Abro los ojos con mucho esfuerzo y miro al cielo, para ver si continúa lloviendo, ya queda poco de la tarde. Es difícil sacudirse la modorra, a pesar de ello, algo hace que tome un impulso y salga.
El frío húmedo es penetrante, aunque seguramente la temperatura no es tan baja. Inicio la subida, atravesando charcos, escapando de las nubes cargadas de humedad. Algunas gotas caen sobre mi rostro, pero el cielo no llega a descargarse.
Las calles, casi vacías, revelan la pereza del feriado. Ha quedado atrás el frenesí del comercio navideño, unos comprando compulsivamente y otros explotándose para aprovecharlo. Reina un bucólico silencio.
Pedaleo rauda, no quiero que la noche caiga antes de que inicie el retorno. Voy por el camino del costado y luego tomo la avenida principal, hasta llegar a las elegantes urbanizaciones privadas. Allí termina el asfalto y empieza el empedrado. Doy vuelta y el espectáculo de colores inunda la vista. Grises y azules del cielo se mezclan con una variedad de tonalidades de amarillos con pinceladas naranjas. La tarde lluviosa del verano paceño no se parece al fin del día primaveral, cuando el sol se pone en una algarabía de rojos que incendian las nubes.
En dirección opuesta, los últimos monjes del Valle de Las Animas se dirigen al Oficio de la Tarde, transformando las montañas en un animado monasterio. El escenario de fondo es el cielo encapotado. Seguramente debaten sobre la Liturgia de Vísperas, si el cántico será del Antiguo o Nuevo Testamento, quien leerá la Biblia y si al mismo tiempo entonará el Magnificat de la Virgen o la oración conclusiva. Algunos de ellos caminan un tanto encorvados, se detienen a momentos, mientras otros agitan los brazos. Uno de ellos, más pequeño, parece que intenta hacerse escuchar, mientras los últimos guardan silencio.
Abajo, en la calle, los pocos transeúntes no parecen notar el movimiento en el cielo. Miro otra vez el firmamento, donde empiezan a vislumbrarse las estrellas y me integro al ritual. Me quedaría allí para siempre, siguiendo a los monjes en su recorrido, compartiendo sus ritos, entregándome a la meditación o al pequeño espacio de bullicio monacal. Pero ya estuve en otro sitio de Las Animas, pasando muchas horas con el doctor de cabello alborotado, quien se convenció de que las pulsiones que laten en mí, son solo las del agotamiento. Las confidencias más íntimas solo las escuchó Anahí, la hermosa golden retriever que escapaba de sus cachorros, mientras yo lo hacía de mis recuerdos. Juntas subíamos a los farallones, buscando rutas antiguas o sitios donde encontrar la energía que necesitábamos, ella para lidiar con sus exigentes retoños y yo para reencontrar el equilibrio.
Mientras tomo un poco de agua y cierro bien la chaqueta polar que llevo puesta, alzo la mirada nuevamente hacia los monjes, concentrándome para llamar su atención. Desde las alturas seguramente se ven mejor la ciudad y lo que pasa en ella. Y tal vez ellos pueden ver también a las personas, sus planes y hasta lo que sienten. El día de Navidad, escuchaba palabras de amargura. La sensación era de habernos dado de bruces por no saber edificar el otro mundo que supusimos posible. Y ahora, perdido el amor al mítico líder a quien entregamos nuestras esperanzas, estamos perdiendo otra vez la alegría.
Recuerdo la sensación de vergüenza e impotencia que nos inundaba hasta el 2003, cuando el pueblo se levantó. Luego vino la emoción de formar parte de los cambios que gestábamos. Nos asumíamos parte del proceso, desde el lugar donde estábamos, prestos a entregar ideas, documentos, sugerencias, incluso ocurrencias, como la del traje del presidente para la ceremonia de asunción de mando en Tiwanaku, para la que se abrieron comentarios en algún blog de entusiastas.
Nos sorprendimos con la intolerancia a la crítica, la impaciencia para escuchar, interrumpiendo los escasos minutos que éramos recibidos por intermitentes llamadas en los celulares. Aquellos que antes luchaban por los espacios de participación, parecían enfadados y poco dispuestos a debatir las acciones para generar los esperados cambios. Queríamos pensar que era solo falta de experiencia y por ello nos dispusimos a esperar pacientemente la evolución política y personal de los nuevos detentores del poder. Pero el tiempo no tardó en mostrarnos la realidad.
Bajo cortando el viento que zumba en los oídos y castiga la piel, mientras se me contraen las manos aferrando la empuñadura del freno. En otras ocasiones, es el momento de las ideas, de las determinaciones que se inspiran en el encuentro con las montañas. Es cuando recupero la intrepidez, cuando sé que encontraremos nuevos caminos. Hoy es solo la Oración del Final de la Tarde.
He salido de Las Animas pero volveré al Oráculo una y otra vez.