22 Oct
2013

Sandia, Perú: el camino del corazón

1.

Los Kallawayas (o Callahuayas), los dueños de los secretos de la naturaleza, los médicos itinerantes de los Andes, los terapeutas del cuerpo y del alma universal, formaron un señorío en las cabeceras de los valles orientales del Sur Andino. Su capital era Sandia.

“Los que cargan y los que llevan” (el nombre significa algo así), se organizaron en un territorio de fantasía, donde confluyen cinco pisos ecológicos diferentes, desde la puna árida a más de 4800 metros de altura a los bosques y yungas del trópico y la selva misma, la más vasta del mundo.

Esta naturaleza singular y diversa, fue su laboratorio donde estudiaron las plantas, los animales y los minerales y donde aprendieron a curar.

Por ello, fueron los médicos oficiales del gran estado incaico del Tawantinsuyu y su prestigio era tal que eran los encargados de portar a los Incas en sus literas, como lo muestra Guamán Poma en sus dibujos. Los Kallawayas sirvieron como intermediarios entre los señores del Cuzco y los pueblos de la selva amazónica, aquellos que fueron conocidos con el nombre genérico de Chunchos.

Hacia el siglo XII de la era presente, organizaron su propio señorío, luego del declive del imperio teocrático de Tiwanaku. Escribe Thierry Saignes que el Kurakazgo de los Kallawayas estaba dividido en dos mitades: la mitad superior formó la provincia de Hatun Carabaya (Carabaya La Grande; cuyos territorios hoy forman parte de la República del Perú). La cabecera era Sandia y eran importantes los pueblos de Ollachea y de Ayapata; el señorío tenía relaciones fluidas con el Kollasuyu, hay documentos que prueban el traslado a Phara y a las minas de oro de mitimaes desde el Collao.

La otra mitad era Calabaya la chica, la mitad inferior, y tenía por capital a Charazani e incluía los pueblos de Moco Moco, Carijana y Camata, la puerta de entrada al valle cocalero de Apolobamba, donde el Inca trasladó trabajadores para la producción de la hoja sagrada desde la lejana y norteña Chachapoyas. En la actualidad, estos territorios forman parte de Bolivia.

Hoy una frontera los divide, una raya, un límite: hace bien un gringo llamado Michael Schulte en hablar de la “región kallawaya”. Siempre fue una sola, de un lado y del otro de la actual línea demarcatoria. El nombre (Kallawaya, Callahuaya, Carabaya que es su castellanización) quedó también a ambos lados: en Perú, designa a la cordillera (que, en Bolivia, se denomina Apolobamba) y a una provincia; en Bolivia a los descendientes de este pueblo histórico y que siguen ejerciendo sus labores de médicos itinerantes. Pero el alma del territorio sigue siendo la misma y el destino, lo sabemos, tiene también un rostro compartido porque son el mismo pueblo y las mismas montañas, la misma raza y las mismas piedras, separadas por los abusos de los dominadores, sean estos los que llegaron cruzando el mar o los que se refugian en las capitales, en sus despachos y en su visión burocrática de las relaciones entre los pueblos.

Será por eso, porque la historia es común y el futuro que llega también lo es, que cada vez que voy por Sandia me siento en mi casa, habito mi hogar. Allí están mis amigos y mis hermanos. Los Juvenales y los Augustos. Allí también están los herederos de los señores Kallawayas.

2.

Allí nació Juvenal Mercado Vilca, mi hermano del alma, mi compañero de rutas, mi amigo de Sandia, que un día inesperado me envió un tesoro que quiero compartir con quienes así lo deseen.

Son un conjunto de fotografías que muestran la belleza del territorio donde vino al mundo, que nos revelan la singular geografía de una región donde hemos compartido nuestras huellas, nuestros destinos, nuestras búsquedas y que por él, por su familia, sus amigos, y por Lars Hafskjold, ya está marcada a fuego en la piel de mi corazón, ya está signada como un destino de ida permanente (uno nunca abandona los lugares queridos) en la cartografía más íntima de mis sentimientos más hondos.

Amigos y amigas: tengo el honor de presentarles a Sandia, Departamento de Puno, República del Perú. Lo que es lo mismo que decir la raíz profunda de la América nuestra; en el punto exacto donde confluyen una historia que seduce y la magia de esa historia arrasadora, como los aludes que se precipitan de esas montañas colosales que verán y que me erizan la piel al volver a contemplarlas; en el centro de mi mirada, mis convicciones, mis arraigos y que espero, hermano, hermana, que te motive igual, te comprometa igual, te conmueva igual como a mi me sacuden esas fotos como si me brindasen un poco del torrente del bravo y amado Inambari que ya también verás, como una cinta de plata imposible en medio de esas moles de piedra que parecen inconmovibles.

Las piedras hablan, decía el gran Arguedas: a ver lo que te dicen estas que están fotografiadas. Allá abajo se encuentra Sandia, en una de ellas la verás, la podrás intuir a la distancia, debajo y al frente del camino que —si te animas a recorrerlo— puede llevarte hasta allí (de sólo verlo, un rasguño en la ladera verde, ya estremece, ¿no?) y visitarlo al Juvenal que siempre tiene un abrazo, una cama y un vaso de cerveza para recibirte y hacerte sentir como si estuvieras en casa.

Por ese mismo camino, ingresó Lars Hafskjold a la selva. Si tú prosigues y bajas, más lejos y más adentro, está la gran foresta del Planeta Tierra: está la Amazonía, la tierra del gran río y las mujeres guerreras. Saltas de la cuenca del Inambari y accedes a la del también mítico río Tambopata y de allí, si lo deseas, nadie puede detenerte hasta Lisboa o hasta Noruega, de donde vino Lars. En 1997, conoció a Juvenal y siguió su ruta: San Juan del Oro, Putina Punco, San Fermín, el río Colorado, la búsqueda de los Toromonas.

Mi dios, Juvenal: ¡Cuantas huellas, cuantos latidos, cuántos brillos arrastra ese camino a Sandia, carajo! De las lagunas altiplánicas que verás, tras haber cruzado la Apacheta de Sayaco —en el corazón del corazón de las montañas de Carabaya—, se abre esa quebrada imponente, tan profunda que es imposible que no penetre hasta el fondo de tu espíritu: allí está Sandia.

Por allí, anduvo Tunupa, el Cristo que buscaba redimir los Andes. Se internó en las selvas de Carabaya y allí construyó su cruz de chonta, la madera más dura y resistente de todas. Se le enredó en sus cabellos y la cargó a cuestas, y la llevó hasta orillas del lago mayor, el Titicaca, hasta Carabuco, donde la depositó y donde puedes también buscarla. Después, dos sirenas lo sedujeron desde las aguas y se internó en ellas, para abrir un cauce por el desierto, hasta los volcanes y los salares.

Un día, esa ruta de Tunupa, de Lars y de todos nosotros, se nutrirá con los pasos de otros hombres sabios, de otros caminantes, de otros buscadores. Es el camino del corazón, del mío y a lo mejor del tuyo: allí sobra la salud para la mente y el espíritu, hay muchos secretos que descubrir y no sólo puede mojarte la lluvia incesante —una bendición de la Pachamama para los Andes orientales— sino inundarte la belleza, la paz, el reencuentro contigo mismo.

Un día, tal vez, te animes. La encares para Sandia, Puno, Perú. Desde Juliaca, sigue el camino de tu corazón. Cuando llegues, pregunta por el Juvenal, por el “chuncho” Mercado, por mi hermano, mi jilata, mi cumpa: te mostrará el meteorito que tiene latiendo en su puerta. Te lo digo en serio: tiene un pedazo de planeta en el umbral. Así que anímate: Ve y descúbrelo. Como quería El explorador de Kipling: anda a ver que hay detrás de las montañas. Allí está Sandia.

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Fobomade

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