El tiempo disuelve la historia y la convierte en emoción.
Julian Barnes: Naufragio
Atado a mi destino, al borde del camino volveré.
Luis Alberto Spinetta: Blues de Cris
¿Cómo se puede transformar la catástrofe en arte, reflexión, memoria? ¿En verdad, se puede? ¿Se puede retratar hasta el final el drama que conlleva un cataclismo, un hecho inusual, una tragedia? Sí, es obvio que se puede pero si aceptamos lo que afirma Barnes: todo se disuelve, todo se concentra en la emoción que guardamos de los hechos. Y esa emoción no es neutral, nunca podrá serla.
Pienso en algo muy nuestro: el Che Guevara y su final boliviano. Hasta hoy, más allá de la niebla marketinera que envolvió la figura del guerrillero, hay gente que piensa que lo tuvo bien merecido, que fue un rojo invasor, un asesino despiadado, un loco. Otros lo sentimos en las antípodas: valiente, decidido, consecuente, poeta, místico, inmortal. Tal vez por eso mismo, porque el tiempo y sin pesar es el que finalmente arrasa con todo, valga la pena escribir o hacer películas, valga la pena el testimonio, para que la emoción que uno siente –la propia pero que se vuelve plena si es compartida-, acaso resista, acaso dure un poco más, acaso alguien lea esto el año 2512.
Acaso por eso, no sé, o por la emoción en estado puro en que se ha convertido para mí la historia, voy a escribir sobre un joven que murió a los 24 años, sólo en medio de las montañas y los bosques, pero cargado de luz y de gratitud por la vida y las circunstancias que eligió vivir.
Es una historia triste, sin dudas. Es la historia de una tragedia, una catástrofe, pero se ha vuelto también arte, reflexión, canción. Un blues en busca de redención.
* * *
Hacia rutas salvajes, un libro del periodista y escritor norteamericano Jon Krakauer, es para quien escribe, un libro fetiche, un libro que he leído y releído muchas veces, un libro que he cargado conmigo en una mochila y eso ya lo tiñe de potencia mística, que sólo cargan para mí unos pocos libros más, como El corazón de las tinieblas, La cruzada de los niños o Los siete pilares de la sabiduría. Con esto quiero decir simplemente que siento un magnetismo especial y evidente por este libro, por las historias que cuenta ese libro.
La historia principal de Hacia rutas salvajes es la historia de Christopher McCandless (Chris o CMC a partir de ahora), un joven de los USA que a los 22 años, tras graduarse en la universidad con calificaciones de excelencia, decide cortar con todo lazo que lo unía a su vida habitual, y sin dudarlo un minuto, se larga a los caminos, tras aventuras, tras un contacto profundo con la naturaleza, tras un compartir momentos intensos con la gente que encuentra en el camino, pero más específicamente tras algo que se llama libertad. Chris era un gran lector, devoto de Thoreau (la desobediencia civil) o de Jack London (el Ártico mítico), lecturas que influyeron de manera decisiva en su pensamiento pero sobre todo en sus acciones.
Sucede que dos años después de haber huido, salido hacia adelante, Chris muere dramáticamente en Alaska, a donde había llegado para vivir una experiencia extrema en la naturaleza del ártico salvaje y deshabitado, tal como Jack London lo retrataba casi un siglo atrás. Sólo, en medio de la inmensidad avasallante de las montañas y de los bosques, luego de varias semanas de convivencia armónica con el entorno, decide volver a lugares habitados, pero la crecida de un río se lo impide. No puede cruzar la corriente y se ve entonces atrapado y acuciado por el hambre. Con una guía botánica en la mano, comienza a cosechar una especie de tubérculo que, al comerlo, termina envenenándolo. Dos semanas después de fallecer, es encontrado por un grupo de cazadores.
La noticia de su fallecimiento apareció en la portada del Nueva York Times y causó cierto revuelo entre la sociedad norteamericana, en los años duros de Bush padre, donde el sueño americano se empezaba a volver una carrera cada vez más despiadada, con muchos más perdedores que ganadores. La opinión pública se dividió en dos, como una naranja partida.
Los más conservadores decían, sencillamente, que CMC era un tarado, un imbécil, que dejó a un lado un futuro promisorio (su padre había sido un ex ingeniero mimado de la NASA y tenía bastante dinero) para embarcarse en una aventura demencial y, a la larga, inútil y fatal. Quienes aún no habían perdido los sueños, vieron en Chris a un chico valiente, que más allá de todos los errores que cometió, era un ejemplo de decisión y de esperanza. Su vida, su corta vida y su terrible final, no eran más que un canto a la libertad y a lo mejor y más puro de la condición humana.
Resultó que un escalador profesional, que también escribía (muy bien) y se dedicaba al periodismo, del ya citado Jon Krakauer se trata, se conmovió hasta la médula con la historia de Chris –que tenía trazos de su propia historia- y decidió investigarla. De ello, resultó el libro de marras, una verdadera joya del periodismo de investigación, un libro jugado y sensible, que narra no sólo la historia de CMC sino la de muchos que tuvieron el mismo impulso –la misma atracción apasionada por la naturaleza- y se largaron a los caminos, a los desiertos, a Alaska.
Siempre estuve esperando secretamente que el libro de Krakauer se volviera película y así fue: Sean Penn como director, la hizo. Hoy, cinco años después de su estreno, acabo de verla, y es lógico que si amaba el libro, si amaba la historia, si amaba esa trama que llevó a Chris hasta su tumba, la película me sacudiera desde un principio. Es más, mi primer llanto ahogado fue cuando vi las imágenes de la presentación del DVD, y lo empecé a ver a Chris, vivo, sonriente, brillando, en la pantalla.
El efecto, en verdad, fue demoledor. Haber recorrido tantas veces las páginas de un mismo libro para seguir tratando de entender porqué la vida se confabula contra los que más quieren vivirla, y, de repente, verlo renacer así, me estremeció por completo. Sentí, desde el principio, un profundo respeto por la obra de Penn, ya que resulta obvio que él también se involucra con esa trama inquietante que es la vida de CMC, y cuando la comunión sucede, la comunicación, el mensaje, es más directo, más fácil de transmitir, y cala más hondo, y eso la película de Penn lo logra con creces.
Es más, me pasé esperando la llegada de la historia compartida por Chris con un anciano cuyo nombre supuesto es Ron Franz. Esta amistad nacida en un pueblo del desierto californiano era, de lejos, la historia más profunda y tierna de todas las narradas por Krakauer, era el núcleo entrañable de la segunda vida de Chris, es donde uno lo termina por querer y uno empieza a compartir su destino, hasta el final. En la película, sucede lo mismo: son algunas de las escenas más conmovedoras.
Ron es un anciano, tiene 80 años y se ha vuelto un ermitaño urbano, tras que treinta años atrás en un accidente automovilístico, su esposa y su hijo fallecen por la insensatez criminal de un borracho al volante. Ron, al principio, se sumerge en el alcohol, hasta que salva su vida, dedicándose a rescatar y apoyar económicamente a chicos huérfanos, a algunos llegándoles a pagar sus estudios universitarios. Pero eso también ya era pasado. Cuando conoce a Chris, vive apaciblemente, dedicado a la marroquinería, haciendo cinturones artesanales. Pero algo, algo muy sentido, lo conmueve del chico, que conoce en una gasolinera, haciendo auto-stop. Y Chris también se conmueve, Chris también se siente tocado por un viejo que, antes de despedirse de él en una encrucijada de caminos, le llega a proponer adoptarlo y de esa manera, ampararlo. Chris le contesta que a su vuelta de Alaska, lo conversarán. Ron se quedará con la promesa desecha, pero con una vida nueva, producto de su relación con el chico.
Esto no sucede en la película (que lo metaforiza en la escena cuando Ron sube a la montaña), pero sí en la vida real: desde Carthage, Dakota del Sur, en su camino hacia el norte, Chris le envía una larguísima carta a Ron que afirma, entre lo más movilizador: “Quiero repetirte los consejos que te di en el sentido de que deberías cambiar radicalmente tu estilo de vida y empezar a hacer cosas que antes ni siquiera imaginabas o que nunca te habías atrevido a intentar. Sé audaz. Son demasiadas las personas que se sienten infelices y que no toman la iniciativa de cambiar su situación porque se las ha condicionado para que acepten una vida basada en la estabilidad, las convenciones y el conformismo. Tal vez parezca que todo eso nos proporciona serenidad, pero en realidad no hay nada más perjudicial para el espíritu aventurero del hombre que la idea de un futuro estable. El núcleo esencial del alma humana es la pasión por la aventura…”.
Lo más increíble de todo es que cuando el octogenario Ron leyó la carta del veinteañero Chris, hizo lo que le pedía el chico. Abandonó su casa y se fue a vivir al desierto, a un lugar especial, detrás del campamento hippie, donde CMC había vivido y donde suceden varias escenas de la película. Allí estuvo esperando, casi un año, que Chris volviera o diera señales de vida. Un día, fue al pueblo en busca de correspondencia, y levantó a dos mochileros en la ruta. De manera tan azarosa, fueron ellos los que le contaron de la muerte de Chris que ya comenzaba a convertirse en leyenda. Ron le confesó a Krakauer que ese día, cuando supo que Chris jamás regresaría, volvió al poblado y compró una botella de whiskey y se la bebió entera, sólo, en medio del desierto y de la noche. Quería morir, esperaba que el alcohol me matara –le aseguró al periodista. La vida es más fuerte. Si Ron hubiera muerto esa vez, nunca hubiéramos conocido la carta que le envió Chris, que de muchas maneras, se ha convertido también en su legado.
* * *
Hay dos apuntes inevitables, entre nosotros, los sudamericanos.
Uno es preguntarnos por nuestros Chris. ¿Hay algún CMC entre nosotros? Digo: ¿conocemos a alguien que haya cortado con todo y se haya atrevido a intentar una experiencia tan extrema? Yo no conozco a nadie. Creo que en el continente donde vivimos, una actitud de ruptura tan radical como la que tuvo Chris, puede que nos lleve también a las selvas, pero para hacer guerrillas, por ejemplo. Ahora, ni eso.
La otra anotación de cierre es destacar que Sean Penn conoce bastante más que sus pares de Hollywood la realidad de Sudamérica. No es un yanqui cualquiera. Tal vez fue casualidad, tal vez no: el rostro de Chris muerto, que asciende a los cielos, es absolutamente parecido al rostro del Che Guevara en la camilla del hospital de Vallegrande, donde ambos –Chris y Ernesto- parecen sonreír o sonríen, parecen querer decir o dicen: misión cumplida, aunque algunas cosas pueden que hayan salido mal. Misión cumplida, aunque muchos de ustedes no comprendan, yo los quiero igual.
Misión cumplida: el Cristito de Alaska, el Cristo de La Higuera y el mero-mero Cristo, el palestino, los tres, a su manera, son esa canción que te redime, son ese blues de pura emoción. La historia se ha disuelto y allí están: si quieres que te inspiran, ¡pues te inspiran!
Este año, se han cumplido 20 años de la partida del joven mochilero. Como aullaba Spinetta, atado a su destino, Chris volvió, volverá siempre, mientras haya alguien que también sienta que en el camino y en el horizonte está escrita la más bella de todas las palabras. Así el camino, como el mismo decía, no nos lleve a ninguna parte. He ahí, finalmente, el heroísmo puro, despojado de Itacas, despojado de cualquier recompensa que la vida pueda brindarte, salvo el hecho de vivirla con intensidad, como hizo Chris ese par de años de epifanías.
Río Abajo, Día de los Muertos, 1 de noviembre de 2012