De los Andes a los Andes, de la tormenta a la tormenta, del frío al frío, de los pueblos de la montaña a los pueblos de la montaña: esta puede ser una variante de síntesis para un viaje que acabo de realizar. El detalle es que la travesía incluyó el territorio de dos países: Bolivia y Argentina. Uno se pone a pensar en lo innecesario que resulta indicarlo cuando de lo que se trata es de la misma unidad geográfica, histórica y cultural.
El objetivo del viaje era encontrarme con un amigo que el sí arribaba de otro ámbito y otra vivencia: la que escenifica la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores. Pero, para quien suscribe, se trató de un viaje dentro del mismo espacio: el que alienta la cordillera de los Andes, el espacio andino, la patria de la piedra y de los Señores de las Piedra, el mundo coya, el mundo quechuaymara, el Kollasuyu, como deseen llamarlo.
Es una patria tremenda la patria de la piedra. Es dura, difícil, cuesta entenderla, pero es un país de esencias evidentes, de contornos muy nítidos, de raíces que se hunden en el mismo suelo: a cada paso de la geografía, se advierte la herencia cultural, la marca de la historia grande y de las historias de vida de sus moradores.
Tanta carga provoca cortocircuitos. De ahí que la frontera político-administrativa entre los dos países, huele a imposición colonial y capitalina, a algo que está de más, que sobra, molesta, que no tiene otro significado que el de una presencia que hostiliza, divide, separa, de manera aparatosa y artificial lo que está unido, amalgamado, cuajado desde hace milenios.
No entiendo y no podré entender jamás el porqué de estas barreras entre los pueblos, entre los cactus, entre los cerros.
De hecho, tras dejar atrás el epicentro burocrático (el argos de control instalado entre las hermanas separadas Villazón y La Quiaca), pusimos rumbo hasta el hito 16 del límite binacional y allí no hay nada: no hay gendarmes, no hay policías, no hay oficinas de migración, no hay que mostrar cartoncitos plastificados, no hay aduana, no hay manos que te abren los bolsos, no otras manos que te revisan, no hay carteles que hablan sobre el tráfico de drogas, la trata de personas o los alimentos que puedes llevar o traer, no hay que hacer colas, no hay mástiles, no hay semáforos, no hay carteles que dicen aquí es aquí y allá es allá, en suma: no hay nada de todo lo que perturba la continuidad geográfica y humana de los Andes. Salvo el solitario hito, cerca al cual armamos una apacheta, para compensar y equilibrar la cosa.
En el hito 16 del límite argentino-boliviano, de un lado y del otro, se yergue la mole del cerro Chaupi Orco (la montaña del medio) que en la cartografía oficial figura como cerro Branqui.
—Ese nombre se lo pusieron los milicos, ¿qué cosa significará?—me responde y me pregunta un lugareño y nos ponemos a conjeturar toponimias en broma para que una vez más uno termine constatando la más simple y profunda de las verdades: la geografía la determina la gente que la vive, no los mapas ni los sabios; el territorio es real y horizonte para hombres y mujeres de carne y hueso, no de las burocracias apergaminadas que lo desconocen; la tierra es de los pueblos, que la sienten, que la nombran como quieren, porque simplemente es suya, porque allí están ellos y nadie más.
A un lado y al otro lado del cerro Chaupi Orco, no hay carteles que indiquen dónde queda el destino ni menos los kilómetros que faltan para recorrerlo. Hay churquis y cactus por todas partes y la gente que los ama y sus cielos y sus ríos y nada más que desmienta que aún existen lugares verdaderos.
Rio Abajo, 9 de enero de 2014