23:49 / 12 de mayo de 2012
Hay pocos lugares en el mundo donde podemos volver a ser lo que alguna vez fuimos: seres de la naturaleza. Uno de esos lugares es la Amazonía, donde los animales son la encarnación de los espíritus de nuestros ancestros, y el arco iris es el puente que une el mundo de arriba con el de abajo; donde la serpiente es un rayo de colores que desparece entre la hierba y el follaje; donde el viento es el velo de una novia que recorre las pampas y las selvas; donde los ríos son los caminos y las señales que los dioses marcaron para que nunca nos extraviemos; donde los peces son nuestros hermanos y el cielo es habitado por los guerreros de la aurora.
De ese lugar nos habla Pablo Cingolani en su último libro: Nación Culebra, una mística de la Amazonía, editado por el Foro boliviano sobre el medio ambiente y desarrollo, que reúne poemas, impresiones de viajes, postales, narraciones y crónicas. Pablo, a quién conocí hace más de dos décadas cuando yo era director de la Biblioteca del Congreso, es un argentino que optó por amar a nuestro país; y de las montañas de Los Andes pasó a las pampas y las selvas de la Amazonía boliviana. Su amor se expresa en cada uno de sus textos, tanto así que a veces me parece que le estuviera escribiendo a su compañera.
Nación Culebra es el testimonio de un ser humano que siente que la selva amazónica es la última frontera, y que si no la defendemos hoy, mañana será muy tarde para hacerlo. Y no lo hace desde la mirada de un explorador, sino que ha buscado ser él mismo parte de la solución y se asume como un habitante de ese espacio mítico y místico. Pablo Conoce el territorio desde hace más de diez años, lo ha caminado, lo ha navegado, se ha perdido entre los árboles y los ríos y se ha encontrado en sus hermanos indígenas amazónicos. Y mientras se encontraba a sí mismo los ha escuchado, ha oído las voces de los chamanes, de las mujeres, de los pescadores, de los cazadores, de los niños y de los ancianos. Los ha escuchado y ha aprendido de su sabiduría, de sus saberes como decimos ahora. Sabe que no es uno de ellos y lucha para que los reconozcan como tal, siente que luchando por la preservación de este espacio se ganará su lugar entre ellos.
Y su lucha ha logrado primero que lo conozcan y luego que lo reconozcan como si fuera uno más en la Nación Culebra. Pablo le canta a la naturaleza y a los hombres y mujeres de la Amazonía, su poesía es lúdica, es sincera, es simbólica, mística, y siempre nos cuenta algo, siempre tiene algo que decirnos, algo que revelarnos.
Al terminar de leerlo, me acordé de un texto mío en El cazador de sueños que dice: “Si antes no escribimos poemas fue porque la poesía residía en la naturaleza que nos rodeaba y concurría generosamente a los diálogos cotidianos. Ahora escribimos porque necesitamos el poema para recordar esa poesía y, es el lenguaje, las palabras, las que nos hacen habitarla y nos inventan en el mundo. La poesía propicia el encuentro”.
Y este libro de Pablo nos hace reencontrarnos con lo que nunca debemos dejar de ser: seres humanos que pertenecen a la naturaleza.