El hecho es histórico y de repercusiones múltiples para Guatemala pero no sólo para ella: es histórico y esperanzador para todos, para el mundo, para el planeta Tierra, pero sobre todo para América Latina, y especialmente para sus pueblos indígenas y aquellos que son sensibles y/o comprometidos con su causa y con la defensa de sus derechos: Ríos Montt —el militar y dictador que asoló Guatemala en la década de los 70 y 80 del siglo pasado— fue condenado a 80 años de cárcel.
La sentencia es la primera que se dicta por el cargo, liso y llano, de genocidio. La primera que se dicta en el hermano país centroamericano, pero la primera, a la vez, que se sanciona en América, donde generales genocidas conocimos y conocemos muchos.
Ríos Montt y las tropas que él comandaba cometieron genocidio contra el querido pueblo Maya de Guatemala y, entre los delitos aberrantes e inconcebibles que lo prueban están haber ejecutado masacres premedita y alevosamente, asesinar de manera sádica e indisimulada, rociar con gasolina y quemar personas vivas, formar filas para que las tropas violen a las mujeres indígenas y luego las maten, despedazar los cuerpos de sus víctimas, amputar a machetazos brazos y piernas de hombres y mujeres, cortarles las lenguas, orejas y narices, degollar bebés, arrancar los fetos a mujeres en estado de gestación, todo lo cual está absolutamente probado y documentado.
Para que puedan dimensionar el tamaño del horror que se vivió en Guatemala no hace falta sino remitirse al internet y buscar información sobre el genocidio padecido (incluyendo el Informe de la Comisión de Esclarecimiento Histórico de la ONU, presentado en 1999), para enterarse lo que el racismo, la discriminación y la tolerancia y la permisividad social de los no indígenas pueden engendrar: matanzas colectivas y exterminio de comunidades enteras, con la secuela de tierra arrasada; el fuego y la asfixia como instrumentos de tortura, el ahorcamiento y la quema de seres humanos como métodos rápidos de ejecución; el empalamiento, la crucifixición y la mutilación como formas atroces de tortura y también de asesinato; otras formas de tortura de gran crueldad y larga duración como fueron hoyos, pozos, fosas fecales, reclusión con cadáveres en estado de descomposición; civiles forzados a matar a sus familiares y vecinos; violencia indiscriminada contra la niñez y contra la mujer, violencia sexual contra estas últimas: el listado resulta tan aberrante y escalofriante que cuesta anotarlo. Si esto no fuera suficiente para condenar a Ríos Montt al infierno, también se han reportado casos de antropofagia y coprofagia entre las fuerzas militares a su mando.
Seríamos injustos con la historia si no contextualizáramos todo lo anterior en el marco de la Doctrina de Seguridad Nacional (DSN), que propició el Pentágono y el Departamento de Estado norteamericanos esas décadas de plomo y odio contra los movimientos y gobiernos populares de América Latina.
En la Guatemala de Ríos Montt, tras haber sido aprendida e inoculada en la Escuela de las Américas y otros centros yanquis de formación militar, la DSN fue aplicada en su máximo grado conocido de dureza y crueldad.
“Enemigos interiores” —la esencia de la DSN y el sustento ideológico de una guerra no declarada contra nuestros pueblos— fueron todos los que no estaban con los militares, y especialmente el Pueblo Maya, sólo por el hecho de serlo. Por eso, la táctica de tierra arrasada fue tan utilizada: para que no quede nada, ni la memoria de las comunidades indígenas que buscaban ser desaparecidas de la faz de la tierra, y sus habitantes, aniquilados, eliminados sistemáticamente, uno por uno.
Lo mismo sucedió con aquellos que intentaron resistir: no hubo prisioneros para las tropas de Ríos Montt, así como también eliminaron a defensores de los derechos humanos (incluyendo aquí el asesinato del obispo Juan Gerardi, dos días después que presentara el llamado Informe ReMHi-Recuperación de la Memoria Histórica, de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala, en 1998, el primer informe hecho sobre el genocidio) y a cualquier clase de opositor político, a través del accionar conjunto de los “escuadrones de la muerte” y la inteligencia militar, otra de las lecciones aprendidas de los yanquis.
Más allá de las heridas abismales que aún no cierran, ni siquiera en la propia sociedad guatemalteca, la condena de Ríos Montt debe ser, como ya dije, aplaudida de pie y celebrada por todos los que creemos en un mundo más justo y más digno.
Quiero para concluir, mencionar a dos guatemaltecos universales, con los cuales quiero abrazarme a través de estas palabras: a Rigoberta Menchú, porque ésta condena histórica es también el fruto de su lucha —ella fue la primera en acusar al sátrapa de genocidio; su propio padre fue quemado vivo por los esbirros de uniforme—, y a Humberto Ak’abal, el Poeta Mayor de los Mayas, que cada palabra que ha escrito busca con belleza la redención —para todos— de tanto dolor y tanta angustia hecha padecer a los pueblos indígenas, por el simple hecho de ser eso: indígenas.
Río Abajo, 13 de mayo de 2013