Hegel o Marx dijeron que la tragedia en la historia se vuelve a repetir como farsa. En verdad, la tragedia se vuelve a repetir, simplemente, como eso: como tragedia. Vivimos tiempos de ritual democrático, manipulación mediática y desmovilización social. Son raras las aves militantes en este cielo tan arisco y tan gris. No hay lugar si no es para la simulación de todo aquello que amábamos. Advertimos, con dolor inaudito, que esta es la verdadera traición, y su marca, y también su desgarro. Lo demás, a mí, no me importa, llamase tecnología, universidades, vacaciones, psicólogos, rupias, sicarios, copias más perversas aún de las fotografías de lo que ya pasó o anticipo coagulándose poco a poco de lo que vendrá, de lo que va viniendo ¿quién lo sabe? Tragedia es tragedia y punto. Así sean Los Heraldos Negros, me importa un carajo. Luchar, seguir viviendo, es la consigna.
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En la introducción a Los siete pilares de la sabiduría, T. E. Lawrence escribió: “Todos los hombres sueñan, pero no todos lo hacen del mismo modo. Aquellos que sueñan de noche en las polvorientas recámaras de sus mentes se despiertan de día para darse cuenta de que todo era vanidad, pero los soñadores despiertos son peligrosos, ya que ejecutan sus sueños con los ojos abiertos, para hacerlos posibles”.
La frase acuna y agota esa tensión invencible que domina y define la vida que merece ser vivida. Lawrence la desliza, como serpiente en las arenas, entre los ideales y la política real, entre el honor personal y el drama de los intereses nacionales y corporativos, entre el heroísmo en la batalla y la mezquindad de los despachos, entre la luz de una existencia digna y la sombra de la agonía que se perpetúa. El hilo que separa el soñar sin fasto con el sueño que moviliza y crea, siempre lo sentí así: es otra de las caras de esa moneda esquiva que es el significado de la vida, de la vida insisto que merece vivirse.
Ese soñar despierto de los hombres libres ―como Artigas―, merecería ser destacado, tomado en cuenta, asumido, digo. Thomas Edward Lawrence comenzó a vivirlo en un villorrio de Cymru (Gales) el 16 de agosto de 1888. Hijo de un irlandés y de un nomadismo temprano, se licenció de historiador en Oxford, fascinado por los castillos medievales y la arquitectura de los Cruzados. Luego, se marchó a Siria, donde excavó yacimientos arqueológicos hititas y vagó cuatro años por los desiertos del Oriente Medio.
Los ecos de los tambores de la Gran Guerra ya sonaban cuando Lawrence fue reclutado como espía por el servicio secreto británico y prosiguió sus labores como arqueólogo en la península del Sinaí. A la vez, evaluaba los movimientos del ejército otomano, el poder despótico que sometía a todo el mundo árabe, con el cual T.E. se había identificado.
Estallada la contienda bélica, Lawrence es nombrado oficial de inteligencia, dedicándose a la cartografía e intentando sobornar a los turcos y levantar en armas a los árabes. No lo consigue pero el 5 de junio de 1916, estalla la Revuelta Árabe desde La Meca, y Lawrence acude exultante y se pone a las órdenes de Feysal, el líder de los habitantes del desierto.
Lawrence nace: es inquieto y entusiasta. Crece: tal vez quiere cambiar al mundo o tal vez, no. Pero, un día, en medio de la nada absurda, y como testimonio de fe, encuentra una bandera. No es la de su pueblo, pero es una bandera tan consistente y tan potente que no duda en abrazarla, enamorarse, proclamarla. Lo hace con tal ardor, que estremece.
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Es la forja de la leyenda, es la hechura del mito conocido como “Lawrence de Arabia” y el inicio de una guerra de guerrillas ―donde se especializó en la voladura de trenes― que sacudió los eriales y culminó con la victoria pero no con la injusticia: los ingleses y los franceses no respetaron la recobrada soberanía arábiga y se repartieron en secreto la península, la Mesopotamia y el resto de los territorios donde antes dominaban los “malvados” turcos.
Caído el velo del desencanto, T.E. hace dos cosas:
1. se opone de manera infructuosa a la imposición de los acuerdos imperiales, maniobrando incluso en la esfera diplomática (a la que llegó de la mano de Winston Churchill) y cuando ya se convence de que la causa está perdida, se enrola como soldado raso en una unidad de tanques y luego en la aviación como mecánico, donde es destinado a sitios como Karachi (en la actual Pakistán).
2. A lo otro que se dedica es a escribir. Escribir, escribir, escribir. Y escribe dos veces Los siete pilares de la sabiduría, ya que el primer borrador se extravía, pero vuelve a afanarse porque “me pareció históricamente necesario (…) poner por escrito lo que sentíamos, lo que esperábamos y lo que pretendíamos”. (¡Amo estas palabras!)
Lawrence se zambulle en una causa que no es la suya pero la vuelve propia porque va soñando despierto la libertad para los árabes ―la libertad de un oprimido es la libertad de todos los oprimidos―, sigue soñando despierto en cada batalla ―donde pone el cuerpo siempre― y así cabalgando hacia la gloria y la victoria, sólo encuentra, tras la victoria y la gloria, el tamaño de su desencanto, de la traición, de esa marca y ese desgarro.
Los siete pilares…: los cien combates, los mil y un actos de arrojo y de coraje que contiene uno de los relatos más increíbles de aventuras de todos los tiempos se justifica así mismo, “por el simple placer de recordar el compañerismo de la rebelión”. Lawrence aclara que él, con su texto, no pretende dar lecciones para el mundo ni revelar nada estrambótico. Son “hechos cotidianos”, “pequeños sucesos”, “pequeñas gentes”, según aclaró, los que pueblan las cientos de páginas que componen la obra.
Allí principia ―siento― el lado glorioso de la leyenda, y su legado, y tal vez por ello, no lo sé, Los siete pilares… devino luego un libro de culto que sedujo tanto a comandantes insurgentes como a eruditos exigentes, así como a los buscadores de emociones fuertes y a los soñadores verdaderos de todo el siglo XX. No se tampoco que puede sobrevivir del espíritu de Lawrence en este siglo XXI de la cultura global, de la acción televisada y de las ilusiones anestesiadas. Tampoco, en verdad, me importa.
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Tengo una versión completa del libro, que me acompañó (algunas veces físicamente en mi mochila: pesa como una lata grande de sardinas) en todos mis viajes: recuerdo la serenidad de leerlo a la luz de una vela en la noche fría de Pelechuco, acompasado por el rugir del río que lame el bosque de queñuas. Era perfecto: apartado de la “civilización”, sin la electricidad que termina pudriéndolo todo, podía sentir dentro mío los ecos y la vibración de este insólito compañero de rutas. Lawrence cargaba ese magnetismo de lo que no se oxida: alzar la bandera porque hay que alzarla, triunfar incluso y después quedarse sólo, triste y abandonado por la retaguardia, por los que vos creías que eran los tuyos. Hay 30.000 motivos para ratificarlo. Pero más allá de ese lugar común que es la muerte, y el carcomerte por la muerte que viene, que puede llegar, que vendrá, está la vida, y su gesto: ese alzar la bandera por alzarla nomás, porque es de patriotas o de poetas, porque hay que alzarla y punto. Cuando Lawrence se enrola como soldado y escribe sus memorias, es tal vez el momento cumbre de su existencia: cuando el poeta-guerrero ya no duda, ya no teme, solamente vive, simplemente porque todo fue redención pero nada lo ha redimido. La consecuencia de ese despojarse extremo es poética pura, y las páginas de su libro-brújula para demostrarlo. El motivo de anotar estas líneas y evocar a Lawrence una vez más abreva en ese legado amarrado al recuerdo de lo que él denominaba el “compañerismo de la rebelión”. Así nomás. Por eso escribo; por eso, te escribo.
En Las cuatro plumas, el oficial ciego, en el réquiem a los caídos en la también malograda incursión punitiva contra los alzados del Sudán, dice algo así: morirán los reyes y se acabarán los imperios, pero los lazos que nos unieron como amigos quedarán.
La imagen del final de la película lo dice todo: es la del hombre negro, un ser colosal, despreciado por los egipcios, salvador y compañero del héroe de la historia (uno como T.E., o como Burton: un inglés que se arabiza), atravesando solitario el desierto, “hasta que Dios me señale lo qué debo hacer”, ese climático Dios, al decir de Lawrence, adentro del cual habitaban los hombres, porque, en definitiva, Dios, el desierto y los hombres, “sólo el cielo arriba y la tierra desnuda bajo sus pies”, son una misma cosa.
Un negro ―y, por favor, no piensen en Obama―, un negro ébano, azabache, carbón (un blanco: nieve, alabastro y leche) corre por el desierto, la nada, el vacío perfecto hacia su liberación, su iluminación, su propia justicia. Dios está del lado de los náufragos.
Esa memoria es fuego, está viva. Sólo se trata de aguzar el ojo, de inquietar el alma, de lanzarse al camino. Lawrence lo explica así: “nos sentíamos cómodos juntos, recorriendo los anchos espacios, gustando los fuertes vientos y los rayos solares y compartiendo las esperanzas de aquello por lo cual luchábamos. El nuevo amanecer del mundo que había de venir nos embriagaba”.
El-nuevo-amanecer-del-mundo-que-había-de-venir-nos-embriagaba.
Es exacto, matemáticamente perfecto. Todo un límite, un desafío. Que insiste, que late y que no cede ni un cuarzo ni menos una dracma. Mercurio es, y abismo pero, ¿quién puede arriar las banderas, quién está dispuesto a rendirlas, por quien, para quien, contra quien, mi hermano?
Tras el rastro de las ausencias, la huella de la vida que merece ser vivida es una sola. No sé qué mundo habrá amaneciendo en la “estéril belleza de la desolación” pero habrá que seguir buscándolo. Tal vez no sea otro que ese compañerismo de la travesía, de los fuertes vientos y de los anchos espacios que sirva para desmentir que asistimos obligados a esta puesta en escena de un pequeño mundo forzado, de ataduras impuestas, de invisibles trampas que nos condenan a él. Tal vez no sea otro que esa fogata en medio de la nada geográfica, la astilla que ilumine nuestros rostros en el lugar donde la inmensidad del vacío físico se conjuga con la totalidad del cosmos, y allí descubramos, una vez más, sólo a las estrellas arriba y a la tierra baldía bajo nuestras botas, y que el significado de la vida, como señaló T.E., no es sólo soñarla, sino, ante todo, vivirla, vivirla hasta que ni vida quede como el agua del arroyo que se escurre de nuestros dedos o, como en los altiplanos, el viento que, de repente, cesa y deja de soplar. Sólo una vida. Pero como dijo Paco Urondo, antes de morir en combate: lo único que tenemos. Bienvenida, digo.