Cuando era un vagabundo de estampa y méritos —de alma, vagabundo uno es o no es, aunque a veces no se ejerza— Camiri me seducía como una palabra mágica, algo mítico, como decir liquidámbar o percebes. Camiri era mito porque fue teatro de sucesos que tuvieron que ver con el foco guevarista, con la guerrilla del Che Guevara, allá el 67. De allí que para un chango andariego y argentino como era quien suscribe, llegar a Camiri era parte de una peregrinación por esa piel donde se había escrito la historia, y no cualquier historia.
Fue entonces que blindado de esas ilusiones, cargando una de esas mochilas de mierda que usábamos en los ochenta (eran de armazón de fierro y te rompían literalmente la espalda) y un aparatito de música donde tenía metido un casete de Caetano Veloso y que escuché cien mil veces porque era el único que tenía, llegué por primera vez a Camiri.
La canción que más recuerdo de ese único casete se titulaba, simplemente, Peter Gast. Era un homenaje a ese músico alemán que fue muy amigo de Nietzsche. Caetano apenas pulsa su guitarra, apenas se oye de fondo, cuando canta con voz de gato, con voz de duende, con una voz que no podés olvidarla jamás “la música silenciosa de Peter Gast”, y te aseguraba que él es “un hombre común, que vivirá y morirá como un hombre común”.
Era alucinante escuchar la voz felina de Caetano rasgando el aire de la selva por donde el camión traqueteaba rumbo a Camiri, y más cuando decía que su corazón de poeta lo lanzaba a tal soledad, “que às vezes assisto /A guerras e festas imensas…” y era así, sencilla y simplemente así cómo nos sentíamos nosotros —Fabián, el amigo que me acompañaba y yo— en la travesía, mientras avanzábamos cómo se podía —en camión multitudinario o en un jeep desvencijado de Yacimientos, caminando, vadeando ríos, durmiendo en pleno monte— desde que habíamos ingresado a Bolivia, desde Yacuiba.
Sucedía esto: esos años, una crecida del Río Grande —el mismo río donde la habían emboscado y destripado a la Tania, a Joaquín y al resto de su columna de guerrilleros—, se había llevado el puente, el turbión se lo había llevado puesto con las vías del ferrocarril y la trocha para que crucen los carros… entonces, lo que ahora —carretera pavimentada mediante— se hace en horas, nosotros demoramos en concretarlo 12 (sí, doce) días. Eso nos demandó enlazar Yacuiba con Santa Cruz de la Sierra, el año del Señor de 1986.
Se imaginan el clima de irrealidad real que se vivía en Villa Montes o en Tigüipa, por anotar dos pueblos de los que íbamos dejando atrás, con este semi aislamiento forzado del resto de Bolivia. Para cruzar el Río Grande, se usaban unos botes de morondanga que había que ser muy capo o muy temerario para pilotearlo en esas aguas de marzo, donde la corriente era todavía muy fuerte y restos del antiguo puente creaban olas y remolinos que te daban miedo, de verdad te asustaban, pero esas eran las guerras y las fiestas que nos prometía Caetano y si estábamos allí era para celebrarlas y librarlas una por una.
Antes de eso, un día, cualquier día, llegamos a Camiri. Hacen ya casi tres décadas, Camiri es obvio que no era lo que ahora es: una ciudad intermedia que crece. Camiri el 86 era un pueblo perdido entre el Chaco y la serranía, donde se respiraban aún los ecos trágicos de la saga de los alzados. A nosotros nos pasó lo que contaré, que pinta bien esa atmósfera.
Encontramos una librería de colegio y entramos sin muchas esperanzas de hallar lo que andábamos buscando: un mapa. Pero lo increíble es que nos vendieron uno: era el mapa político oficial de Bolivia pero de 1958, cuando gobernaba Siles Zuazo. El mapa, ahora, tiene cumplidos sus primeros 55 años, pero ya era una joya cuando lo tuvimos en nuestras manos, aquella vez en Camiri. Es una carta hermosa, de edición cuidada, como se hacían antes, porque los mapas en ese mundo pasado, solían ser útiles, y si no servían para nada —como prueba Graham Greene en su magistral crónica africana titulada Viaje sin mapas—, al menos, solían ser bellos. Este lo sigue siendo, ya que no sólo lo conservé, ajado y dañado un poco, sino que lo siento así: reliquia al fin y al cabo, el primer mapa que tuve de Bolivia.
Resulta que los dos changos andábamos deleitándonos con la lectura cartográfica, admirando los nombres de tantos lugares desconocidos pero tan evocativos ellos —a mí, y es sólo un ejemplo, me sigue sonando a música, a pura música, un topónimo tan repetido como Cochabamba, ¡queríamos ir hasta esa música!—, cuando fuimos rodeados (sic) por una patrulla militar, encabezada por un capi-tan pero tan acucioso que de lo que más quería saber era porqué andábamos con un mapa, con ese mapa. Que íbamos a hacer con el mapa. De dónde habíamos sacado ese mapa.
Defendimos nuestro derecho a portación de mapas, y tras haber sido requisados y anotados en un libro del día del lugar a donde nos condujeron los milicos —un puesto de guardia, supongo—, nos dejaron ir. Nos fuimos hasta el río a bañarnos, luego el día se fue disolviendo y esa sinfonía maravillosa que componen grillos y chicharras empezó a sonar en esa playa, frente a esas aguas, donde de yapa y para que el goce sea infinito, apareció una luna entera, por detrás de esos árboles que se habían convertido en una muralla negra, misteriosa y eterna en el recuerdo.
Ya de noche profunda, nos volvimos al pueblo a ver si encontrábamos alguna cerveza para celebrar tanta fiesta experimentada y sentida, cuando encontramos a uno de los milicos del puesto, un suboficial, atacando a un anticucho. De puro zarpados, nos arrimamos con un par de botellas ambarinas y comenzó la conversa, la típica fraternidad entre “hombres comunes” como cantaba y cantaba Caetano.
El “zumbo”, ya en confianza, nos contó porque el capi-tan pero tan intrigado estaba por el bendito mapa. Forasteros viendo mapas en Camiri aún era sospechoso. Aún olía a foco y a guerrilla. Nos cagamos sanamente de risa con nuestro nuevo amigo uniformado de la paranoia del capi-tan pero tan decidido de volver a los combates contra los invasores rojos. Cuando nos despedimos del milico, Camiri dormía profundamente mientras la luna llena besaba las tejas de los techos, la plaza abandonada y las alas de los murciélagos que eran los únicos que se habían quedado allí, tomando el fresco de la noche.