Uru Chipayas, Ayoreos, Toromonas y demás pueblos pequeños

El ahora continente americano se iba poblando, de a poco, en sucesivas oleadas migratorias, y los Uru Chipayas fueron conociendo selvas y eriales, llanuras y costas marinas, hasta que un día vieron a lo lejos una inmensa cordillera de picos nevados, de nieves eternas. Y se fascinaron, se sintieron imantados por esa presencia colosal, y sintieron todos que debían acudir hasta allí, debían ver esas montañas, debieron sentirse amparados por ellas. Y empezaron a subir, a trepar, a ascender. Y cuando llegaron a lo más alto, la fascinación fue aún mayor, la sorpresa los dejó a todos atónitos: arriba había tanta agua como había abajo; arriba, tal vez, había más agua junta, reunida, dispuesta para ellos, que toda la que nunca habían soñado. En medio del altiplano, en medio de nuestras pampas altas, encontraron un lago alucinante, imposible, prodigioso, milagroso en medio de tanta evaporación extrema, en medio de tanto rigor climático. Era el lago que hoy conocemos como Titicaca  y toda la cuenca endorreica que lo tiene como centro, como núcleo, como eje de un mundo inusual, un mundo extraño pero real, un mundo de aguas, de muchas, crecidas e inmensas aguas en las alturas, cerca al cielo, que empezaron a ser, a conformar, a crear y recrear  el mundo de los Uru Chipayas, por ello ellos se llaman a sí mismos Qhas Qot Suñi Urus, “los hombres del agua”, así hoy –los últimos Uru Chipayas- vivan en el medio del desierto, vivan apenas con sólo un poco, casi nada, de toda esa su agua inmemorial, vivan arrinconados y corridos –esta vez para siempre- en algunas comunidades en las cercanías del Lago Poopó, y algunas más, cercanas al Mallku Lauca, al Señor Lauca, el río Lauca, otro pedacito de su mundo ancestral, de su mundo mítico, que era un mundo de aguas, no de arenas, que era un mundo de aguas, no de espanto, que era un mundo de aguas y por eso mismo, era un mundo feliz. 

¿Qué pasó con los antiguos Señores de los Aguas, qué pasó con los antiguos dueños de las comarcas del agua? En 1612, el cura Bertonio, imprimió en Juli, una misión situada irónicamente a orillas del Lago Mayor del Titicaca de donde ya habían sido expulsados la mayoría de los Urus, el primer diccionario en lengua aymara. Allí se puede leer la definición de Uru: “1) Una nación de indios despreciados por todos, que de ordinario son pescadores, y de menos entendimiento”; 2) Dizen de uno que anda sucio, andrajoso, o zafio, Sayagües, rústico”. Esta valoración de los Urus se repite en toda la literatura colonial: es como si desde siempre, los Uru Chipayas no cuadrasen, sobrasen o no existiesen si no para la condena y el desprecio frente a las culturas dominantes de los Andes, y los que llegaron después cruzando el mar, y las repúblicas, los estados y todos. En 1953, el mayor documentalista de toda la historia de la imagen en movimiento en Bolivia, Jorge Ruiz, fue hasta donde ellos y rodó una obra maestra: Vuelve Sebastiana, la historia de una niña chipaya que sintetizaba la historia de todo un pueblo, su historia de marginación y de condena histórica, su historia de desarraigo y olvido, y la cinta dio la vuelta al mundo, cosechó galardones y palabras de elogio, y aún así, los Uru Chipayas siguieron tan solos como siempre.

Con Gastón Ugalde, nos conocimos una noche de hace ya veinte años en el bar El Socavón, cuando nos pusimos a hablar sobre sus trabajos artísticos sobre los Chipayas, y luego concebimos ese trabajo de documentación artística del país que se conoció como Imagina Bolivia. Fueron esos años que empecé a frecuentar esos desiertos donde ellos moran, allí me quedé atrapado por el misterio que encierran: ser uno de los pueblos más antiguos de América, haber visto todo en milenios de existencia y estar condenados a la nada. Hicimos un video e incluso un libro-objeto, Ceremonia chipaya (1996) y los buscamos por todos lados, no sólo en Santa Ana donde estaban reducidos, los buscamos por los lados del Lauca arriba (donde sólo encontramos a un ebrio que campaneaba a los contrabandistas), por las huellas en los arenales que se pierden desde Sabaya y Huachacalla (donde encontramos pueblos enteros sumergidos en médanos gigantes), incluso por los lados del Sajama, donde encontramos una casa y una familia en medio del marco imponente que imponían el Jacha Tata Sajama y los Payachatas, los picos gemelos.

Esa casa -guardo una fotografía que tomó Gastón-, la sentías la primera morada de todas, el hogar ancestral, el único lugar en el mundo donde aún podías sentir lo que era amparo y el lazo invisible pero cierto con lo natural que es lo mismo que decir lo ritual y toda la geografía sagrada y emocional que se desprende de ello. Esa vez, escribí sobre esa casa y sobre su viviente hallado: Barro, sal y thola/ Has amasado tu nave/ capitán de los desiertos, y fueron muchas las noches que gastamos en poemas y arte digital con el Gastón, temiendo que todo esa belleza extrema, todo ese mundo, desapareciera para siempre.

Hoy, los Uru Chipayas, nuestros compañeros de travesía por la ruta del destino, están marchando rumbo a La Paz, rumbo a nosotros, para “no desaparecer”, dicen ellos mismos. El motivo, aclaran, es que los Aymaras no los dejan pescar en el lago Poopó, al que incluso están alambrando. Un influyente dirigente del partido de gobierno, el senador Eugenio Rojas, aymara de Achacachi él, expresó que “no se puede usurpar a los pueblos pequeños” y que hay que “ver garantías para los pueblos Urus” (ERBOL; 11/3/2013). Le quiero creer senador, y todos esperamos que se actué en consecuencia, no sólo en defensa de los Uru Chipayas, sino también de todos los pueblos pequeños, de todas las minorías étnicas, y dentro de ellas y de manera especial de las que aún se encuentran en estado de aislamiento, como los Toromonas en el Madidi y los Ayoreos que siguen nomadeando el Kaa Iyá y la frontera con Paraguay.

No volví más por los lugares de los Chipayas. Y digo la verdad: me acerqué y mucho a los lugares de los Aymaras, sobre todo a las comunidades quinueras del Tunupa, del volcán que está a orillas del gran salar, y a donde termina la marcha mítica de nuestro héroe de la Cruz del Sur. Es al otro lado de la cordillera Intersalar, hacia el sur, al otro lado donde viven los Chipayas. Aprendí mucho allí, aprendí mucho, sobre todo de eso que podemos seguir llamando “los pueblos pequeños”. Aprendí mucho pero sobre todo aprendí dos cosas: que nuestro errar por el mundo puede que sea épico pero que, en el fondo, es en vano, y hablo de la cultura que nos domina; y lo que también aprendí es que el viento puede que sea invisible, pero aún así, tiene mucha pero mucha fuerza. Ahora hablo sobre ellos, de “los hombres del agua”, de los Uru Chipayas.

Río Abajo, 12 de marzo de 2013

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