Los militares argentinos de la década del 70 del siglo pasado fueron unas bestias asesinas, genocidas con su pueblo, sádicos hasta el final. Pero igual teorizaron —en eso, hasta fueron más sutiles que los yanquis, sus maestros—y alguno de ellos, no recuerdo quién, pero declaró que tres ideas habían desquiciado al mundo y las enumeró: el psicoanálisis, la lucha de clases y la teoría de la relatividad.
Como los nazis, los inspiradores de unos y de otros, me refiero a los militares argentinos y a los yanquis del pentágono y del departamento de estado que los alentaron, los uniformados del sur le echaban la culpa de todo a tres seres humanos de origen hebreo: Freud, Marx y Einstein. Al primero, por subvertir la intimidad, al segundo por descomponer la sociedad, al tercero, por mandar al carajo el universo. Antisemitismo puro y duro, aunque seguramente hay varios que siguen pensando igual.
Esto que cuento, a mi me hace reflexionar, pensar un poco, un poco nomás —en el fondo, creo que Don Valery tiene la razón.
Lo que me hace pensar es esto: ¿Cuáles fueron las ideas que verdaderamente cambiaron al mundo? Voy a intentar una respuesta para compartirla con ustedes.
Cuantitativamente, creo que sólo hubo tres grandes ideas. Sólo tres. Voy a evitar, desde ya, de aludir a ideas técnicas —como la invención del fuego. Quiero referirme a ideas como ideas, o sea abstractas (¡yanquis go home!), dándole poder al mero hecho de ser eso. Ideas. No al hecho de inventar un condón con putas de acero. Entonces, echas estas salvedades, vamos.
La primera gran idea que transformó el planeta fue la idea del dios único y que su residencia no era el Olimpo, una montaña como el Illimani o el Everest, sino el más allá, el cielo, como quieran llamarlo.
Que haya un solo dios y no una multiplicidad de ellos —como en todas las culturas originarias de la Tierra—, resolvió la compleja cuestión de la fe entre los seres humanos, la simplificó, la volvió accesible, comprensible, la volvió ecuménica y masiva: tan masiva que, hasta hoy, la idea del dios único es mucho más aceptada que la idea de la Coca Cola que muchos creen que es más comprada que Dios.
Mentira: dios único ha llegado allí donde el capitalismo aún no ha llegado. El motivo es muy simple: las ideas llegan antes que las cosas, las ideas llegan antes que los paquetes, las ideas son más poderosas que las cosas y que los paquetes.
Puede que no haya Coca Cola, ni kétchup —otra buena oferta del mercado—, pero siempre habrá un dios único para consolarnos, siempre habrá un más allá donde ese dios nos acoja —versión paraíso, tal cual más o menos lo conocemos todos, para los católicos y los judíos; versión paraíso recargado con las ḥūrīyah, las jóvenes perpetuamente vírgenes que te ofrecía Mahoma, para los islámicos.
No sabemos quien tuvo esta idea. Fue el emergente de los desiertos de lo que hoy conocemos como Medio Oriente, tuvo voceros proféticos, perseguidos, crucificados. Según Nietzsche, fue San Pablo el que organizó la idea, pero no fue él quien la tuvo.
Esta idea del dios único tuvo un mérito histórico indudable: acabó con el poder hegemónico del mundo de la antigüedad occidental en su momento, acabo con el famoso Imperio Romano. Esto significó acabar con la suma de la corrupción estatal, con el relajamiento absoluto de los usos y costumbres, con un despotismo que se carcomía por dentro. Por algo, el emperador Teodosio la declaró como religión oficial y prohibió los cultos paganos. Eso no evitó la caída del mayor imperio territorial de la historia del mundo, pero hizo que la primera gran idea de la historia, perviva, hasta hoy. La elección de un papa popular, como lo es el señor Francisco I, dice que la idea sigue viva, y que seguirá librando su propia batalla.
La segunda gran idea no nació en Palestina como la anterior, sino que nació en Inglaterra, nació en esa isla que yo no quiero nada. Pero a los judíos lo que es de los judíos y a los sajones lo que es de los sajones.
La idea de una ley humana, igual para todos, nació allí, en la isla europea que está cerca del continente, cruzando el canal que hoy todos conocemos como el canal de La Mancha.
Sucede que ya vivíamos bajo el imperio de la ley del dios único —la ley divina— y faltaba su contraparte humana: la ley de los hombres. Ya habíamos abolido el panteón de los seiscientos mil diosecitos paganos, ¿cómo viviríamos entre los hombres de carne y hueso, entre los hombres terrenales que todos creían en el dios único pero sufrían el despotismo y la crueldad de los reyes que se consideraban electos por el dedo de Dios, por la mano de Dios, por el brazo ejecutor de la divinidad?
Esta fue la segunda gran idea: la Magna charta libertatum (“Carta magna de las libertades”), lo que la historia conoce como La Carta Magna de 1215.
El rey —el elegido del dios único, según él— tuvo que aceptar el poder del pueblo, que en esa época no era tan pueblo, ya que estaba representado por los nobles pero que también se habían cansado del poder omnipresente de la primera gran idea.
La segunda gran idea —que hasta hoy rige los destinos de la humanidad— dictaba toda la carta de derechos que seguimos construyendo hasta hoy —como gnomos de los derechos, como enanitos de lo que eso significa: que la firma de un papel, los garantiza.
Sin embargo, allí está el poder de la segunda gran idea: democracia y mercado que hoy dominan al mundo, derivan de ella. Los hombres (y las mujeres) somos todos iguales, aunque en la realidad, no lo seamos un comino.
Otra vez lo mismo: la segunda gran idea no tiene un autor definido, no hay a quién adjudicársela. Así como San Pablo organizó la iglesia del dios único, habría que decir que fue la Revolución Francesa de 1789 la que universalizó esta idea, la idea de la carta de derechos, la idea de la igualdad y la fraternidad entre los seres humanos, en tanto eso: seres humanos.
Esa idea, sigua hasta hoy, y la democracia, así como la idea del dios único, vende más, mucho más que la puta Coca Cola. Hoy, todo el mundo pide, exige, se inmola, por sus derechos. ¡Vivan los derechos!
La tercera gran idea que cambió al mundo, aquí coincidimos con los militares argentinos, la tuvo el alemán Charly Marx. Y en esto los militares de mierda tenían razón: la idea era verdaderamente subversiva ya que desmentía a las otras dos grandes ideas que habían cambiado al mundo —ahora, al mundo entero, ya que el colonialismo ya se había impuesto en América, en África y en Asia, ya se habían mundializado las ideas del dios único y de la ley constitucional para los hombres.
Marx, un filósofo, un pensador, un hijo de la gran puta para todos los poderosos, fue el “ideoso”, valga el término, de la tercera gran idea que cambió al planeta.
En esto, hay que diferenciarla de las otras dos: la tercera idea, tiene nombre y apellido, las otros dos, nacieron socialmente; en el fondo y por algo, han sobrevivido: las dos primeras grandes ideas más masivas de la humanidad son ideas populares en suma, nacieron del pueblo en lucha contra la injusticia, y nacieron como tales: como ideas. La tercera idea nació de la pluma y el cerebro de un intelectual, de un genio. Y aún, hay que probar que sea una buena idea.
La idea del genio Marx —porque era un genio, eso nadie lo puede dudar— fue poner en duda a las otras dos ideas y proclamar —en un estudio irremplazable que se titula El Capital: que la existencia de los pobres estaba determinada por la existencia de los ricos. Los pobres no eran naturales, eran históricos, eran culturales, estaban económicamente condicionados por la manera de organizar la economía, es decir, entonces y ahora, por el capitalismo.
Es decir: que en el mundo donde supuestamente imperaba el dios único y la carta de derechos para todos, las cosas no funcionaban como deberían porque existían los ricos. Mejor: porque ese dios único y esa carta de derechos, en realidad, trabajaban para los ricos, eran para ellos, sólo para ellos. Peor: estableció, y lo probó, y vaya si lo hizo, que el mecanismo de reproducción de ese sistema-mundo se llamaba plusvalía, lo que los ricos le robaban a los pobres en nombre del dios único y la carta constitucional de los derechos que los defendía. E hizo algo peor: llamo a los pobres a rebelarse contra ese sistema injusto que las dos otras grandes ideas que habían cambiado la historia del mundo, habían promovido. Dijo: pobres del mundo uníos, acabad con los ricos.
Un ruso, un hombre durísimo como son todos los rusos —criarte con 40 grados bajo cero en el invierno, te vuelve necesariamente un hombre duro—, un ruso llamado Vladimir Illich Ulianov, el San Pablo del comunismo, hizo que las ideas de Charly Marx se volvieron realidad y las convirtió en lo que la historia conoce como la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la otrora famosa U.R.S.S. Vladimir Illich Ulianov es más conocido como Lenin.
Tal vez, digo tal vez porque todo esto es una reflexión y una conjetura, pero tal vez, digo, fue en esos años, entre 1917 y 1924 —los años entre que Lenin y los bolcheviques toman el poder en la Rusia zarista y Lenin muere, muere prematuramente como acaba de morir Chávez— que la humanidad, la humanidad en toda su expresión humana, fue más feliz que nunca. Una idea se irradiaba al mundo entero. Una idea totalmente justa. Se produjo la síntesis entre las tres grandes ideas que tuvimos, que se universalizaron.
Como sea, alguien, muchos o todos me van a cuestionar esto: ¿qué mierda tiene que ver la Revolución Rusa —que fracasó, históricamente sucedió así, el traidor de Gorby mediante— con la idea de la carta de derechos, la idea del dios único y la idea de que no tiene que haber más ricos? Bueno, en todo caso, esa es la cuarta gran idea a parir. Y tiene que surgir del pueblo, de la gente. Por eso, a modo de entrometerme, escribo lo que escribo.
La pregunta que todos deberíamos intentar contestar es la siguiente: ¿por qué la gran idea 3 que tuvo la humanidad es la única que no ha perdurado?