22 Oct
2013

Caminos para desandar los desiertos globales

 

La novela fue escrita y publicada en la década de los 70, durante la lucha de Colombres junto a los pueblos originarios de Ecuador, en los intentos históricos de fundación de la CONAIE[i], una gesta heroica y dolorosa en medio del Amazonas y la masacre de las dictaduras latinoamericanas, que produjo el encarcelamiento, expulsión del país y el exilio del autor a México. Esa intensidad, ese compromiso inclaudicable por la causa de América, esa mística que es nuestra poética profunda, impregnan cada palabra de la novela. Pero recién ahora esa obra fundamental se ha publicado en su país natal, y está recorriendo una entrañable gira de presentación por su “patria” del noroeste argentino. Esta novela me está dedicada con el sabor de una historia americana que se nos hace carne: “por las andanzas compartidas, tanto en la acción transformadora, como en las letras, que nombran lo real desde los encantamientos del rito”.

Y aquí Colombres nos da una clave de lectura: contar nuestra historia desde la profundidad del mito, esa médula de sentido donde nacen los relatos de las identidades verdaderas, capaces de estimular los necesarios ritos colectivos de transformar la realidad y liberarla. Así, la novela narra los dolorosos caminos del maíz a partir de la conquista de América, la masacre y la codicia del despliegue del capitalismo, prolongada en los inicios del estado-nación y su invención del “Desierto” que continúa el genocidio de pueblos originarios (conocido por los argentinos tan dolorosamente) hasta lo que hoy denominamos: la Segunda Campaña del Desierto, la de la soja transgénica y sus nuevos holocaustos de diversidad biológica y cultural.

La historia transcurre en Santiago del Estero, elegida por Colombres como fragmento del holograma de América, emblemática provincia argentina del noroeste que pasó de ser sobreabundante cuna de ciudades fundadas por los españoles, al territorio más pobre y despoblado del país. Proceso acelerado a comienzos del siglo XX, por el desmonte de sus quebrachales, fuente de “oro rojo” -el tanino- y durmientes de ferrocarriles, perpetrado por empresas inglesas y el abandono del Estado, en la lógica extractiva que nos somete a las dependencias de la hegemonía transnacional.  Santiago del Estero sigue en el desequilibrio de esa violencia, pero resiste heroicamente a partir de organizaciones campesinas como el MOCASE[ii], el resurgimiento de su identidad indígena Tonocoté, además de la profundidad cultural de su territorio. Acaso tanta destrucción fue compensada por los mitos que siguen vivos en la vida cotidiana de los santiagueños, el tiempo mágico que hoy sigue donando su música y es el corazón del folclore del país, la imantación que aún persiste en sus fiestas populares, como la de San Esteban (celebración medular que tuve oportunidad de registrar para un documental y se narra en la novela) o la Marcha de los Bombos, como una compensación de la cultura y el poder seminal de “estar en el mundo”, al decir de Rodolfo Kusch.

La novela está escrita en una coralidad ritual de diversos personajes vivos y muertos, en un tiempo circular, con la densidad del habla popular, en su tierna profundidad quechua. La voz del narrador es la voz de la tierra, que continúa más allá de todas las destrucciones. Es una urdimbre mostrando la agonía y la resistencia de la cultura del maíz, a partir del avance de un desierto parido por el monstruo del progreso y el desamor. Una voz poética, sobreabundante y mítica, que va a las causas profundas del poder que devela la infecunda posesión de la tierra o la mujer, y las nuevas máscaras de la conquista.

Para los pueblos originarios de América, el cuerpo erguido del hombre, es semejante al cuerpo del maíz, la sangre del hombre alimenta al maíz, y no a la inversa.  Los antiguos dioses americanos, olvidados y hambrientos por el genocidio de los pueblos originarios y la aculturación, van a devorar implacablemente todo lo que intentan construir en el territorio santiagueño, que va poblándose de ánimas, de penas, de deseos de libertad, de la sangre de los quebrachos. En la novela, la  muerte del maíz parecería ser el final de todo, sin embargo, queda su indestructible espíritu vegetal, una endotopía, la utopía íntima de su identidad liberadora, su esperanza, la voz de la tierra que aún salitrosa y esquilmada, alberga salamancas: un espacio de resurrección.

Todo es desmedido en Viejo camino del maíz: el amor y el desamor, el desierto y el agua. Se presenta un territorio implacable de sed, sal y sol ardiente sin mediaciones, con brotes de maíz al abismo de la extinción, o pasiones humanas que no encuentran su abrazo para hallar paz, que el agua no podría aliviar y ahonda destructivamente: desbordando ríos, desbaratando casas de adobe, ahogando plantas y animales, desenterrando los huesos de los muertos, penetrando la vida con el hedor de una historia de violencia y saqueo.

Vivos y muertos entretejen sus fragmentos de tiempo y reconstruyen el rostro del territorio santiagueño, el sentido profundo de su historia. Así se emparenta la novela a las grandes obras del continente, como Pedro Paramo, de Juan Rulfo. Pero Colombres utiliza un lenguaje más poético y una oralidad deslumbrante para expresar una dialéctica visceral: los muertos serán conscientes que se irán descarnando lentamente hasta ser el corazón del mundo, hasta entender el misterio del amor y el origen de tanto dolor multiplicado en sus vidas. Muertos y vivos poblarán el desierto desandando los pasos de su historia, ya abiertos, tratando de entender los laberintos de su tragedia, sin poder desprenderse de la tierra que ofrendaron con su sangre y sus pasiones. Este diálogo de vida y muerte construye una visión donde comulgamos con las ánimas, repoblando las ausencias de nuestra historia.

La novela se estructura en cuatro partes, como un mandala desarmando toda posibilidad de linealizar el tiempo desde una perspectiva única. Se entretejen los orígenes, cuando el territorio estaba habitado por comunidades en reciprocidad con la Madre Tierra, “sin hambre ni desiertos, se oía a los morteros sonar sin descanso” (…) “se cosechaba maíz y quínua en abundancia: tal era la armonía del mundo.” Cuando los conquistadores “robaron el alma”, cuajando “todos los equilibrios, desbaratando el universo”, despreciando la vida y el diferente, violando a las mujeres. Cuando nace el enojo del sol y del desierto. Cuando se despliega vida y pasión de Salustiano Ramírez, final de una estirpe de conquistadores, devenido en señor feudal santiagueño, y Martina, joven y hechicera criolla, heredera de la cultura originaria, quienes vivirán una trágica historia de amor, transgrediendo leyes y lealtades, donde la mayor será no haber amado con el corazón libre. Acaso hubieran matado al insensible dios del poder que endurece a los hombres con sustancia de desconocida piedra.

Así se asiste a la lenta agonía del territorio como espacio sagrado, a la escasez del maíz y el crecimiento del desierto por los caminos rituales del amor territorial. Hasta que “llegan los nuevos tiempos”, las luchas de liberación de los 70, de la recuperación de las semillas, de reencontrarnos con la totalidad de nuestro cuerpo mutilado y reinventar la mirada en las futuras espigas del maíz.

Una escena especialmente conmueve y nos alivia: cuando Salustiano, el macho que pactó con el Supay de la codicia, ya muerto, se encuentra con uno de los indígenas que había matado y castrado, y siente su dolor profundamente, indeciblemente, y le dice: “perdóname hermanituy”, el muerto termina humanizándose, descarnando el sin sentido de la matanza, unidos por el amor del territorio, donde el Viejo camino del maíz nos permite renacer y empezar a contar una nueva historia.

Valle Hermoso, Salta, octubre de 2013.

[i] Confederación de Naciones Indígenas de Ecuador. Al retorno de la democracia, Colombres regresa a la Argentina, y junto a Eulogio Frites, continúa el trabajo de apoyo a las luchas de pueblos originarios de América, asesorando en la redacción de la Ley Nacional 23.302, de política indígena y apoyo a las comunidades.

[ii] Movimiento Campesino de Santiago del Estero.

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