La política del cambio climático – Entrevista con Larry Lohmann

Arlen Dilsizian: Podríamos empezar analizando cómo tu trabajo estudia la forma en que la lucha contra el cambio climático se vincula con las luchas por la justicia social en el Sur Global y en los países industrializados. ¿Podrías explicarnos esos vínculos y por qué opinas que dichas luchas desempeñan un papel clave en la mitigación del cambio climático?

Larry Lohmann: El cambio climático es una cuestión social como muchas otras, y como tal siempre estará vinculada a luchas concretas sobre la explotación de combustibles fósiles, la contaminación, la salud, la agricultura, los medios de vida, el acceso a la energía, y muchas otras. Aunque parezca sorprendente, creo que eso no siempre se entiende del todo. Se tiene la impresión de que el cambio climático es un tema totalmente nuevo, ‘el peor problema al que se haya enfrentado jamás la humanidad’, ‘un problema para la ciencia’, y que se trata de algo totalmente distinto de cualquier otro problema al que debamos hacer frente. Sin embargo, no creo que ésa sea una buena manera de ver las cosas. En mi opinión, es importante ver el cambio climático como la continuación y la manifestación de algunos de los mismos problemas y fuerzas sociales con los que llevamos lidiando desde hace siglos. Se trata de una cuestión de poder político, una cuestión de quién gana y quién pierde en lo que se refiere a acceso y derechos, y está en la misma línea que toda una serie de problemas que empiezan con las luchas de pueblos en Ecuador y Alaska para acabar con la actividad depredadora de las empresas petrolíferas en sus tierras.

El cambio climático es una cuestión que también tiene mucho que ver con quién posee la atmósfera, quién va a tener poder sobre la capacidad del planeta para estabilizar su propio clima, etcétera. Estas cuestiones están relacionadas con el poder y la política, y por lo tanto, deben conllevar luchas a favor de la democracia en todos los niveles.

AD: Teniendo esto en cuenta, da también la impresión de que el cambio climático se nos está presentando en un contexto muy despolitizado, como si se tratara fundamentalmente de evitar que ciertos gases de efecto invernadero lleguen a la atmósfera. ¿Dirías que despolitizar la idea misma del cambio climático ha sido una estrategia para no abordar algunos de los problemas sociales más importantes que subyacen a esta crisis?

LL: No sé si se trata de una estrategia o no, pero el hecho es que hay constantes presiones para despolitizar el asunto, y eso se está dando de varias formas. Como ya he comentado, el cambio climático se nos suele presentar como un problema científico de moléculas que se mueven por aquí y por allá. Los científicos nos dicen qué hacer, y después instituimos un supuesto procedimiento técnico para gobernar estas moléculas. Ésa es, evidentemente, una forma de despolitizar la cuestión. En esa fórmula no entran en absoluto personas ni luchas de poder. ¿Quién decide qué medios vamos a utilizar para intentar estabilizar el clima? ¿Quién decide adónde van las moléculas de dióxido de carbono? Estas preguntas se obvian. Otro ámbito en que se evidencia que el debate está despolitizado –y en este sentido, creo que la palabra que has usado antes, ‘estrategia’, se podría aplicar muy bien– tiene que ver con la forma en que todos los problemas sociales y políticos que se derivan del cambio climático (quién posee la atmósfera, por ejemplo) se han visto eclipsados por la jerga de la economía neoclásica. Por ejemplo, cuando lees los informes del organismo oficial de expertos que asesora a los negociadores de la ONU sobre el clima, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), ves que todo su marco está conformado por elementos de las ciencias naturales y la economía neoclásica. No hay ningún análisis político ni histórico sobre el origen del problema del clima ni sobre las lecciones que nos enseña la historia sobre las luchas necesarias para abordarlo. Incluso cuando intentan prever cuáles serán las repercusiones de ciertos niveles de emisiones en el futuro, el IPCC tiende a basarse desproporcionadamente en cosas como proyecciones de población, especulaciones sobre el crecimiento del PIB y variantes parecidas. Muchas de las ‘opciones’ que el IPCC presenta a los Gobiernos del mundo están basadas en un discurso que se ha visto secuestrado y dominado por los economistas ortodoxos. Desde el punto de vista intelectual y político, éste es un problema muy grave.

AD: Hemos sido también testigos de un buen número de malentendidos públicos sobre el carácter de las negociaciones sobre el cambio climático. El hecho de que los Estados Unidos no ratificaran el Protocolo de Kyoto ha llevado en muchos casos a pensar que éste era un instrumento jurídico serio que amenazaba a las grandes industrias emisoras de gases contaminantes. Sin embargo, tus estudios demuestran que los Estados Unidos fueron de hecho el principal artífice del acuerdo de Kyoto. ¿Cómo se explica que los Estados Unidos apoyaran el tratado y a la vez lo rechazaran?

LL: No es muy difícil. Los Estados Unidos eran muy poderosos en el foro internacional de negociación sobre el cambio climático, y en 1997, en las negociaciones para el Protocolo de Kyoto, el régimen de Bill Clinton dijo que dejaría de participar a menos que se introdujeran tres mecanismos de mercado y que Kyoto se transformara en un tratado comercial. Esta exigencia se justificó afirmando que con eso se proporcionaría ‘flexibilidad’ a la industria estadounidense. Así que Kyoto fue redactado en gran medida por los Estados Unidos, como un tratado afín a las grandes empresas. Compañías como Enron, que, comerciando con energía estaban bien situadas para obtener beneficios con el comercio de emisiones, estaban satisfechas con el Protocolo de Kyoto y deseaban que los Estados Unidos formaran parte de él. Al Gore fue el abanderado de este sector empresarial en las negociaciones. El resto del mundo siguió adelante, sometido a la presión estadounidense, esperando que esto garantizara que los Estados Unidos no se desmarcarían de negociaciones futuras. Después, George Bush fue elegido (o no elegido, según como se mire) y decidió que, a diferencia de Clinton, él no quería formar parte del Protocolo de Kyoto, ni siquiera de un tratado definido por mecanismos de mercado. Esta decisión no se explica porque Bush pensara que Kyoto representaba una gran amenaza a la industria estadounidense, pero estaba preocupado por sus efectos en un sector determinado de las grandes empresas –el sector más ‘fósil’, representado por empresas como Exxon–, que no veía las mismas oportunidades de negocio que Enron y estaba en contra de cualquier tratado sobre el clima. Bush se puso del lado de este grupo, a pesar de la consternación que eso provocó a uno de sus amigos de Enron como era Kenneth Lay. Ahora, el péndulo está empezando a oscilar en la dirección contraria. Varias regiones en los Estados Unidos están dedicándose a establecer mercados de emisiones, y durante la próxima administración el Gobierno federal podría seguir su ejemplo y, quién sabe, quizá incluso formar parte de algún tipo de acuerdo posterior a Kyoto. Sectores como la banca de inversión, los fondos de alto riesgo, las compañías dedicadas a la especulación con materias primas y las consultoras especializadas en emisiones esperan conseguir unos suculentos beneficios con este nuevo mercado. Nada de esto resulta un misterio a no ser que nos traguemos la idea de que la batalla para poner en marcha el Protocolo de Kyoto fue una batalla entre los Estados Unidos, que serían el malo de la película, y el resto del mundo, más progresista. En realidad, sería más exacto decir que fue una contienda entre dos bandos empresariales dentro de los Estados Unidos.

AD: ¿Por qué consideras que el comercio de emisiones no está funcionando, ni siquiera con las normativas que él mismo impone?

LL: El comercio de emisiones se concibió como una forma de ahorrar costes con la reducción de emisiones. El sistema funciona (cuando lo hace, porque hasta ahora no lo ha conseguido) extendiendo los costes de cualquier reducción que exija el Gobierno. La idea es que los recortes de emisiones se deberían realizar allí donde sean más baratos. Al fin y al cabo, dice esta justificación, si podemos reducir las emisiones sin mucho gasto no deberíamos estar tan preocupados por tener la obligación de efectuar recortes drásticos. Así, el comercio de emisiones permite a industrias que se dedican a la generación de electricidad o a la aviación no efectuar recortes inmediatos si éstos son muy caros (lo cual es muy probable, porque todas estas industrias dependen tremendamente del uso de combustibles fósiles). En lugar de eso, las industrias pueden pagar dinero para que otras industrias reduzcan emisiones ‘para’ ellas y se cumpla el objetivo general fijado por la sociedad. O bien esas industrias pueden financiar proyectos especiales para ahorrar emisiones en otros países, si es que consideran que ésa es una forma aún más barata de cumplir con sus obligaciones. El primer problema que encontramos con este sistema es que está dirigido al objetivo equivocado. Abordar el cambio climático es una cuestión, por encima de todo, de ir eliminando paulatinamente los combustibles fósiles sin provocar demasiado sufrimiento. La mayoría del carbón, el petróleo y el gas que permanecen bajo tierra deberán quedarse ahí. Pero reducir las emisiones de cualquier forma no va a ayudar necesariamente con una transición a largo plazo que nos aleje de los combustibles fósiles. Puedes reducir las emisiones a corto plazo con una pequeña cantidad sin realizar ninguno de los cambios estructurales que vas a necesitar a largo plazo. De hecho, puedes incluso desacelerar esos cambios estructurales si extiendes tus reducciones de emisiones de la forma que te dicta el mercado. Lo único que hace que los mercados de emisiones sean viables es que se abstraen de este hecho. El comercio de emisiones afirma que reducir las emisiones equivale a abordar el calentamiento global. Pero para eso, no habría que caer en este tipo de abstracciones, porque te alejan de la raíz del problema. Para acabar de completar el panorama, el comercio de emisiones se basa en el supuesto de que no importa quién recorta las emisiones, cómo ni dónde. Todo recorte de emisiones de, digamos, un millón de toneladas de dióxido de carbono, es exactamente igual, ya lo haga una central eléctrica o una planta refrigerante. Pero esto también es falso. Es muy probable que los recortes más baratos de un millón de toneladas sean los que puedes alcanzar con muy poco; por ejemplo, efectuando mejoras básicas en la eficiencia que tendrías que haber realizado de todos modos y que, además, puede incluso que te ahorren dinero. Es probable que estos recortes sean aquellos que no repercuten en modo alguno en los cambios tecnológicos o sociales que se necesitan para abandonar el uso de los combustibles fósiles. A pesar de ello, al realizar estos recortes baratos, estás permitiendo a las empresas que están comprando los permisos para contaminar que aplacen las inversiones que se deben realizar inmediatamente con vistas al futuro a largo plazo. De hecho, estás impidiendo que se avance hacia el abandono de los carburantes fósiles y alimentando su industria. Y una vez has puesto en marcha este mercado, no hay forma de que te acuerdes –ni que te importe– para qué se suponía que era ese mercado en un principio. Todo el mundo está demasiado ocupado intentando inventarse formas extremadamente ingeniosas de hacer dinero. Hace un par de semanas, un analista para el Deutsche Bank declaró que era probable que el precio de los derechos de emisiones de gases de efecto invernadero en Europa aumentara y que, para ‘limitar el peligro de una subida excesiva de los precios’, se debería permitir a las industrias financiar más proyectos para compensar emisiones en el Sur Global, de los que podrían adquirir créditos de derechos de emisión especialmente baratos y, así, seguir con su actividad de siempre. El juego, al fin y al cabo, consiste en asegurar que el precio de los derechos de emisión sea lo bastante alto, pero no demasiado, y en organizar las cosas de forma que la industria, los bancos, los fondos de alto riesgo, las consultoras y el resto de actores del mercado puedan seguir haciendo dinero. Si algo de todo esto tiene que ver realmente con el calentamiento global se convierte en algo anecdótico. Los mercados de emisiones tienen muchos otros problemas –por ejemplo, los supuestos proyectos de ‘ahorro de emisiones’ que generan créditos de derechos de contaminación en el Sur Global están de hecho bloqueando la acción constructiva sobre el cambio climático allí–, pero seguramente con esto basta para empezar. Puedes encontrar mucha documentación en las páginas de internet asociadas con el Grupo de Durban por la justicia climática, como The Corner House o Carbon Trade Watch.

AD: En tu opinión, las personas que están en la primera línea de la batalla contra el cambio climático (aquellas que se están asegurando de que los hidrocarburos permanezcan bajo tierra) son aquellas cuyos medios de vida están más amenazados por la extracción de combustibles fósiles. Sin embargo, en cierto sentido, muchas de estas luchas están alejadas, tanto espacial como políticamente, de la gran mayoría de usuarios finales de esos recursos, que serían los consumidores de clase media occidentales. ¿Crees que esta clase está desempeñando un papel fundamental en el debate? ¿Sería arriesgado decir que, hasta el momento, ha habido mucha apatía sobre el problema del calentamiento global entre las clases medias del Norte?

LL: Yo no veo que las clases medias de los países industrializados estén desempeñando un papel de liderazgo en la lucha, pero eso no es porque tengan ninguna limitación innata sino, en parte, porque han sido tremendamente desprovistas de poder en cualquier debate político como éste. Esto es especialmente evidente cuando tienes en cuenta que lo que exige la crisis climática es una reestructuración de muchos aspectos de la sociedad, como la forma en que producimos la energía y pensamos sobre ella, y la forma en que organizamos nuestros sistemas de transporte y comunidades. En última instancia, habrá una mayor motivación entre las clases medias de las sociedades industrializadas para discutir los cambios que se deben producir, pero creo que es muy probable que el primer impulso para construir un movimiento más unificado proceda de personas con otro tipo de poder político, personas cuyos medios de vida están conectados de forma más inmediata con los problemas de la extracción y el uso de combustibles fósiles, así como con otros problemas que exigen un cambio estructural. Por supuesto, la clase media en las sociedades industrializadas no es algo monolítico. Tienes, por ejemplo, comunidades de clase medio-baja que están padeciendo problemas de contaminación y salud a causa del uso de combustibles fósiles, y que disponen por lo tanto de una base más cercana para comprender la naturaleza del problema climático. Hemos visto este fenómeno en lugares como California, donde el Gobierno prevé construir 21 nuevas plantas de energía alimentadas con combustibles fósiles, y todas ellas sin excepción, creo, estarán ubicadas en comunidades más pobres de color. El movimiento por la justicia medioambiental en aquella zona no desea que esas plantas se construyan, y por eso ven el mercado de emisiones –que es, por supuesto, el enfoque oficial al problema del calentamiento global– como una amenaza. Esto se debe a que el sistema de comercio de emisiones está concebido de tal forma que neutraliza las iniciativas para trabajar hacia otro tipo de economía, hacia una economía que no necesite que se construyan todas esas centrales y, en lugar de eso, por ejemplo, inyecte recursos en empleos comunitarios para modernizar los edificios ya existentes y conseguir que consuman menos energía, etcétera. No es que el movimiento por la justicia medioambiental en California pueda ser tildado de movimiento de la clase media, pero se pueden establecer vínculos en la medida en que los problemas de contaminación y dependencia de los combustibles fósiles también afectan a gente de la clase media. De modo que no es un panorama totalmente blanco o negro. Al mismo tiempo, resulta un verdadero problema que la creciente inquietud sobre el problema del clima entre las clases medias del Norte se encuentre principalmente localizada entre personas que no quieren hacer más preguntas estructurales –incluidos ecologistas tradicionales– y a veces ni siquiera desean cuestionar la dependencia de los combustibles fósiles. Son personas que están preocupadas por el calentamiento global pero que, seguramente, respaldarán las propuestas técnicas y de mercado presentadas por Gobiernos, grandes empresas y economistas neoclásicos sin pensar demasiado en ello. Desde el punto de vista de la clase media convencional, esas supuestas soluciones son los enfoques ‘políticamente correctos’. Las clases medias en el Norte siguen estando bastante aisladas de posibles aliados en otros lugares; por lo general, no se encuentran enfrentadas, cara a cara, con gente de otros contextos y con opiniones que pondrían en tela de juicio sus ideas preconcebidas sobre la política. Ese aislamiento es un problema al que se deberá hacer frente, pero es muy probable que el liderazgo deba proceder de algún otro lugar.

AD: Los medios están dedicando una importante cobertura al creciente papel de China e India como grandes emisores de gases de efecto invernadero. ¿Crees que el papel de China e India complica el panorama de una simple división Norte-Sur sobre la responsabilidad ante el cambio climático?

LL: Con respecto a la responsabilidad histórica, no. La responsabilidad histórica sigue siendo la misma: el cambio climático es en esencia un problema que ha sido creado por los países tradicionalmente industrializados. Últimamente, se ha producido un intento por cargar las culpas al otro, diciendo que China e India son en gran medida responsables de las emisiones, o que lo serán en el futuro, y que, por tanto, ‘nosotros’ no podemos hacer nada si ‘ellos’ no lo hacen también. Esta tendencia es especialmente preocupante porque esta línea de argumentación suele venir de personas que están siempre dispuestas a criticar a China o que tienen un pensamiento malthusiano. ‘No hablemos sobre la historia’, dice ese argumento. ‘No hablemossobre las realidades del poder; hablemos sobre el futuro de millones de chinos e indios que exigirán poseer un coche como un derecho inalienable, y que persiguen un estilo de vida tremendamente ligado al uso de combustibles fósiles’. Esa línea de argumentación pone en juego toda una serie de discursos políticos racistas y colonialistas. Es también importante analizar los patrones de consumo de combustibles fósiles desde una perspectiva global. ¿Qué se está produciendo exactamente en China con la quema de carbón de la que están hablando tantos entendidos? Una parte muy importante de esa actividad se está dedicando, y se seguirá dedicando, a producir bienes para el Norte industrializado. Es una cuestión complicada, y creo que es necesario entender muy bien cuál es la situación interna en estos dos países, y la lucha de los grupos dentro de ellos, porque ninguno de estos países es un monolito. Hay muchas voces en ambos países que están llamando la atención sobre la necesidad de reflexionar detenidamente sobre una vía basada en la dependencia de los combustibles fósiles. Es importante establecer contacto con esas voces y comprender su contexto, y qué piensan que pueden o se debería hacer. Uno de mis amigos activistas chinos bromeaba el otro día diciendo que cuando habla sobre el calentamiento global con gente que dice que el problema serán China e India, tiene la sensación de que esa gente piensa que las moléculas de dióxido de carbono en China deben ser muy distintas de las europeas, y mucho más nocivas.

AD: Parece preponderar la creencia de que las mismas cualidades técnicas de algunas de las tecnologías alternativas que se están fomentando, como pilas de combustible, o energía solar y eólica, ofrecen un modelo de producción y distribución de energía más descentralizado. No obstante, ¿podría decirse que el riesgo de monopolización de dichas tecnologías constituye una verdadera amenaza a dichas alternativas?

LL: Sí. Ésa es otra forma en que se suele despolitizar el debate sobre el clima. La gente dice: ‘Bueno, es cuestión de encontrar alternativas técnicas, una cuestión de innovación científica’. Pero volvemos a encontrarnos con una cuestión política. Tenemos el ejemplo de industrias petrolíferas como Shell que han comprado a empresas más pequeñas que se dedican a la producción de energía baja en emisiones. Al mismo tiempo que aceleran la exploración de recursos petrolíferos, están intentando monopolizar el máximo posible cualquier otra fuente de energía. Si ves el problema del clima como algo que supone fundamentalmente mantener los combustibles fósiles bajo tierra, la cosa es muy preocupante. En el pasado, se han vivido muchos precedentes. Lo vimos por ejemplo en California, cuando los ferrocarriles ligeros en ciudades como Los Ángeles fueron comprados por empresas de automóviles a mediados del siglo pasado y, después, desmantelados, para ayudar a la creciente economía automotriz. Este tipo de precedentes te da una idea de lo que tienes que buscar en la monopolización de cualquier tecnología. Por tanto, la respuesta no se encuentra sólo en la tecnología. Por supuesto, algunas tecnologías son intrínsecamente más cercanas a enfoques descentralizados que otras. La electricidad de corriente continua es ligeramente más adaptable a la producción local que la corriente alterna, asociada históricamente con la gran producción de electricidad centralizada. Pero no vas a solucionar todos los problemas limitándote a promover una tecnología que en teoría se puede adaptar más fácilmente a un uso descentralizado. La energía eólica es un ejemplo interesante. Este tipo de energía no ha aportado nada positivo al desarrollo de ciertas comunidades locales en India. Entre otras cosas, grandes empresas se han apropiado de tierras y han excluido a comunidades enteras de tierras de pastoreo comunes para construir grandes parques eólicos que no están reduciendo en absoluto la expansión de la economía basada en los combustibles fósiles. Alguien que está sentado a 8000 kilómetros analizando las posibilidades de la descentralización de la energía eólica –y de cómo ésta podría, en teoría, ser una tecnología más respetuosa ecológica y políticamente– podría perderse las realidades políticas de lo que puede suceder con una tecnología así sobre el terreno.

Re-public Traducción de Beatriz Martínez Ruiz para Transnational Institute

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