´´Di nacimiento a Alejandro y bebimos cactus en Yuma: fui su amante, se formó sobre mi rostro pintura de guerra, cortes ocre y lavanda, sus delicadas manos hacían pequeños milagros…´´, escribió Patti Smith -poeta de Nueva York, considerada por algunos como ´´el primer chamán creíble del rock´´ y, por muchos, como la única sucesora de Bob Dylan- en uno de sus textos incluidos en Babel (1978), un libro que te sacude más fuerte que un riff de la Gibson Les Paul de Jimmy Page.
Lo de ´´bebimos cactus…´´ me inquietaba: suponía se trataba de peyote -la archiconocida especie de cactácea, popularizada por Castaneda a partir de la publicación de Las enseñanzas de Don Juan (1974, con prólogo de Octavio Paz)- y no me quedaron dudas cuando localicé Yuma: es una reserva federal norteamericana, situada en el estado sudoccidental de Arizona, cerca al límite con Sonora-México -de donde, precisamente, son originarios los Yaqui, la etnia de Don Juan– y que alberga a los sobrevivientes del pueblo Yuma, pertenecientes a la familia lingüística Hoka y emparentados con los masacrados Sioux de los westerns.
Los antiguos Hoka habían desarrollado una floreciente cultura en el suroeste de América del Norte a partir del primer siglo de la era cristiana. Dedicados a la agricultura, construyeron grandes obras de ingeniería hidráulica (canales, represas, etc.) en las llanuras desérticas de la actual Arizona. Tuvieron contacto con los Mayas de Centro América y luego fueron absorbidos por los Anasazis, los constructores de los famosos ´´pueblos´´ tallados en la roca y cuyas ruinas podemos admirar. Pero lo que más me llamó la atención de la cultura Hoka ha sido su conocimiento de los cactus. No sólo lo utilizaron para sus ritos -se ha encontrado evidencia de sustancias psicoactivantes en numerosas tumbas- sino que también usaron el jugo de cactus -un ácido débil-, para grabar líneas y figuras en conchas marinas, constituyéndose en el primer ejemplo de este uso como técnica decorativa. Algunos dibujos muestran un semicírculo con puntas afiladas lo que hace suponer a los estudiosos que adoraban al cactus o, al menos, lo consideraban sagrado.
Beber (o inhalar polvo de) cactus era una práctica común en toda la América precolombina. El consumo de plantas con componentes psicoactivos era parte de la religión y de la vida. Amén de la injustamente estigmatizada coca, existen un conjunto de vegetales considerados sagrados o mágicos como la vilca- citada por Waman Puma y encontrada en tumbas tiwanakotas-, el chundur, los hongos -desde el inofensivo ´´cogumelo´´ que crece en la bosta de los cebúes hasta el devastador ´´sthoparia´´-, el cebil, la marihuana (cannabis sativa, originaria de los andes septentrionales), el hibisco, el curíbano, la yerba mate -prohibida por el cardenal Borromeo el año 1600-, la datura o ´´chamico´´, la ayahuasca y un largo etcétera, que fueron y son apreciados por los pueblos originarios de las montañas y selvas americanas por sus propiedades alimenticias, curativas y alucinógenas.
En nuestras culturas andinas, el cactus más popular es el llamado ´´san pedrito´´ o ´´achuma´´. El san pedrito es un cactus muy generoso: sirve para habituar a los dioses y visitar a los finados y también para calmar las molestias y los dolores del cuerpo. En sus sueños, los hombres sencillos pero profundos ven hasta las medicinas para sus males. En sus sueños, los hombres sencillos pero profundos son señores que todo lo pueden, son los dueños del mundo. Por eso, el cactus fue condenado por los españoles. El Padre Cobo escribió en su Historia del Nuevo Mundo (1653): ´´… con esta bebida los indios soñaban mil disparates y los creían como si fueran verdades.
El san pedrito es asociado a los movimientos mesiánicos que sacudieron a los Andes después de la derrota inicial y sorpresiva de los Incas. En especial, se lo liga al Taqi Ongoy que desde la región de Huamanga, en 1565, se expande por todo el sur andino. El Taqi Ongoy anuncia el retorno de las wakas -santuarios dedicados a la tierra- y la hecatombe para los hispanos. Se expresó a través de predicadores que danzaban, se contorneaban, daban alaridos y temblaban dando la buena nueva. Todo un mambo místico-político donde el cactus actuaba como un detonante subversivo.
El san pedrito, de forma frecuente, era mezclado con la chicha para potenciar sus efectos y amplificar el campo de la conciencia. La mezcla era tan poderosa que existen muchos testimonios que la refieren como ´´la sangre de Cristo´´durante el traumático proceso de aculturación y sincretismo que vivió el mundo andino durante los siglos XVI y XVII. Hoy, es posible encontrar san pedrito en algunos mercados populares de La Paz. Lo cortan de los valles secos donde habito, en Río Abajo, un cactario maravilloso.
´´Todas las plantas son buenas´´ decían los Mojave. Para los interesados en el tema, es recomendable la lectura del referido prólogo de Octavio Paz, alguien lejos del estereotipo de junkie o drogadicto. Es evidente que toda una memoria genética e histórica en torno a valiosas plantas se está perdiendo o está en riesgo de perderse bajo el despiadado y sacrílego ataque que sufren estigmatizadas bajo el nombre genérico de ´´drogas´´.
A propósito de eso, ahora que se ha calentado el debate sobre si legalizarlas o no, despenalizarlas o qué, habría que establecer, al menos, una primera distinción política, social y cultural entre las sustancias naturales, las procesadas (como la merca) y las sintéticas o de diseño (como la meta), y tener siempre en cuenta que las drogas que más daño colectivo causan a la humanidad son el metileno y los químicos como el arsénico que los criminales fabricantes legales de bebidas espirituosas y cigarrillos le meten sin escrúpulo a botellas y al tabaco, para envenenarnos a todos, bajo la mirada y con el permiso cómplice de los gobiernos y la ONU.
En esa dirección, lo deseable sería que las drogas naturales no tuvieran prohibición alguna, como no lo tiene la producción y el consumo de maíz o de toronja; que las drogas procesadas, y esta categoría valdría tanto para la cocaína así como para el alcohol y el cigarrillo, fueran todas no sólo producidas legalmente (y acabar así con el narcotráfico Sur-Norte), sino bajo estrictos controles de calidad que garanticen la pureza del producto para aquellos que las deseen consumir. Las adicciones provocadas por estas sustancias deberían ser objeto de tratamiento gratuito por la salud pública, como es el caso de Holanda con los heroinómanos. Las drogas sintéticas no tienen origen en la naturaleza; son parte de la cultura urbana del desarraigo y su neurosis, y son tan malvadamente tóxicas que son toleradas por el propio poder como una forma más que efectiva de control social y anulación de voluntades críticas. Las drogas sintéticas son como los misiles nucleares y demás armas de destrucción masiva: habría que destruirlas a todas. Pero en el mundo tal cual es, pueden prohibir los porros y los cactus, y hacerse los boludos cuando se trata de metanfetaminas.
Río Abajo, 26 de octubre de 2012