A diferencia de los científicos sociales, no hay nada que una a los científicos naturales con la política. Históricamente hablando, en la mayoría de los casos han permanecido apolíticos o tenían los estándares políticos de su respectiva clase. Hay excepciones, por ejemplo, entre la juventud a principios del siglo XIX en Francia y muy notablemente en las décadas de los años treinta y cuarenta. Pero éstos son casos especiales debidos al reconocimiento de los propios científicos de que su trabajo estaba siendo cada vez más esencial para la sociedad, pero que la sociedad no se daba cuenta. El trabajo decisivo sobre esto es The Social Function of Science, de John D. Bernal, que tuvo una resonancia enorme entre otros científicos. Por supuesto, el deliberado ataque de Hitler a todo lo que significaba la ciencia, ayudó.
En virtud de los estándares paleontológicos, la especie humana ha transformado su existencia a una velocidad asombrosa, pero el grado de cambio ha variado enormemente. Algunas veces se ha movido muy despacio, algunas veces muy de prisa, algunas de manera controlada, otras no. Claramente, esto implica un creciente control sobre la naturaleza, pero no deberíamos afirmar que sabemos adónde nos conduce.
Los marxistas se han centrado correctamente sobre los cambios en el modo de producción y sus relaciones sociales como los generadores del cambio histórico. Sin embargo, si pensamos en términos de cómo “los hombres hacen su propia historia”, la gran pregunta es esta: históricamente, las comunidades y los sistemas sociales han apuntado hacia la estabilización y la reproducción, creando mecanismos capaces de mantener a raya saltos perturbadores hacia lo desconocido. La resistencia contra la imposición del cambio desde afuera es todavía un factor importante de la política mundial actual, explica Eric Hobsbawm en la siguiente entrevista especial con la New Left Review.
P. Su obra Historia del siglo XX concluye en 1991 con una visión sobre el colapso de la esperanza de una Edad de Oro para el mundo. ¿Cuáles son los principales cambios que registra desde entonces en la historia mundial?
R. Veo cinco grandes cambios. Primero, el desplazamiento del centro económico del mundo del Atlántico norte al sur y al este de Asia. Este proceso comenzó en los años 70 y 80 en Japón, pero el auge de China desde los 90 ha marcado la diferencia. El segundo es, desde luego, la crisis mundial del capitalismo, que nosotros predijimos siempre, pero que tardó mucho tiempo en llegar. Tercero, el clamoroso fracaso de la tentativa de Estados Unidos de mantener en solitario una hegemonía mundial después de 2001, un fracaso que se manifestó con mucha claridad. Cuarto, cuando escribí Historia del siglo XX no se había producido la aparición como entidad política de un nuevo bloque de países en desarrollo, los BRIC (Brasil, Rusia, India y China). Y quinto, la erosión y el debilitamiento sistemático de la autoridad de los Estados: de los Estados nacionales dentro de sus territorios y, en muchas partes del mundo, de cualquier clase de autoridad estatal efectiva. Acaso fuera previsible pero se aceleró hasta un punto inesperado.
P. ¿Qué le ha sorprendido más?
R. Nunca dejo de sorprenderme ante la absoluta locura del proyecto neoconservador, que no sólo pretendía que el futuro era Estados Unidos, sino que incluso creyó haber formulado una estrategia y una táctica para alcanzar ese objetivo. Hasta donde alcanzo a ver, no tuvieron una estrategia coherente.
P. ¿Puede prever alguna recomposición política de lo que fue la clase obrera?
R. No en la forma tradicional. Marx estaba sin duda en lo cierto al predecir la formación de grandes partidos de clase en una determinada etapa de la industrialización. Pero estos partidos, si tenían éxito, no funcionaban como partidos exclusivos de la clase obrera: si querían extenderse más allá de una clase reducida, lo hacían como partidos populares, estructurados alrededor de una organización inventada por y para los objetivos de la clase obrera… Ha habido otros tres importantes desarrollos negativos: la xenofobia, gran parte del trabajo no es permanente sino temporario; y la creciente ruptura producida por un nuevo criterio de clase, la meritocracia…
P. ¿Puede haber nuevos agentes?
R. Ya no en términos de una sola clase, pero desde mi punto de vista, nunca lo pudo ser. Hay una política de coaliciones progresista, incluso de alianzas permanentes como las de, por ejemplo, la clase media que lee The Guardian y los intelectuales, la gente con niveles educativos altos, que en todo el mundo tiende a estar más a la izquierda que los otros, y la masa de pobres e ignorantes. Ambos grupos son esenciales pero quizá sean más difíciles de unificar que antes. Los pobres pueden identificarse con multimillonarios, como en Estados Unidos, diciendo “si tuviera suerte podría convertirme en una estrella pop”. Pero no puede decir “si tuviera suerte ganaría el premio Nobel”. Esto es un problema para coordinar las políticas de personas que objetivamente podrían estar en el mismo bando.
P. ¿En qué se diferencia la crisis actual de la de 1929?
R. La Gran Depresión no empezó con los bancos; no colapsaron hasta dos años después. Por el contrario, el mercado de valores desencadenó una crisis de la producción con un desempleo mucho más elevado y un declive productivo mayor del que se había conocido nunca. La actual depresión tuvo una incubación mayor que la de 1929, que llegó casi de la nada. Desde muy temprano debía haber estado claro que el fundamentalismo neoliberal producía una enorme inestabilidad en el funcionamiento del capitalismo. Hasta 2008 parecía afectar sólo a áreas marginales: América Latina en los años 90 hasta la siguiente década, el sudeste asiático y Rusia.
En los países más importantes, todo lo que significaba eran colapsos ocasionales del mercado de valores de los que se recuperaban con bastante rapidez. Me pareció que la verdadera señal de que algo malo estaba pasando debería haber sido el colapso de Long-Term Capital Management (LTCM) en 1998, que demostraba lo incorrecto que era todo el modelo de crecimiento, pero no se consideró así. Paradójicamente, llevó a un cierto número de hombres de negocios y de periodistas a redescubrir a Karl Marx, como alguien que había escrito algo de interés sobre una economía moderna y globalizada; no tenía nada que ver con la antigua izquierda: la economía mundial en 1929 no era tan global como la actual…
P. ¿Qué pasa con las consecuencias políticas?
R. La depresión de 1929 condujo a un giro abrumador a la derecha, con la gran excepción de América del Norte, incluido México, y de los países escandinavos. El efecto de la actual crisis no está tan definido. Uno puede imaginarse que los principales cambios o giros en la política no se producirán en Estados Unidos u occidente, sino casi seguro en China.
P. ¿Cree que hay alguna parte del mundo donde todavía sea posible recrear proyectos positivos, progresistas?
R. En América Latina la política y el discurso público general todavía se desarrollan en los términos liberal-socialistas-comunistas de la vieja Ilustración. Esos son sitios donde encuentras militaristas que hablan como socialistas, o un fenómeno como Lula, basado en un movimiento obrero, o a Evo Morales. Adónde conduce eso es otra cuestión, pero todavía se puede hablar el viejo lenguaje y todavía están disponibles las viejas formas de la política. No estoy completamente seguro sobre América Central, aunque hay indicios de un pequeño resurgir en México de la tradición de la Revolución; tampoco estoy muy seguro de que vaya a llegar lejos, ya que México ha sido integrado a la economía de Estados Unidos.
América Latina se benefició de la ausencia de nacionalismos etnolingüísticas y divisiones religiosas; eso hizo mucho más fácil mantener el viejo discurso. Siempre me sorprendió que, hasta hace bien poco, no hubiera signos de políticas étnicas. Han aparecido movimientos indígenas de México y Perú, pero no a una escala parecida a la que se produjo en Europa, Asia o África. Es posible que en India, gracias a la fuerza institucional de la tradición laica de Nehru, los proyectos progresistas puedan revivir. Pero no parecen calar entre las masas, excepto en algunas zonas donde los comunistas tienen o han tenido un apoyo masivo, como Bengala y Kerala, y acaso entre algunos grupos como los nasalitas o los maoístas en Nepal.
Aparte de eso, la herencia del viejo movimiento obrero, de los movimientos socialistas y comunistas, sigue siendo muy fuerte en Europa. Los partidos fundados mientras Friedrich Engels vivía aún son, casi en toda Europa, potenciales partidos de gobierno o los principales partidos de la oposición. Imagino que en algún momento la herencia del comunismo puede surgir en formas que no podemos predecir, por ejemplo en los Balcanes e incluso en partes de Rusia. No sé lo que sucederá en China pero sin duda ellos están pensando en términos diferentes, no maoístas o marxistas modificados.
P. Siempre ha sido crítico con el nacionalismo como fuerza política, advirtiendo a la izquierda que no lo pintara de rojo. Pero también ha reaccionado contra las violaciones de la soberanía nacional en nombre de las intervenciones humanitarias. ¿Qué tipos de internacionalismo son deseables y viables hoy día?
R. En primer lugar, el humanitarismo, el imperialismo de los derechos humanos, no tiene nada que ver con el internacionalismo. O bien es una muestra de un imperialismo revivido que encuentra una adecuada excusa, sincera incluso, para la violación de la soberanía nacional, o bien, más peligrosamente, es una reafirmación de la creencia en la superioridad permanente del área que dominó el planeta desde el siglo XVI hasta el XX.
Después de todo, los valores que occidente pretende imponer son específicamente regionales, no necesariamente universales. Si fueran universales tendrían que ser reformulados en términos diferentes. No estamos aquí ante algo que sea en sí mismo nacional o internacional. Sin embargo, el nacionalismo sí entra en él porque el orden internacional basado en Estados-nación ha sido en el pasado, para bien o para mal, una de las mejores salvaguardas contra la entrada de extranjeros en los países. Sin duda, una vez abolido, el camino está abierto para la guerra agresiva y expansionista. El internacionalismo, que es la alternativa al nacionalismo, es un asunto engañoso. Es tanto un eslogan político sin contenido, como sucedió a efectos prácticos en el movimiento obrero internacional, donde no significaba nada específico, como una manera de asegurar la uniformidad de organizaciones poderosas y centralizadas, fuera la iglesia católica romana o el Komintern.
El internacionalismo significa que, como católico, creías en los mismos dogmas y tomabas parte en las mismas prácticas sin importar quién fueras o dónde estuvieras; lo mismo sucedía con los partidos comunistas. Esto no es realmente lo que nosotros entendíamos por “internacionalismo”. El Estado-nación era y sigue siendo el marco de todas las decisiones políticas, interiores y exteriores. Hasta hace muy poco, las actividades de los movimientos obreros (de hecho, todas las actividades políticas) se llevaban a cabo dentro del marco de un Estado. Incluso en la UE, la política se enmarca en términos nacionales. Es decir, no hay un poder supranacional que actúe, sólo una coalición de Estados. Es posible que el fundamentalismo misionero islámico sea aquí una excepción, que se extiende por encima de los Estados, pero hasta ahora todavía no se ha demostrado. Los anteriores intentos de crear super-Estados panárabes, como entre Egipto y Siria, se derrumbaron por la persistencia de las fronteras de los Estados existentes.
P. ¿Cree entonces que hay obstáculos intrínsecos para cualquier intento de sobrepasar las fronteras del Estado-nación?
R. Tanto económicamente como en la mayoría de los otros aspectos, incluso culturalmente, la revolución de las comunicaciones creó un mundo genuinamente internacional donde hay poderes de decisión que funcionan de manera transnacional, actividades que son transnacionales y, desde luego, movimientos de ideas, comunicaciones y gente que son transnacionales mucho más fácilmente que nunca. Incluso las culturas lingüísticas se complementan ahora con idiomas de comunicación internacional. Pero en la política no hay señales de esto y ésa es la contradicción básica de hoy. Una de las razones por las que no ha sucedido es que en el siglo XX la política fue democratizada hasta un punto muy elevado con la implicación de las masas. Para éstas, el Estado es esencial para las operaciones diarias. Los intentos de romper el Estado internamente mediante la descentralización existen desde hace treinta o cuarenta años, y algunos de ellos con éxito; en Alemania la descentralización ha sido un éxito en algunos aspectos y, en Italia, la regionalización ha sido muy beneficiosa.
Pero el intento de establecer Estados supranacionales fracasa. La Unión Europea es el ejemplo más evidente. Hasta cierto punto estaba lastrada por la idea de sus fundadores, quienes apostaban a crear un super-Estado análogo a un Estado nacional, cuando yo creo que ésa no era una posibilidad y sigue sin serlo. La UE es una reacción específica dentro de Europa. Hubo señales de un Estado supranacional en Oriente Próximo pero la UE es el único que parece haber llegado a alguna parte. No creo que haya posibilidades para una gran federación en América del Sur.
El problema sin resolver continúa siendo esta contradicción: por una parte, hay prácticas y entidades transnacionales que están en curso de vaciar el Estado quizá hasta el punto de que colapse. Pero si eso sucede -lo que no es una perspectiva inmediata, por lo menos en los Estados desarrollados- ¿Quién se hará cargo entonces de las funciones redistributivas y de otras análogas, de las que hasta ahora sólo se ha hecho cargo el Estado? Este es uno de los problemas básicos de cualquier clase de política popular hoy en día.
P. La ciencia era parte central de la cultura de la izquierda antes de la Segunda Guerra Mundial, pero durante las dos generaciones siguientes desapareció virtualmente como elemento dirigente del pensamiento marxista o socialista. ¿Cree que la creciente importancia de los temas ambientales puede provocar la reincorporación de la ciencia a la política radical?
R. Estoy seguro de que los movimientos radicales estarán interesados por la ciencia. Las preocupaciones ambientales y de otro tipo producen sólidas razones para contrarrestar la huida de la ciencia y de la aproximación racional a los problemas que se generalizó bastante durante los años setenta y ochenta. Pero, con respecto a los propios científicos, no creo que suceda.
A diferencia de los científicos sociales, no hay nada que una a los científicos naturales con la política. Históricamente hablando, en la mayoría de los casos han permanecido apolíticos o tenían los estándares políticos de su respectiva clase. Hay excepciones, por ejemplo, entre la juventud a principios del siglo XIX en Francia y muy notablemente en las décadas de los años treinta y cuarenta. Pero éstos son casos especiales debidos al reconocimiento de los propios científicos de que su trabajo estaba siendo cada vez más esencial para la sociedad, pero que la sociedad no se daba cuenta. El trabajo decisivo sobre esto es The Social Function of Science, de John D. Bernal, que tuvo una resonancia enorme entre otros científicos. Por supuesto, el deliberado ataque de Hitler a todo lo que significaba la ciencia, ayudó.En el siglo XX la física fue el centro del desarrollo, mientras que en el siglo XXI lo es la biología. Al estar más cerca de la vida humana puede haber un elemento de politización mayor, pero ciertamente hay un factor que lo contrarresta: cada vez más los científicos han sido integrados en el sistema capitalista, tanto los individuos como las organizaciones. Hace cuarenta años hubiera resultado impensable hablar de patentar un gen. Hoy uno patenta un gen con la esperanza de hacerse millonario, y eso ha alejado a un nutrido grupo de científicos de la política de izquierda.
Lo único que todavía puede politizarlos es la lucha contra gobiernos dictatoriales o autoritarios que interfieran en su trabajo. Uno de los fenómenos más interesantes de la Unión Soviética fue que los científicos soviéticos estaban obligados a estar politizados porque se les daba el privilegio de un cierto grado de derechos y libertades ciudadanas, de manera que personas que de otro modo no habrían sido nada más que leales ensambladores de bombas H se convirtieron en dirigentes de la disidencia.
No es imposible que esto ocurra en otros países, aunque por el momento no hay muchos. Desde luego, el medio ambiente es un tema que puede mantener movilizado a un cierto número de científicos. Si hay un desarrollo masivo de campañas alrededor del cambio climático, entonces los expertos se encontrarán comprometidos, principalmente contra ignorantes y reaccionarios. Por eso no está todo perdido.
P. Regresando a cuestiones historiográficas: ¿qué lo llevó al tema de las formas arcaicas de movimiento social que analiza en Rebeldes primitivos, y en qué medida lo planeó anticipadamente?
R. La idea se desarrolló a partir de dos cosas. Viajando por Italia en la década de los cincuenta descubrí este aberrante fenómeno: secciones del Partido en el sur eligiendo como secretarios generales a testigos de Jehová y cosas similares, gente que estaba pensando sobre problemas modernos, pero no en los términos a los que estábamos acostumbrados. Después, en especial a partir de 1956, expresaba una insatisfacción general con la versión simplificada que teníamos del desarrollo de los movimientos populares de la clase obrera. En Rebeldes primitivos estaba muy lejos de la crítica de la lectura estándar; por el contrario, señalaba que estos otros movimientos no llegarían a ninguna parte a no ser que tarde o temprano adoptaran el vocabulario y las instituciones modernos.
Pero, a pesar de todo, me quedó claro que no era suficiente con rechazar simplemente este otro fenómeno, decir que ya sabemos cómo funcionan estas cosas. Reuní una serie de ejemplos, casos de estudio de esta clase, y me dije: “Esto no encaja”. Eso me condujo a pensar que, incluso antes de la invención del vocabulario, de los métodos y de las instituciones políticas modernas, había maneras en que la gente practicaba la política que englobaban ideas básicas sobre las relaciones sociales —en especial entre los poderosos y los débiles, los dirigentes y los dirigidos— que tenían una cierta lógica y encajaban juntas. Pero en realidad no tuve oportunidad de avanzar por este camino, aunque más tarde, leyendo Injustice, de Barrington Moore, encontré una pista de cómo se podría abordar. Fue el principio de algo que en realidad nunca siguió adelante, y bien que lo lamento. Sigo pensando en intentarlo y hacer algo con ello.En Interesting Times expresa considerables reservas sobre lo que eran las recientes modas históricas. ¿Piensa que el panorama historiográfico permanece relativamente sin cambios?Estoy cada vez más impresionado por la magnitud del giro intelectual en la historia y en las ciencias sociales desde la década de los setenta en adelante. Los historiadores de mi generación, que en conjunto transformó la enseñanza de la historia, así como otro montón de cosas, estaban esencialmente intentando establecer un enlace permanente, una fertilización mutua entre la historia y las ciencias sociales; un esfuerzo que se remonta a la década de 1890.
Las ciencias económicas siguieron un camino diferente. Dimos por sentado que estábamos hablando de algo real, de realidades objetivas, aunque ya desde Marx y la sociología del conocimiento sabíamos que la verdad no se registra tal como fue. Pero lo realmente interesante eran las transformaciones sociales. La Gran Depresión tuvo un papel decisivo en ello, porque reintrodujo el papel desempeñado por las grandes crisis en las transformaciones sociales, como, por ejemplo, la crisis del siglo XIV o la transición al capitalismo. En realidad no fueron los marxistas los que lo hicieron, fue Wilhelm Abel en Alemania quien primero llevó a cabo una relectura de los desarrollos de la Edad Media a la luz de la Gran Depresión de los años treinta. Éramos un grupo para la resolución de problemas, preocupado por las grandes cuestiones.
Hubo otras cosas que desvalorizamos: estábamos tan en contra de los tradicionalistas, de la historia de las grandes personalidades o, para el caso, de la historia de las ideas, que rechazamos todo eso en bloque. No fue una posición especialmente marxista, fue una aproximación general adoptada por los weberianos en Alemania, por gente en Francia que no tenía un origen marxista, procedentes de la escuela de los Annales y, a su manera, por los científicos sociales estadunidenses.En algún momento en los años setenta se produjo un cambio brusco. Past & Present publicó en 1979-1980 un intercambio de opiniones que tuve con Lawrence Stone sobre el “resurgir de la narrativa”: “¿Qué está pasando con las grandes preguntas del porqué?”
Desde entonces, las grandes preguntas, las transformadoras, han sido por lo general olvidadas por los historiadores. Al mismo tiempo, se verificó una enorme expansión del ámbito de la historia; ahora podías escribir sobre cualquier cosa que quisieras: objetos, sentimientos, prácticas. Hubo algo interesante en todo esto, pero también hubo un enorme aumento de lo que podrías llamar la historia fanzine, esto es, la que escribían los grupos para sentirse mejor con ellos mismos. La intención era trivial; los resultados no siempre lo fueron. Justamente el otro día vi una nueva revista sobre la historia del movimiento obrero que tiene un artículo sobre negros en Gales en el siglo XVIII. Cualquiera que sea la importancia de ello para los negros en Gales, en sí mismo no se trata de un tema particularmente central.
El caso más peligroso de esto es, desde luego, el auge de la mitología nacional, un subproducto de la multiplicación de nuevos Estados que tuvieron que crear sus propias historias nacionales. Un gran elemento en todo este panorama es la gente que dice “no estamos interesados en lo que sucedió sino en lo que nos hace sentir bien”. El ejemplo clásico es el de los nativos americanos que se negaban a creer que sus antecesores habían emigrado desde Asia y decían “nosotros hemos estado aquí siempre”. Una buena parte de este cambio fue político en algún sentido. Los historiadores que salieron de 1968 ya no estaban interesados por las grandes cuestiones: pensaban que ya se habían respondido todas. Estaban mucho más interesados por los aspectos voluntarios o personales. History Workshop fue un desarrollo tardío de esta clase.
No creo que los nuevos tipos de historia hayan producido ningún cambio decisivo. En Francia, por ejemplo, la historia posterior a Braudel no tiene punto de comparación con la de las décadas de los años cincuenta y sesenta. Puede haber trabajos ocasionales muy buenos, pero no es lo mismo. Me inclino a pensar que esto también sucede en Gran Bretaña. En esta reacción de la década de los setenta había un elemento de antirracionalismo y relativismo que, en conjunto, yo encontraba hostil a la historia.Por otro lado, ha habido algunos desarrollos positivos, siendo el más sobresaliente la historia cultural, que incuestionablemente todos habíamos rechazado.
No prestamos suficiente atención a la historia como realmente se presenta a sí misma a los actores. Habíamos asumido que podías generalizar sobre éstos; pero si regresas a decir que los hombres hacen su historia, ¿cómo la hacen en sus prácticas, en sus vidas? El libro de Eric Wolf Europe and the Peoples without History es un ejemplo de un cambio positivo en este sentido. También ha habido un enorme auge de la historia global. Entre los no historiadores ha habido mucho interés por la historia general, en concreto por cómo empezó la raza humana. Gracias a la investigación sobre el ADN sabemos mucho acerca de los asentamientos humanos dispersos por todo el planeta.
En otras palabras, tenemos una base genuina para una historia del mundo. Entre los historiadores ha habido una ruptura con la tradición eurocéntrica u occidentalcéntrica. Otro desarrollo positivo, principalmente de los historiadores de las Américas y, en parte, también de los historiadores postcoloniales, ha sido la reapertura de la cuestión de la especificidad de la civilización europea o atlántica, y del auge del capitalismo. Kenneth Pomeranz y The Great Divergence, etcétera. Me parece muy positivo, aunque no se puede negar que el capitalismo moderno surgió en algunas partes de Europa y no en India o China.
P. Si tuviera que escoger temas o campos todavía sin explorar que presenten grandes desafíos para futuros historiadores, ¿cuáles elegiría?
R. El gran problema es uno muy general. En virtud de los estándares paleontológicos, la especie humana ha transformado su existencia a una velocidad asombrosa, pero el grado de cambio ha variado enormemente. Algunas veces se ha movido muy despacio, algunas veces muy deprisa, algunas de manera controlada, otras no.
Claramente, esto implica un creciente control sobre la naturaleza, pero no deberíamos afirmar que sabemos adónde nos conduce. Los marxistas se han centrado correctamente sobre los cambios en el modo de producción y sus relaciones sociales como los generadores del cambio histórico. Sin embargo, si pensamos en términos de cómo “los hombres hacen su propia historia”, la gran pregunta es esta: históricamente, las comunidades y los sistemas sociales han apuntado hacia la estabilización y la reproducción, creando mecanismos capaces de mantener a raya saltos perturbadores hacia lo desconocido. La resistencia contra la imposición del cambio desde afuera es todavía un factor importante de la política mundial actual.
¿Cómo, entonces, unos seres humanos y unas sociedades estructuradas para resistir el desarrollo dinámico aceptan un modo de producción cuya esencia es su interminable e impredecible desarrollo dinámico? Los historiadores marxistas podrían investigar con provecho el funcionamiento de esta contradicción básica entre los mecanismos que traen el cambio y los preparados para resistirlo.
Eric Hobsbawm es el decano de la historiografía marxista británica, y probablemente el mayor historiador vivo. Su mirada es universal, como lo muestran sus libros La era de la revolución y La era del capitalismo. Uno de sus últimos libros es un volumen de memorias autobiográficas: Años interesantes, Barcelona, Critica, 2003. Esta entrevista especial fue publicada por la New Left Review, traducida al castellano por el diario argentino Clarín, 23 mayo 2010.