioneta, era un tono distendido como de madera pulida. Entre todos comenzaron a encadenar las ruedas traseras para darle más agarre. Otra vez Nentó se internó en el agua para marcar el camino, pero esta vez era la corriente del propio Pilcomayo la que enfrentaba con su cuerpo, había tramos muy hondos. Pedro lo observaba y creaba un mapa submarino, calculando la única oportunidad que teníamos para pasar. Y así lo hicimos. (Escribo las imágenes de un recuerdo que tiene la consistencia de un sueño).

Luego de pasar el peor tramo del camino, llamado “La curva de Juan”, llegamos a la comunidad pasadas las 11:30 horas. Tras un breve y sencillo velatorio, se realizó el entierro en su cementerio sagrado, al modo de la cultura ancestral Wichi. Permanecí casi cinco días en la comunidad acompañando un tiempo doloroso, mágico, transformador, esencialmente de amor. Me es imposible expresar en palabras lo vivido en esos días. Todos los protagonistas de ese viaje inabarcable contábamos una y otra vez con sabor mítico la presencia del espíritu de Tiluk que sembró una nueva fuerza a nuestras vidas, la fuerza colectiva de lo-todo-posible-por-amor.

Tras cinco días los caminos seguían intransitables y finalmente tuve que regresar en helicóptero, otra gestión de Titstilh. El helicóptero llevaba bolsones de comida a las comunidades aisladas por la inundación, y viajé con una joven pareja Wichi y su bebé, los tres en claro estado de desnutrición. El vacío insondable del hambre en la mirada de ese niñito me desgarró.

Siempre tuve el sueño de viajar por aire sobre la región del Gran Chaco para ver con mis propios ojos la famosa “frontera agropecuaria”. Y es un espectáculo dantesco. Decenas de inmensos rectángulos de varios kilómetros de superficie vaciando de modo perverso con topadoras uno de los montes de mayor diversidad biológica y cultural del planeta, para sembrar soja transgénica, alimentando el bolsillo de unos pocos corruptos. Sobre la exquisita textura del tapiz vegetal y la riqueza de nuestras culturas originarias del Gran Chaco Gualampa avanza la maquinaria global, con su vaciamiento siniestro de la vida, en una de las matanzas más indignas de nuestra historia humana, poderosos pools transnacionales de siembra que vienen por todo. Esos inmensos rectángulos de la nada son una metáfora del vaciamiento de este mundo global sobre la dignidad de la vida. No tiene nombre ese vacío. Aún la muerte tiene la forma de sus huesos.

Verónica Ardanaz, Chokok Espacio Cultural Cebil, Valle Hermoso, 22 de febrero de 2015.

Fotografía de Tiluk de Guadalupe Miles

«

Print Friendly, PDF & Email
Fobomade

nohelygn@hotmail.com

Deja un comentario:

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *