TIPNIS: una palabra –una sigla- que antes casi nadie conocía. Hoy, ahora, aquí en Bolivia, mucha gente la repite hipnóticamente. Afuera de Bolivia, algunos también.
Sucede que en agosto de este año de la frenética era cristiana, empezó una movilización de indígenas en defensa del TIPNIS frente a la amenaza evidente que representa para el mismo la construcción de una carretera. Para ellos, para los movilizados, el TIPNIS significa Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécure. La vía, lo partiría en dos, como una naranja, para que luego se pudra. Pero también para muchos indígenas (incluso aquellos que viven en ese territorio de nombre tan largo y confuso), TIPNIS no significa nada: al fin y al cabo, es una sigla más de una unidad administrativa (como puede ser la DGII-Dirección General de Impuestos Internos o el INE-Instituto Nacional de Estadística) del Estado.
Un Estado nacional que los engloba sí, pero el cual, en su vida diaria, en su cotidianeidad, en su cosmovisión, está ausente más que por el hecho mismo de estarlo (desde la mirada unitaria y multifuncional del Estado), sino por el hecho concreto de que ellos no lo precisan como sociedades organizadas (Clastres).
Un Estado que no precisan, pero que si debe actuar y estar presente como tal – dadas las condiciones nacidas del devenir histórico, producto de esas movilizaciones y de cierta conciencia social, nacional y planetaria conquistada por las mismas-, ya que es el responsable de hacer respetar sus derechos, de manera especial el derecho a vivir como viven frente a terceros que quieran agredirlos.
Por algo y para eso –éste es el debate de fondo-, hoy el Estado precisamente se autodefine como Plurinacional en Bolivia. Aunque ellos no lo sepan, ni tampoco estén obligados a saberlo. Para los otros, para la inmensa mayoría, los de afuera, los de las ciudades, pero sobre todo aquellos que súbitamente descubrieron que había indios, los “buena onda con pobrecitos los indios”, los que repiten TIPNIS-TIPNIS como en letanías, no arriesgo una definición, más o menos coherente, de lo que TIPNIS significa para estos. En todo caso, estos mismos deberán hacer su propio examen lingüístico de conciencia.
Pero aun así, aún frente a todo lo ya expuesto y que quiero reafirmarlo, aun así, el drama profundo de los cazadores-recolectores nómades (los sobrevivientes entre los sobrevivientes: los llamados pueblos aislados) y el drama de aquellos que, tras todos estos contactos aberrantes, también sobrevivieron, refugiándose en lugares remotos (como el TIPNIS), y que siguen siendo portadores de una cultura material y espiritual diferente a la hegemónica y una gran cohesión interna dentro y hacia afuera de sus comunidades a donde fueron reducidos, resistiendo material y espiritualmente a la integración forzada que todos los estados han pretendido imponerles, el drama de esta gente –que puede que sean minoritarios en número pero que aún así, en el caso boliviano, representan cualitativa pero incluso cuantitativamente la inmensa diversidad humana y cultural del país-, su drama es que están condenados a desaparecer.
Están condenados a desaparecer –la divisa, aunque se la camufle, es siempre la misma: incorporarse o morir- si los referidos derechos a los que aludimos antes, no se respetan. Y enfatizo esto, porque es engañarse creer que existe o existirá una correlación de fuerzas favorable a los indígenas de las tierras bajas. Nunca la hubo, y menos en el futuro. El dilema de la sobrevivencia de los pueblos indígenas de la Amazonía –como es el caso de “los tipnis”, como popularmente fueron bautizadosdepende de una toma masiva de conciencia histórica –que acabe con cualquier forma de genocidio y de etnocidio, de aquí para adelante-, de la vigencia irrestricta y el respeto pleno de los derechos humanos de estas personas y, en la medida de lo posible, de un reconocimiento que haga posible reparar –algo, al menos- todo el daño que se ha causado a estas gentes.
Esa toma de conciencia histórica que se reclama debe no sólo asumir la deuda por un pasado nefasto donde la mentalidad dominante dictaba que “el mejor indio es el indio muerto”, sino que debe proyectarse hacia un presente donde se acaben de manera honesta y sensible todas las agresiones a los escasos sobrevivientes de los pueblos originarios del espacio amazónico, y en lo esencial, se respeten sus territorios y se los deje vivir en paz.
Esa toma de conciencia debe –dadas en los papeles, la vigencia universal de los Derechos Humanos y de los Derechos de los Pueblos Indígenas, consagrados ambos por la ONU y también, en nuestro caso, por la propia Constitución del Estado- hacer cesar el hostigamiento, las persecuciones y las invasiones que sufren los pueblos de la Amazonía frente a la avanzada de la sociedad dominante que aquí y en cualquier lugar del mundo, son siempre los colonizadores, los “pioneros”, de los supuestos espacios vacíos que siguen representando los territorios indígenas desde la mirada de la modernidad, el productivismo, el capitalismo, el socialismo, el desarrollismo,
el trabajo, la empresa, el progreso, la justicia social, todo lo que representamos, de izquierda a derecha, seamos mestizos, collas o blancos: todo eso que colisiona antagónicamente con los usos, el saber y el imaginario indígenas de la selva, ya que si no detenemos la erosión permanente que ello representa, más allá de las supuestas buenas intenciones (“los pueblos indígenas necesitan salud, educación”…¡y carreteras e ingresos económicos del mercado!), más allá del sentimiento honesto de algunos por “ayudar” a los indígenas, más allá finalmente de todos nuestros prejuicios viscerales y coloniales, esa toma de conciencia lo único deseable que debería promover es el respeto.
Respeto a ser y sentir diferente.
Respeto a vivir de otra manera y como se ha vivido más o menos siempre.
Respeto, justamente, a un modo de vida diferente y alternativo al que conocemos.
Respeto a una economía diferente, fundada en una relación más respetuosa
(que cualquiera de nuestros modelos económicos) con la naturaleza y con
el hombre mismo.
Respeto a una cultura diferente.
Respeto, insisto, nada más que eso.
Diré con franqueza: sucedió que, a la vez que se efectuaba la llamada Marcha Indígena en defensa de uno de los territorios ancestrales de refugio de algunos pueblos indígenas de las llamadas tierras bajas de ese sector de la Amazonía Sur continental que históricamente es conocido como Moxos (y que sólo desde la década de 1990 se empezó a llamar TIPNIS), fueron varios los que “descubrieron” que los indios –como decía- siguen existiendo, que grupos de ellos viven en los bosques de manera bastante tradicional, que esa manera se expresa –como ejemplo- usando arcos y flechas para cazar y pescar, que conservan sus idiomas originarios, un largo etcétera y que en suma: son diferentes a nosotros, o sea a todos los que vivimos y somos parte de la sociedad dominante, nacional o envolvente, como quieran llamarla.
De manera lamentable, encima de todo esto (me refiero con énfasis a la vida de los pueblos de la selva) cayó un inmenso alud de manipulación y tergiversación promovido por intereses económico-empresariales y político-ideológicos que terminaron desfigurando los motivos fundamentales de una acción defensiva de los derechos humanos de personas, hombres y mujeres, que viven allí, en el hoy famoso TIPNIS. Al grano: digo que la VIII Marcha Indígena buscaba en un inicio proteger a esos grupos no sólo de una carretera, sino de todos los impactos negativos que la misma trae encima del asfalto y que son mucho peores que los camiones que ya son una pesadilla.
* * *
Mientras escribo estas palabras el conflicto que se ha suscitado en torno al TIPNIS, continua, se bifurca, se metamorfosea –aunque muchas de las voces que clamaban por su defensa, se hayan callado.
Esto no es casualidad. Afirmo que el conflicto sigue y seguirá, con el actual gobierno de Bolivia o con cualquier otro, por un simple motivo: el drama histórico de los pueblos cazadores-recolectores-agricultores estacionarios de la selva no empezó con el conflicto del TIPNIS, ni terminará sólo por el hecho de firmar una ley o mil leyes que desestimen, como en este caso puntual, la construcción de una vía de penetración al mismo.
El drama de los pueblos de la selva –que salvo las llamadas “civilizaciones de la varzea” o territorios inundables, como bien ejemplifica la cultura prehispánica que poblaba Moxos (el actual Beni), eran en su inmensa mayoría pueblos nómades que vivían de una interacción activa y respetuosa con la naturaleza- empezó desde el momento que fueron obligados a sedentarizarse y reducirse por distintas órdenes religiosas, tras el fracaso militar de los invasores europeos de los siglos XVI y principios del XVII.
Ese drama –que no fue otra cosa que un genocidio que se pretende seguir ocultando y negando- se volvió un paroxismo de violencia durante la llamada época del caucho, el primer intento orgánico de incorporar a la Amazonía al mercado mundial capitalista.
Ese drama prosiguió durante todo el siglo XX, combinando la continuidad de la labor desestructuradora y etnocida impulsada por las iglesias con las manifestaciones de un capitalismo rapaz y desordenado: la expansión caótica e ilegal de la frontera agropecuaria, el recurrente saqueo de madera y la extracción de algunos otros productos de la selva como el oro o las pieles de animales.
Ese drama, hoy en pleno siglo XXI, como nunca antes en la historia, tiene un plan definido –una estrategia delimitada e impulsada por los bancos multilaterales, las empresas trasnacionales y los estados que administran la selva que se hizo conocida con otra sigla: IIRSA- y ahora sí, finalmente, allí puede encuadrarse el conflicto del TIPNIS, como el último eslabón de una cadena de agresiones inverosímiles que han sufrido los habitantes originarios de la selva, en los últimos cinco siglos de historia humana.
Algunos ya pensarán que soy un ingenuo incurable y que lo que afirmo no tiene apoyatura en la realidad, que son visiones idílicas sobre los indios, que ya no hay indios así. Eso no es verdad. Hay muchos segmentos de pueblos indígenas habitando en las llamadas regiones de refugio (insisto, una de ellas son sectores del propio TIPNIS) que, por decisión propia, no sólo han conservado la mayoría de sus usos y costumbres tradicionales, sino que a la vez no desean ser molestados, agredidos, invadidos por los de afuera, por los karayanas como se los conoce en el Beni, o por quien sea el que los avasalle, más moreno o menos moreno, más blanco o menos blanco.
Ese es el desafío de la actual construcción nacional en este tiempo histórico. Digo bien construcción nacional, ya que quienes afirman que el respeto a la autodeterminación indígena menoscaba la soberanía nacional, no entienden o no quieren entender que dada incluso su preexistencia como formaciones sociales anteriores a la aparición de los estados, los pueblos indígenas se constituyen en la piedra basal de la nacionalidad, en su mejor prueba y fundamento. Como anotó Bartomeú Meliá: “los derechos indígenas y sus territorios son aval –e hipoteca- de nuestros derechos como nación”. Sin indios, no hay nación o quedaríamos atrapados por una nación sin alma, una nación de pura melancolía y padecimientos. Éste, insisto, es el debate de fondo.
Si aceptamos la lógica que nos ha conducido hasta aquí, ellos, los indígenas, y sólo ellos, deberían ser los que decidan sobre su propio destino. Sin presiones, sin manipulaciones de ningún tipo. Y la sociedad mayor que los envuelve, por primera vez en la historia, debería respetar eso, de forma sincera. Si se anima, mejor: debería aprender de los indígenas. Autodeterminación, justicia y libertad pero ahora, ¡ya! Antes que sea demasiado tarde.
Si no somos capaces de hacerlo, por más que nos llenemos la boca de TIPNIS, los indígenas terminarán desapareciendo –porque así es la historia del mundo, desde la noche de los tiempos, agricultor vence a cazador, sedentario mata a nómade, ciudad domina campo, civilización aplasta barbarie, civilización extermina salvaje.
La única diferencia entre las atrocidades que se cometieron antes y las nuevas vejaciones que se siguen cometiendo ahora es que hay un límite, acordado por todos,a esos abusos y atropellos.
Son los derechos.
* * *
Unas pocas palabras más para terminar. Cuando Giuseppe Iamele, el autor de este libro, me solicitó que escribiera esta presentación, no dudé en hacerlo por un simple motivo: Giuseppe, en el sentido amplio y a la vez metafórico del término, también es un nómade, también es un cazador acorralado por los embates de esta modernidad absurda. Ahí está para quien quiera verlo otro de sus alegatos: su bello libro sobre las comunidades indígenas del río Quiquibey.
Soy otro paria, otro desadaptado. Otro incorregible. Siento, por ello, mucha empatía con Giuseppe, siento mucha empatía con lo que él quiere trasmitir con su quehacer, con sus fotografías, con sus poemas. Como titulé estas palabras, son quizás, imágenes del fin de un mundo.
Si no los respetamos, como insiste Possuelo, vendrá otro mundo: el mundo sin ellos. Sin los protagonistas de estas fotos. Valga la divulgación de este libro, para que la hecatombe no suceda, para que el mundo abra los ojos y el corazón a tanta tragedia ya vista, ya vivida, ya sabida.
Quiero creer que eso sucederá –quiero creer que un día diremos basta al etnocidio, basta a la destrucción de las culturas y a la asimilación forzada de los pueblos.
Mientras tanto, habrá que seguir militantemente del lado de las víctimas, del lado de los sobrevivientes, del lado de los últimos pueblos indígenas de la Amazonía. Sufro con los que sufren –clamó Calibán en el medio de la tempestad.
Río Abajo, 23-24 de noviembre de 2011