Hay un hambre que fecunda en nuestra América: challamos, nos comemos los sueños, se multiplican los panes compartidos comunitariamente. Los antiguos siempre están. Pero pareciera que cíclicamente madurara una desnudez sin nombre para los que estamos vivos y se hace palpable el revés de la trama: la pallka de un río sin orillas, la danza de muerte y vida movilizando nuestro estar en el mundo. Hay una sensación en la piel, toda la noche en que se velan las mesas de las ofrendas, como de algo oscuro que se rasga similar al nacimiento de un niño.
Esta poética de la muerte y la vida hermanadas tiene implicancias políticas continentales. Cada Fiesta de Todas las Almas, una Patria o Matria Grande común, una América Profunda, se palpa desde México hasta el nororeste argentino, donde vivo. Las fronteras se abren a un territorio no fragmentado y hay un materialismo que se vacía. No es poco hacer sabrosa a la muerte, cuando el capitalismo se sustenta a partir de la negación de la muerte y el miedo.
No es poco que lo impalpable sea el centro de la vida comunitaria, cuando el neoliberalismo nos impone tener para ”ser alguien”. Toda conquista comienza con una imposición cultural, desde el celo de los españoles por “extirpar idolatrías”, hasta el actual bombardeo mediático para el consumo de Halloween. Y si apuntan a lo mismo, no es casual: en esta Fiesta hay un centro que sacraliza el mundo desde una mirada propia, rito o arte total que vincula lo humano con la Madre Tierra, nuestro presente con los olvidados de la historia, el tiempo de los Santos Difuntos al tiempo del Carnaval.
Vivos y muertos comemos el mismo alimento. La boca es un nido húmedo de recuerdos, una emoción queda ahí esperando decirse. La identidad es un sabor, por los caminos domésticos, vitales, creadores de pueblos, cotidianos y femeninos, de mercados, fogones y ollas comunitarias. Por esas sendas regresan nuestros muertos, potencia oscura con la sustancia del rayo, la Tierra se dispone gozosa y llueve, todo en una sola danza. Nuestros muertos preñan los símbolos, trazan otra geografía sobre el territorio, fertilizan los sueños con luz propia, para caminar con corazón, con la mirada de adentro. Las ofrendas comidas por nuestros abuelos, son luego medicina, un pensamiento seminal que iluminará nuevas sendas vitales. Comen de nosotros los recuerdos, el sabor es un poema de la materia antes de ser reintegrada a la materia, es la prueba contundente de que la vida no termina en la muerte. Todo lo que cae es infinita posibilidad de transfiguración, las semillas son recuerdos para renacer. Muerte aquí es otra cosa, es estar desentramado, con el alma a secas, viviendo al margen de la poesía y la historia.
Durante este tiempo fuerte, la palabra de un amigo, el sabor íntimo de una ofrenda, el recuerdo olvidado que se hace vívido, la presencia de alguien que trae una estrella, el olor de la primera lluvia, un alacrán en la cabecera de la cama, tres pájaros que entraron a la casa al amanecer, un colibrí cerca del fuego, la copla que brota, la flor perfumada de un cardón, una piedra encendida, la palabra de un sueño, la lágrima que no podemos evitar, todo pierde materialidad y nos sumerge a un mar de relaciones profundas, de símbolos ancestrales que se hacen personales, hacia nueva vida.
Es pura felicidad que esta Fiesta nos una a bolivianos y argentinos del norte, quizás cambien algunos sabores y formas, aquí en muchos lugares se amanece cantando coplas, pero el sentimiento comunitario es el mismo. Me hace pensar que ser argentino es llevar mucha ausencia. La que descendió de los barcos y no regresó, no cultivó la memoria, no se hizo consciente de estar en América; también, esa raíz originaria, negada, silenciada, desvalorizada, asesinada incluso con método. Los 30.000 desaparecidos de la dictadura y todos los mártires de la historia argentina que murieron por ideales de libertad, justicia y dignidad. Pero la Fiesta de Todas las Almas me ayuda a hacer de cada ausencia un recuerdo encendido, un sol nocturno iluminando nuestro destino de fronteras abiertas.
Como dice una copla recopilada por el gran poeta norteño Manuel J. Castilla:
qué pena me da la muerte cuando de su calavera siente crecer en silencio la flor de la primavera
Publicado en la revista Punto Aparte, dedicada a las Ñatitas
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