Fue una voz de la tierra, Tizón.
Fuego en Casabindo y El cantar del bandido y el profeta, de manera especial, pero también Sota de bastos, caballo de espadas, son la médula de esa expresión nacida de su querer y su fervor por su tierra, por Jujuy, por los Andes, que es lo mismo que decir por media Sudamérica. Tal vez, habría que decir que acaba de partir el más sudamericano de todos los escritores argentinos.
Aunque su obra es mucho más vasta, la épica de una historia signada por el olvido y la derrota anclada en esas páginas y narrada con maestría, la profundidad de mirada y sentimiento que irradia esa escritura, la búsqueda que subyace de un horizonte y un destino compartido que tuviera que ver con esas montañas y esas gentes que las poblaron siempre, todo ese legado –único, insisto, al sur del Trópico de Capricornio-, es el mejor Tizón.
De ahí que, cada vez que me referí a él, por estos motivos que anoto, siempre lo hice vinculándolo a otro grande de Sudamérica toda: José María Arguedas. Siempre creí que con él, y con el malogrado Manuel Scorza, formaban una trilogía invencible de escritores que habían universalizado los Andes.
Tizón tuvo el mérito doble de hacerlo desde un país que le da la espalda a la puna, a las cordilleras, que no se reconoce también como lo que es: un país andino. Se ha muerto un escritor andino y universal, se ha muerto Tizón.
Una vez, hace unos años, fue Sylvia Iparraguirre, la que tras una visita a La Paz, me dio el número de fax de su casa de Yala e intercambiamos con don Héctor un par de ellos, de ida y vuelta. Yo quería conocerlo a los ojos y preguntarle por la hechura íntima de esas sus obras mencionadas, quería preguntarle por los lugares, la geografía literaria que el construyó con tanta devoción. Conocía, conozco bien la puna y quería hacer un mapa con él, en base a sus libros, en base a sus recuerdos. Un mapa, tal cual, un mapa como el que él mismo había hecho y que estaba incluido en una de las ediciones de Fuego en Casabindo. El me dijo que viniera a Yala, que me esperaba en Yala, me dio un teléfono para que lo llamara, pero yo nunca fui, nunca pude ir. ¿Qué puedo decir ahora?
Diré algo más, nada más: queda la memoria de la puna (Don Héctor, al fin, conocerá a los masacrados de Quera), y queda la puna, la puna pura y dura y la puna de Tizón. Esa puna no morirá jamás, porque está atesorada en sus libros. Es un hallazgo y una herencia. Ojalá que esa obra, que su lectura, sirva para reconocernos como lo que somos, ojalá sirva para que recuperemos esencias y desde nuestro presente, volvamos a escuchar a esas voces de la tierra, a voces como la de Tizón, ahora que ha partido, y ya andará por los lados de Vilama, de Jama, de Cusi, por donde andaba Jesús apareciéndose, como el mismo nos advirtió en El cantar del bandido y el profeta…su libro más entrañable.
Bajo la luna llena, desde las montañas de Río Abajo, de La Paz-Bolivia, un redoble emocionado y agradecido en homenaje a él.
Río Abajo, 30 de julio de 2012