Y entonces vos vas, acudes, y mientras lo vas haciendo, el tiempo parece cesar, suspenderse en lo inmemorial, fluir hacia el principio de todas las cosas, porque la figura del coloso se impone y te guía por las punas, te ilumina por las pampas gélidas, te va calentando el alma con esa presencia infinita, que va ocupando todo tu espacio visual pero sobre todo tu espacio emotivo.
Y si tuvieras tres ojos, o cuatro, todos convergerían, todos mirarían igual, el solitario estar de la gran montaña, del cerro más alto, del cerro solo, imperturbable y solo, en sus dominios de arena batida y nieve volcánica, solo en su tremenda dignidad de alzarse así, en esa indescriptible y legendaria soledad del Sajama, que lo vuelve tan singular y que conmueve en extremo.
Y tan solo por sentirlo así, por dejar que ese sentimiento penetre adentro nuestro, uno va, uno se arrima hasta sus faldeos, para que la montaña se agite en el interior de lo que más nos nutre, y raigal e invencible, se instale allí para siempre y dentro tuyo crezca una certeza tan grande como ella misma, tan fuerte como las queñuas que la eligieron como morada, tan alta como su cumbre, y ya no esté tan sola porque ya son dos Sajamas: uno, el de la estepa azul-silencio de los Karangas; el otro, el tuyo propio, el que se metió dentro de tu cuerpo, y si tú en verdad lo anhelas, será tu brújula allí donde vayas.
La manera más linda de llegar hasta el Sajama, antes que construyeran la carretera a Tambo Quemado, era simplemente perderse. Vos te internabas en el altiplano, y te ibas perdiendo, siguiendo el rastro de un río seco, te desorientabas, tras el encanto eterno de algún chullperio sin sed, te seguías extraviando, dejando atrás vicuñas en fuga o aldeas devoradas por la arena y el frío, te perdías, simplemente eso. Y cuando más lo estabas, cuando más te sumergías en las soledades tan aterradoras y tan felices que empezaban más allá de Caquiaviri, más allá de Nazacara, más allá de los rojos cañones del río Mauri, más allá de ningún lado hacia ninguna otra parte, allí siempre estaba él –Jacha Tata Sajama– elevándose por encima de las abras y de las vegas, elevándose por encima de las ciudades de piedra que crió y labró la Gran Explosión Telúrica cuando reventó el Anallajchi -otra montaña poderosa que parece tallada a mordiscos de gigante-, elevándose por encima del bien y del mal, y guiándote, conduciéndote, amparándote.
Cuando empezaron a construir la carretera, a principios de los noventa, a mi me gustaba ir hasta Curahuara de Carangas, donde habían instalado un gran campamento de obreros, y las noches de hielo se poblaban de bares improvisados y de ebrios y de historias que cuenta la gente sencilla, que son las más lindas de todas las historias, porque son contadas con el corazón, y su destino no es otro que alimentar la fraternidad, que es el estado más puro y más deseable de humanidad.
Allí, en Curahuara, una noche, lo conocí a Calisaya –tan sólo así, lo registré en mi bitácora-, al suboficial Calisaya, del regimiento de escaladores acantonado en el poblacho, próximo a la montaña mágica, y la historia que me contó, veinte años después, sigue siendo para mí una de las historias más tristes de todas las que escuché por los caminos de la vida y de la tierra, pero a la vez una de las más entrañables, por vivida, por sentida, por ser una historia de hombre cabal, de hombre duro y áspero, de un hombre de verdad.
Es la historia de un hombre que llora por un motivo supremo. Es la historia de un hombre que debe, al fin, llorar. Es una historia que, yo sé, le encantaría escuchar al “Cacho” Soria y tal vez la oiga allá arriba, porque las palabras sinceras, yo también lo siento, conmueven hasta a los que finaron, si los recordamos con afecto. La historia que me contó Calisaya era su propia historia.
La historia de Calisaya, del suboficial Calisaya, era una historia de amor, pero no de cualquier amor, sino de un amor verdadero, profundo y develador, era el amor que Calisaya tenía por la montaña, por su montaña: por el Sajama. La había trepado cien veces y tanto andarla, tanto mecerse, primero comenzó a admirarla, y luego, conmovedoramente y sin remedio, a adorarla. Y ahora, que estaba a punto de cumplir cincuenta y pico de años, el médico de la guarnición, le había dicho al Calisaya que no podía subirla más, que no podía exigirle más a su cuerpo los 6500 metros de altura de su amada, que sino cualquier rato, su corazón fallaría y que moriría, así fuera en sus brazos de nieve, pero moriría. Y entonces, como una señal de eso que no es más que el desenlace del destino que se destranca y se desencadena, Calisaya se puso a llorar, se puso a llorar delante de mí, se puso a llorar como sólo lloran los hombres que sienten un dolor implacable, irreversible.
En otro escrito, lo conté así: “Lloraba Calisaya y me abrazaba / Un milico en el medio de la estepa y de la noche me abrazaba/ y ahí entendí que un hombre solamente llora cuando no lo dejan pelear más, cuando le quitan lo que más ama.
Calisaya, como yo, amaba las montañas y no se imaginaba su vida sin ellas. Hermano, le dije: imagínate esa luna en la cumbre del cerro –el viento de los Karangas me partía la boca. Imagínate esa luna y que va con vos hasta la cumbre del cerro. Siempre estarás allí. Siempre vas a estar allí para mí, Calisaya” (de Balada con lunas llenas)
¿Qué habrá sido del suboficial Calisaya? No lo sé, como tampoco no sé porqué también estoy llorando mientras termino de anotar estas palabras.