Cuando era un niño, Brasil era tierra de misterios. Era el lugar desde donde el tío Yaco, que trabajaba en un circo de trapecista, le enviaba unos bombones riquísimos a mi abuela Gianna. Y un día, le mandó de regalo un avión, un avioncito a escala. A mis tres años, con ese avión volando sobre la cama, mi mamá me hacía dormir la siesta, contándome esta historia, una y mil veces: que el avión se caía en medio de la selva, que algunos pasajeros sobrevivían, que buscaban cómo salirse de allí y regresar a sus casas. El embrujo de Brasil. Creo que esa historia, me marcó toda la vida.
Ya más grande, aunque seguía siendo un chico, empecé a entender que los brasileños eran diferentes, y no sólo porque eran los únicos que hablaban portugués y tampoco por cuestiones de futbol.
El problema eran los generales brasileños. Esto se lo conté tal cual a Mathias Luce, un experto en el asunto y gran amigo: crecí con la teoría del subimperialismo metida en la cabeza, hasta se lo estudiaba en la escuela esos años del peronismo con Perón; sabíamos que los dictadores brasileños —que habían usurpado el poder en 1964, pioneros continentales— eran los agentes de los yanquis en América del Sur y esos días de fervor nacionalista, eso era igual a traición.
Ya adolescente, me volví militante político y puteamos lindo al gobierno brasileño de entonces (Sarney), porque allí lo capturaron y lo extraditaron a la Argentina, en 1985, a nuestro comandante, “el Pepe”, Mario Eduardo Firmenich, y eso corroboraba lo anterior: que los mandamases brasileños eran unos títeres del imperialismo. Habíamos llorado por Tancredo, pero nuestro amigo allí se llamaba Leonel Brizola, gobernador de Río de Janeiro.
Pasaron algunos años, y me vine a vivir a Bolivia: aquí viví una experiencia completamente opuesta a la que había vivido más al sur. Aquí al Brasil se lo respetaba, se lo admiraba, incluso se lo quería, como si el subimperialismo no existiese, se difuminase en el aire. Nunca lo entendí, pero lo fui entendiendo conociendo el país, y viendo cómo Brasil, en muchos lugares, no terminaba en el límite internacional, sino que seguía adentro de Bolivia.
Allí estaban los ganaderos brasileños, los soyeros brasileños, los garimpeiros brasileños…Uno de los primeros trabajos de documentación audiovisual que hice fue precisamente en las Araras, en el río Madera, allá en la provincia Federico Román, en el departamento de Pando. Fuimos a grabar un documental paradójico, para la propia Corporación Minera de Bolivia. Las dragas brasileñas eran tantas que, de noche, semejaban una ciudad flotante. El río Madera no era un río binacional, era un río ilegal, un río de depredadores, un río capturado por el capitalismo salvaje. Eso fue el año 1989.
Vino luego Fernando Henrique. Resulta que FHC era un tipo respetable en los 60s porque él con Faletto, habían teorizado sobre la dependencia económica y la necesaria ruptura con el imperialismo, si queríamos liberarnos. Como presidente, empezó a hacer todo lo contrario, lanzando la IIRSA e instaurando el modelo económico que, religiosamente, siguió Lula y luego Dilma. Un modelo capitalista de concentración agresiva, globalizado con decisión y exportado incluso a otros continentes.
Consecuencia: hoy Brasil posee una de las economías más fuertes del mundo —o eso dicen las estadísticas, y eso aplauden los hombres de negocios. Pero parece que eso, lo de Brasil potencia planetaria, al pueblo, a la gente, no le importa mucho. Las protestas masivas que sacudieron a nuestro vecino, dicen que hay ahogo en la economía familiar y frustración social y que ni organizar el próximo mundial de futbol y las olimpiadas sirven para consuelo, menos para circo.
Aparte de Mathias, tengo varios otros amigos brasileños, uno del alma. Celebro la música de Brasil, no podría vivir sin escuchar a Caetano o a Ney Mattogrosso. Me encanta Drummond D`Andrade y su poesía. Darcy Ribeiro es uno de mis referentes intelectuales. Amo Brasil, amo a sus pueblos indígenas: supongo que lo que sucede allí, es algo peligroso, es un reflejo, puede que sea anticipatorio, cruelmente anticipatorio.
Escucho que la gente decía en las calles: no vivimos de cifras, ni de grandes negocios privados, ni de acuerdos comerciales, ni mucho menos de las trasnacionales, aunque nos digan que son nuestras. Siento que la gente se calentó porque el sueño que le vendieron por medio siglo, acelerado en los últimos tres lustros, se hizo trizas, y lo peor: no tienen otro.
Tal vez, lo que quieren no es que les sigan machacando aquello de “o mais grande país do mundo”. Tal vez lo que desean es sólo un país para ellos, un Brasil para todos los brasileños, pero irreversiblemente para los de abajo, un Brasil hecho a la medida de sus anhelos y de sus necesidades. Un Brasil más pequeño pero mucho, mucho más justo. Es muy simple de entenderlo, ¿o no? ¿No es acaso lo que queremos todos?