¿Y qué es Brasil? ¿De qué hablamos cuando hablamos de Brasil? Una primera caracterización objetiva es decir que hoy Brasil alberga una de las economías más grandes del mundo, lo cual, desde el vamos, es un dato real, frío y que debería ayudarnos a sacar algunas conclusiones igualmente objetivas y sobre todo lógicas.
La más obvia es la siguiente: vivimos en un sistema-mundo anclado y dominado por el modo de producción capitalista, en su etapa imperialista-globablizada, y con un marcado predominio y gravitación de la actividad financiera como ordenador y disparador de la codicia, el saqueo y la agresión violenta que siempre han caracterizado al capitalismo. Este es otro dato de la realidad-real: no hace falta ir a estudiar a Harvard para saberlo.
Ahora: si decimos que Brasil es en la actualidad una de las economías más grandes del mundo, no estamos diciendo otra cosa que Brasil es hoy una de las economías capitalistas más grandes del mundo. Y si entendemos a cabalidad la lógica más precisa de esta definición, deberíamos atar al carro del capitalismo brasileño, todas las maldades que el capitalismo intrínsecamente conlleva. ¿Sí o no?
No hay un capitalismo bueno y un capitalismo malo. Y menos que menos un capitalismo “serio” como es el que se ha venido vendiendo desde las cúpulas gubernamentales de Brasilia desde que el gobierno de Fernando Hernando Cardoso (FHC), implantó el modelo, que luego siguieron, continuaron y profundizaron Lula y Dilma.
Para demarcar ese capitalismo “serio” a la brasileña baste destacar algunos hechos históricos relevantes que lo signan. Uno, muy fundamental, tal vez el más atrevido: el impulso a la IIRSA, a la Iniciativa de Integración de la Infraestructura Regional de Sudamérica. Fue FHC, precisamente él, quien la presentó en sociedad a sus pares continentales en una reunión en el palacio de Planalto, el año 2000.
Ese año de catapulta de la IIRSA, el único presidente sudamericano de entonces que mostró sus dudas y reparos frente a la iniciativa fue Hugo Chávez. Eran otros tiempos pero la disputa entre Chávez y los mandamases brasileños se abrió y no cesaría. La sospecha de Chávez era una sola: detrás de FHC, estaban los yanquis (el capitalismo MMT: el Más Malo de Todos). Detrás de la política brasileña, estaba el Consenso de Washington. No se equivocaba.
Y la guerra de movimientos se desató. Alterado el panorama político sudamericano, Chávez avanzó sin titubear hacia el liderazgo regional cuando mandó el ALCA al carajo (el 2005, en Mar del Plata, Argentina) y cuando afianzó la UNASUR (el 2006, en Cochabamba, Bolivia, con Evo Morales ya como presidente boliviano y Néstor Kirchner como primer mandatario argentino).
Más allá de las sonrisitas, los abrazos y las fotos de circunstancia, los brasileños se vengaron de Hugo cuando Chávez y Kirchner lanzaron la iniciativa para la construcción del llamado Gran Gasoducto del Sur, que uniría Venezuela con Argentina, pasando también por Bolivia.
Este proyecto sentaba las bases de una política (energética) soberana e integradora hacia adentro del espacio sudamericano, era un claro desafío al IIRSA tal y como era y es impulsado por los brasileños, y fue saboteado, desde el principio, por Petrobrás, quien perdería terreno e influencia en un país clave para su poder y desenvolvimiento: Bolivia.
Para terminar este análisis rapidísimo pero espero que sustancioso de aquello que hay detrás de un nombre, habría que anotar lo siguiente: detrás de la IIRSA, detrás de FHC, Lula y Dilma, detrás del “milagro” económico brasileño, detrás del nombre de nuestro vecino, se encuentra el componente específico más definitorio y explicativo de todo: la burguesía paulista, la burguesía de San Pablo, la gran burguesía más dinámica, agresiva y ambiciosa de toda Latinoamérica (incluyo a México) y que es, en síntesis, de lo que hablamos cuando hablamos de Brasil.
Cuando Brasil y sus gobiernos hablan de integración, están hablando de la integración que precisa la burguesía más rancia de nuestro continente (heredera incluso de la aristocracia portuguesa que arribó a estas playas, producto de la invasión napoleónica en la primera década del siglo XIX), y a la vez, la que está demostrando, junto con la burguesía china, los mejores atributos de gran burguesía en este mundo de BRICs y viejos y nuevos imperialismos.
En América del Sur, si hablamos de ponerle un freno al capitalismo salvaje, hay dos herramientas que son excluyentes para hacerlo: una unidad desde abajo (pueblos) y hacia adentro (mercados internos) y un cerco a la burguesía paulista que es la que más ha complotado y lo seguirá haciendo –con su cancillería en Itamaraty, con los gobiernos federativos que asumen sus intereses como propios- contra los actuales procesos nacionalistas, que en mayor o en menor grado, vive nuestra región.
Bolivia, con su gas, alimenta el frenesí expansivo de la gran burguesía paulista. Eso es una realidad y es, en la base, un fenómeno económico. Sin embargo, debería también ser vuelto a calibrar como el fenómeno geopolítico que es, pero en la perspectiva antes señalada, la de la integración que necesitan los pueblos y no la de la integración que imponen los negocios de la burguesía más transnacionalizada y más transnacionalizadora de América Latina.
Un buen ejercicio puertas adentro sería desmontar el fatalismo que ronda al gas –o vendemos gas o nos jodemos- y potenciar cada vez más y mejor un modelo económico no dependiente de la exportación del hidrocarburo. Esto no es inventar el agua tibia: era parte de la propuesta programática del MAS-IPSP para las elecciones del 2005. Los motivos son bastante simples, aunque cueste asumirlos, incluso a muchos funcionarios del propio gobierno plurinacional: en Bolivia, más allá de los calores políticos, hay un proceso diferenciado o que debería serlo (ya que la matriz y los componentes son diferentes) del proceso brasileño que estamos describiendo a grandes trazos. Hay que cortar el cordón umbilical con ese Brasil de eslóganes y frases hechas. El accionar de Veja y otros medios de comunicación brasileños, la concesión de asilo a Pinto, esta última denuncia de requisa al avión de Celso Amorim y tantas otras chicanas políticas, hay que leerlas en los contextos aludidos.
Más allá del actual vínculo económico sustancial con Brasil, en Bolivia debería primar un solo valor: el de la independencia nacional. En política, hay que tratar de pensar siempre con los pies sobre la tierra y entender que cuando hablamos de Brasil, hablamos de la burguesía paulista y de sus socios continentales y trasnacionales: ese es el enemigo principal del pueblo brasileño, del proceso autónomo boliviano y de la unidad sudamericana, de una Sudamérica Unida que es nuestra única garantía de sobrevivir al siglo XXI y que debe tener a Brasil como uno de sus dínamos incuestionables, pero al Brasil del Pueblo, no al Brasil de los empresarios privados, al Brasil de economía mixta y no al Brasil, potencia capitalista.