“Solamente la mitad de las cosas se me aparece, y la otra mitad desaparece.
Un espacio se cierra, y otro se abre –un mundo se enciende, y otro se apaga.
Recuerdo y no recuerdo; siento y no siento; miro y no miro.Pero, ello no obstante, todo se está.”
Jaime Sáenz[i]
Profundas texturas simbólicas relacionan: cuerpo que danza – diversidad – economía – tiempo sagrado, cuya vivencia desde dentro de la cultura andina nos devuelve otra imagen del territorio que habitamos y que hace doscientos años se dio en llamar Argentina. Estar compartiendo muy cerca de mi familia boliviana y jujeña el tiempo sagrado de encuentro en las fiestas de carnaval o las procesiones, y la conversación con amigos y miembros de las distintas colectividades bolivianas de Salta, Jujuy, Tucumán, Mar del Plata, Buenos Aires, Cochabamba y La Paz, intensificada a partir de la producción de un libro y dos documentales realizados junto a Adolfo Colombres[ii], me permitieron ir desenterrando la visión de un territorio americano y andino vivo en el substrato de la cultura popular argentina. Una visión invisibilizada por la profundidad de su origen y por el proyecto cultural de la generación del 80 que imponía a los “habitantes del suelo argentino” el molde europeo. Invisibilizada también durante la última dictadura militar por el superficial nacionalismo que entierra la dimensión continental de la gesta sanmartiniana y su dignidad libertadora. Invisibilizada por el neoliberalismo de los 90 y las vergonzosas declaraciones y legislaciones xenófobas, que intentaron tapar con el prejuicio de que “los bolivianos nos vienen a sacar el trabajo”, la realidad de la desocupación como síntoma estructural de las políticas económicas de la globalización. Pero debajo del “suelo argentino”, la tierra americana forja desde tiempos milenarios hasta la actualidad, otro modo de estar en el mundo, una cultura de reciprocidad que teje otras relaciones económicas, sociales y sagradas desde la diversidad del territorio. Ese substrato, esa textura simbólica, es una experiencia popular, una visión poética que hay que saber ver debajo de los brillos de los trajes del carnaval, debajo del manto de las vírgenes, debajo de los rostros andinos y se bebe en un vaso de chicha.
“Me transporta, es una emoción doble”, “siento que arde mi pecho al bailar”, “si dejara de bailar es como si me quitaran el aire”, me dicen visiblemente emocionados varios jóvenes, hijos de bolivianos nacidos en la Argentina –Nataly Rueda, Javier y Leonardo Durán- quienes integran diversos cuerpos de baile de Cuyawadas, Morenadas, Tinkus y Caporales, con una argentinidad reconocible en el modo de hablar y una sangre encendida desde otro lugar en el modo de decir. Danzas que son una obra teatral en movimiento, conquistando el espacio público, dando visibilidad a lo negado, porque en cada traje, color, diseño y coreografía anida un sentido, un sentimiento, una historia, tanto social como personal. Movimiento que enlaza territorios distantes, nuevas relaciones con la memoria, y un modelo económico que trama otras redes sociales de contención para jóvenes, desde donde no sólo se sustentan los costosos trajes, sino el resto de las necesidades de la vida. Movimiento que integra lo sagrado y lo cotidiano. Misterio del movimiento en semejanza al misterio de la vida. “Mi hijo a punto de morir se curó milagrosamente durante el baile que ofrecimos a la Virgen de Urkupiña”, comparte hasta las lágrimas Juan Durán, quien dirige la comparsa de caporales más antigua del norte argentino, con la dignidad de un guerrero que supo ganarle a toda la exclusión simbólica, económica y social de la discriminación salteña, donde la palabra “boliviano” puede ser un descalificador social, y recuerda que antes tenían que salir “enmascarados” a bailar las danzas andinas en los corsos de Salta. Y ahora, en tiempos de nuestro Bicentenario, más de cinco mil bailarines de las comunidades bolivianas danzaron en homenaje cubriendo la Avenida de Mayo, en una de las manifestaciones culturales más destacadas por la prensa de ambos países.
Reciprocidad social y con la tierra, nos enseña Josefina Aragón, una coplera joven de 76 años, que llegó de Bolivia a la Quebrada de Humahuaca, cuando era una niña. Con una vitalidad deslumbrante me llevó al Huáncar de Tres Cruces, cerca de la “frontera”, un mes antes de los carnavales, para pedirle permiso a la Tierra para poder cantar y bailar, “nosotros no venimos a divertirnos nomás, sino a agradecer a la Madre Tierra, por eso le corpachamos, le hacemos ofrendas de coca, chicha, alimentos naturales… quien cree en la Tierra no pierde su centro, nos enfermamos porque estamos descentrados”. Revelación de encontrar en la periferia de lo hegemónico, el verdadero centro, que nos pide poner el cuerpo para restablecer el vínculo sagrado con la Madre Tierra y la experiencia colectiva del baile y canto andinos. Los Huáncar son extraños y misteriosos cerros de arena casi dorada, lugares sagrados desde tiempos milenarios, “Salamancas” donde los músicos adquieren la fuerza de su voz y el tono de los instrumentos, y me canta Josefina sobre el regreso, una copla, como un secreto:
“si querés cantar conmigo
primero andate al Huancar
hazte firmar contrato
con el diablo principal”.
La fiesta, el tiempo sagrado por excelencia de los pueblos, teje el ritmo de las idas y venidas de los habitantes de Nuestra América, que no perdieron su memoria profunda. Ritmo que construye otros imaginarios sobre el territorio que habitamos y que las fronteras políticas no pueden cercenar. Los bolivianos, sus hijos y nietos argentinos, como en general, los nacidos en el noroeste, viajan periódicamente, en cuanto las condiciones económicas y de la vida lo permiten, a los lugares significativos: su pago, un santuario de peregrinación, un lugar donde se exprese la cultura andina a través del baile, el canto, las comidas y bebidas tradicionales, para actualizar y fortalecer su relación con la tierra y lo sagrado, lo familiar y lo social. A veces, el tiempo se prolonga más allá del deseo y regresan después de 20 años, como Damián Quiroga Condorí, de la colectividad boliviana en Lules, Tucumán, “con un profundo dolor, porque nos cruzamos por el camino y no nos pudimos reconocer con mi propio hermano”. Estas peregrinaciones de la memoria personal y colectiva tienen hondas raíces en los modelos de reciprocidad de la cultura andina. Para peregrinar –como para conocer Nuestra América- hay que poner el cuerpo, caminar el territorio, compartir el transporte público, danzar con los trajes de la memoria, al ritmo propio enlazados a los de la diversidad, para ser un nosotros, con centro propio que nos transfigure y nos haga más plenos. El Tawantinsuyo, esa visión integradora del territorio, es una gran síntesis de un largo desarrollo cultural que cubre más de cinco mil años, y el noroeste argentino sigue viviéndose de ese modo y nombrándose como Collasuyo. En la cultura andina existió una temprana concepción del valor que posee habitar territorios ubicados a distintas alturas. Peregrinar por la diversidad era -y sigue siendo- la condición necesaria para la vida. Incluso existieron pueblos andinos que a lo largo de la historia –incluso durante la colonia y hasta ahora- asumieron el rol específico de garantizar la circulación de las producciones culturales, entre los que se destacaron los Kallawaya, que unían en sus recorridos los bajos valles tropicales, las tierras altas del altiplano y zonas lacustres del Titicaca, los confines del norte del Perú y Ecuador, los oasis costeños chilenos y el noroeste argentino. Su actividad itinerante aseguraba no sólo la complementariedad de los bienes de subsistencia sino también los elementos ceremoniales para las fiestas sagradas, los conocimientos medicinales y los diversos mundos simbólicos. Las relaciones comunitarias andinas tienen como base la diversidad, tanto ecológica como étnica, desde una poética de la complementariedad, vinculando las tierras de arriba y las de abajo, el Urkusuyu, -región del cerro, seca y alta- con el Umasuyu -región del agua, baja- creando distintas relaciones sociales y económicas que continúan hasta la hoy, como el tinku -encuentro de contrarios-, el kuti -alternancia de contrarios-, ayni -ayuda mutua-, chuyma -conciencia afectiva-, entre muchas otras. La reciprocidad andina, ese modo múltiple de construcción del lazo social que se opone de raíz a la individualidad del neoliberalismo, garantiza la inclusión social, construye un centro propio y pone en movimiento a la cultura, que se ilumina con luz propia durante las fiestas populares donde los mercados bolivianos –incluso los más recientes creados durante la crisis argentina del 2001- también son manifestaciones de ese substrato andino.
Se comprueba fácilmente que las migraciones de nuestros hermanos latinoamericanos están unidas a las coyunturas generales de Nuestra América, donde la brecha de exclusión se aumenta por determinados procesos globales y hegemónicos, ante los cuales es necesario construir conciencia histórica y cultural de nuestro territorio común. ¿Cuándo los argentinos dejarán de ver fantasmas sobre el territorio y se adentren con todo el cuerpo en la identidad diversa de nuestra herencia para ser más plenamente ellos mismos? Como nos invitara Manuel J. Castilla, el gran poeta del norte argentino, “entren conmigo a lo hondo de la noche”.
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