San Fermín era una aldea perdida en el medio de la selva. Nosotros llegamos por primera vez un mañana de lluvia tan copiosa que no podías ver a un metro de distancia. Nunca me voy a olvidar de ese día por dos circunstancias: las fatales pukararas —una de las serpientes más venenosas que tapizan la Amazonía— te saltaban como locas desde los matorrales y porque el rosario que me obsequió el “gordo” Aguirre —que me acompañaba y protegía ya más de cuarenta días de travesía y expedición—, rodó de mi cuello y cayó al suelo. Pensé: es una señal. Y en verdad, lo era.
Unos días después, Segundino Chambi, el hombre con más años de la comunidad y algo así como su “yatiri” (sabio), nos dijo en su quechua materno, que detuviéramos nuestra ruta, que no nos metamos en el rio que queríamos navegar para avanzar hacia al norte, que era tanta la lluvia que moriríamos. Pedí que me lo tradujeran dos veces: en efecto, no había dicho que podíamos morir, sino que moriríamos, sin vueltas. Le hice caso.
Cuando iniciamos la evacuación, igual debíamos cruzar el río, el mítico Tambopata. Era tal la fuerza de la corriente ese final de octubre, que era temible. Te helaba la sangre.
Don Segundino fue quien corroboró la historia de Lars. Nosotros fuimos hasta allí, hasta San Fermín, entre otros motivos, para indagar sobre el paradero de Lars, de Lars Hafskjold, un joven de origen noruego que se había perdido en el monte el año 1997. Lo había hecho buscando rastros de la existencia de otros desaparecidos, esta vez de la historia oficial: los Toromonas, un pueblo indígena que fue devastado durante los años negros del boom de la extracción del caucho amazónico. Como sea, Segundino y otros comunarios se sorprendieron cuando les mostramos la foto del escandinavo y brotó de ellos, una catarata de recuerdos. La aldea donde vivían era tan apacible, era tan alejada, era tan aislada, que casi nunca pasaba nada, aunque la de Lars era su segunda gran historia.
La primera tuvo lugar en 1985 cuando varios centenares de familias campesinas de origen peruano habían cruzado el río Tambopata y se habían instalado del otro lado de un límite que sólo figuraba en los mapas. Bautizaron el lugar, con la esperanza a flor de piel, como Valle Futuro.
Sucedía que Valle Futuro no se situaba en Perú, se encontraba en Bolivia. Las autoridades de Lima que tampoco tenían idea dónde quedaba el tal valle promisorio, autorizaron la instalación de una escuela. Nosotros la conocimos: en sus antiguas instalaciones, esa vez que arribamos, funcionaba el puesto militar de avanzada Lino Echeverría, del ejército boliviano. El cuartelito era la versión tropical de El desierto de los tártaros de Dino Buzzati. Allí nos había agarrado esa lluvia imparable, allí bailaban las víboras, allí se me había caído el rosario. Allí había llegado Lars, de aproximada desde Puno. Allí ayudó a los comunarios a construir una capilla de troncos. Fuimos a verla. La imagen del Corazón de Jesús, que consagraba un recinto despojado y austero, te llenaba de paz y alegría en medio de la amenazante catedral verde que la rodeaba. Pedimos permiso e hicimos sonar la campana: el tañido fue tan lúgubre como los presentimientos de Segundino.
La cosa era que el 85 se entraron los peruanos, invasión pacífica le dicen a eso en términos geopolíticos. Aquí la heroína de la historia es una mujer: Semiona Chambi, a quien tuve el honor de conocer y frecuentar, bien viejita ya. Esos tiempos, ella y su esposo Remigio y sus hijos y dos familias más (una, la del ya citado Segundino) eran los únicos bolivianos que vivían en ese remoto rincón del país.
Semiona insistió en querer hacer la denuncia de lo que estaba ocurriendo. Transcribo lo que, a pedido nuestro, anotó en un hoja de cuaderno, su hijo Marino, mi amigo. Dice que: “La persecución ha sido fuerte para presionar y hasta de una sentencia de muerte en esos años. La Sra. Semiona junto a su esposo tenía que escaparse de su domicilio día y noche por el monte por las serranías más altas arriesgando su vida en todo el trayecto pasando lugares accidentados peligrosos y animales feroces sin ningún tipo de armamento hasta llegar a la Comunidad Azariamas. La denuncia ante ejercito en defensa del territorio ha sido arriesgando la vida junto a sus familiares su esposo Remigio Coaquira e hijos Marino Coaquira, Adelio Coaquira y Ciprian Coaquira”. De película, ¿o no?
Tardaron casi un mes en llegar desde San Fermín hasta Apolo, la capital provincial, a dar parte. Luego, el ejército tuvo que mover el culo e intervenir la frontera, sacando a los peruanos de territorio boliviano. De esos años, quedó acantonado en Apolo el regimiento de infantería de selva. De esos años, hasta que llegó Lars, los pobladores de San Fermín se dedicaron a la agricultura de subsistencia y a sembrar algo de café, que mal vendían en Perú. Tres años después de la llegada de Lars, llegamos nosotros.
El Rolando tenía una casa de madera de dos pisos y algo así como una tienda. Su primo, Radamir, que en ese entonces era guardaparque del Parque Nacional Madidi —creado el 95 con San Fermín adentro—, se emocionó al volver a encontrarlo y se tiró una farra con lo que encontró a mano (no hay bares en la floresta), que nos contagió a todos. Recuerdo esa noche y todas las noches que viví en San Fermín. Nada se compara a la serenidad de la selva.
Nada se compara a la fraternidad que promueve la selva. Ahora, el 2013, San Fermín es noticia en los periódicos por el grave asunto de la emboscada donde murieron cuatro militares erradicadores de coca. Dicen las informaciones que las autoridades quieren poner un cuartel en San Fermín… que el fiscal que estudia el caso declaró que San Fermín está muy distante… en fin, ¿qué se puede decir? Nada que no sea evocar esa aldea perdida en medio del bosque y de los cerros que nos hizo tan felices a la gente que se aventuraba conmigo y a mí mismo. Nada que no sea resucitar en la piel la mansa luna de sus noches, sus estrellas fugaces y el sonido tan extraño y tan vivo de la selva y todas las palabras y cada uno de los silencios que compartimos con sus moradores, mis hermanos, mis amigos, mis compañeros. San Fermín: tan lejos… y tan cerca.
Pablo Cingolani Río Abajo, 9 de noviembre de 2013