A César Jojajé
Chuncho es una palabra de proyecciones míticas y resonancias mágicas. “Chuncho” o “chunchu” es una palabra que en idioma quechua, que en los Andes, se traduce simplemente como “salvaje”, en el mismo sentido que usaban la palabra “bárbaro” los griegos clásicos, los padres y las madres de la filosofía occidental. El término aparece en muchas de las crónicas coloniales tempranas y usando la misma mecánica que su similar europeo, sirve para definir todo lo que no era inca, andino, organizado, establecido y culturalmente inferior desde la mirada que se extendía desde arriba (la sierra, el altiplano) hacia abajo (las selvas, las llanuras). “Vienen los chunchos, vienen los chunchos” –era el grito de alerta y espanto que circulaba de boca en boca desde las “chunchu apachetas” o “miradores del chuncho” que todavía resisten en la memoria de los pueblos viejos, aquellos que están colgados entre las nubes y los contrafuertes de la precordillera andina. Sin embargo, siempre hay una historia dentro, debajo o detrás de la historia, siempre hay otra historia.
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Felipe Guamán Poma, en su Nueva Crónica y Buen Gobierno, cuenta acerca del sexto Inca, el Inca Roca. La narración, siendo escuetísima, está cargada de imágenes y significados. Es un perfecto microcuento.
Inca Roca era un hombrón, un runa colosal y atemorizante, que aparte hablaba mucho y “hablaba con trueno”. A estas virtudes, sumaba la de ser un gran jugador, un saqueador malvado (“amigo de quitar hacienda de los pobres”, anotó el cronista) y un “putañero” de aquellos. Estos méritos, a lo largo de los siglos, siempre fueron cualidades que distinguieron –para estigmatizarlos- a los “conquistadores” fuera de serie, a esos hombres, como Alejandro, como Atila o como Gengis Kan, que tenían también un pie en el mundo de los divino, semidioses no consagrados pero que en el alma de los pueblos, de sus pueblos, eran eso.
Inca Roca, siguiendo esa línea perversa de canonización de la bestia, “conquistó todo chuncho”, es decir el Antisuyo, una de las cuatro partes del Reino de los Suyus, el Tawantinsuyu, y todo lo que bajaba hacia la selva, desde el Cusco o desde los cerros.
Dije que la historia es riquísima: según Guamán, el Inca hizo lo que hizo convirtiéndose en jaguar, a conveniencia, con lo cual aquí ya tenemos configurado a un personaje excepcional, mítico y mágico a la vez, que engancha con la tradición totémica y chamánica que a la vez, como ejemplo, convertía en lobo de las estepas al kan de los mongoles.
Esta historia da mucho que pensar, es muy evocativa y continúa así: el Inka-Jaguar (El Inka-Otorongo) vivía la mayor parte del tiempo en la selva, donde tenía hijos y casta, según el bueno de Felipe, que en dos párrafos memorables, cambia toda la historia, la desmiente, la invierte, la deja en suspenso.
Escribe el “águila-puma” de las letras coloniales: “otros dicen que no los conquistó, sino que hizo amistad y compañía”. Para el caso, es lo que también va sucediendo con ese Alejandro Magno revisado y revisitado, que va mutando su imagen clásica de asesino sanguinario a un hombre forjador de una ecúmene intercultural. En ese marco, uno tiene todo el derecho a dudar: ¿y si la historia, el mito o la leyenda del Inca Roca eran exactamente al revés? ¿Y si el rey-jaguar, en verdad, vino de la selva?
Hay un motivo poderoso. Según el informante, Inca Roca fue quien introdujo la coca en los Andes y el que enseño a cultivarla a los indios de arriba. En el presente de mistificaciones donde vivimos, el testimonio aportado por Guamán Poma (que data de 1615) no sólo es sugerente en extremo, sino que es revelador. La coca, la planta emblemática de la cultura andina, es culturalmente selvática. No sólo es un vegetal natural de los montes tropicales, sino que sus habitantes la habían domesticado, la cosechaban y la consumían.
El hombre que se volvía jaguar, el hombre con súper poderes que sólo la naturaleza brinda a sus hijos elegidos, el hombre que primero es descripto como un ladrón y un bribón, ¿no podemos imaginarlo al revés? ¿No podemos concebirlo como un gran líder, un sabio, un portador e irradiador de cultura que sube y se arraiga en los Andes y no sólo deja su impronta mágica en la memoria, sino que hasta trae consigo la coca, la sagrada coca, con todas sus implicancias pasadas y presentes? Es indudable que la historia del Inca Roca guarda conexión y nutre o viceversa con la saga de Tunupa, el Cristo aymara, el Cristo de los Andes, sobre la cual tanto reflexionaron Kusch, Restrepo y algunos pocos más.
Me extendí sobre esta historia porque te hace preguntarte sobre la relación existente entre los pueblos de las tierras altas y los pueblos de las tierras bajas, antes de la llegada de los invasores españoles.
Hace poco, en una jornada académica sobre etnohistoria de la Amazonía, realizada en la ciudad de La Paz, un filósofo y antropólogo beniano o mojeño, mojeño o beniano, mi amigo Daniel Bogado, apuntaba en esa dirección cuando reclamaba que sobre la persistencia en la visión andinocéntrica (así los investigadores sean franceses o finlandeses) de insistir en estudiar sólo la penetración o presencia o influencia inca o andina en las selvas, había que indagar lo contrario y/o lo complementario: la penetración o presencia o influencia de las culturas amazónicas en las tierras altas.
A decir verdad, tras tantos siglos unidireccionales, es poco, bien poco lo que podemos saber o testimoniar en esa perspectiva, más allá de lo obvio, y algo de lo ya anotado: animales y plantas emblemáticas de la cultura andina son originarias de la selva.
Toda una iconografía –desde Tiwanaku- se nutrió de ello, y esto no puede ser considerado un dato menor. Menos aún, y en la misma dirección ideológica que, y es sólo otro ejemplo, el líder del Gran Alzamiento de Indios, de 1780-82, elija como nombre de guerra el de Tupac Amaru, La Gran Serpiente.
Toda esa distancia cultural (y mental) queda abolida y más bien es la fuerza del tigre (y no del cóndor) o es la astucia de la víbora (y no del zorro) la que define los contornos simbólicos donde se proyecta el liderazgo o la rebeldía, de un lado y del otro de los Andes.
Aquí sólo dejaré anotada otra palabra mágica: Paititi, la ciudad sagrada o pérdida, el reino escondido, o cómo quieran evocarlo, pero que siempre dispara un sentido, unívoco y terriblemente misterioso pero que dicta, en perfecta conjugación con el sentimiento pro amazónico de Bogado, algo esencial pero que aún no vemos o se nos escapa de las manos: la verdad, La Gran Verdad, que sigue oculta en el medio de la selva. Anoto otra palabra mágica y no diré nada más: Kallawaya.
Esta verdad, decíamos, guarda pocas pruebas, se le reclama evidencias, datos de los archivos, de los anales, testimonios. La historia, inoculada de ciencia, es cierto, se ha vuelto una especialidad árida y aburrida. Hoy, frente a tanta historia social que no termina de desencapsularse, el viejo y bueno de Heródoto sería considerado un charlatán, un cuenta cuentos, un loco. Ni modo. Aún así, si revolvemos el baúl del pasado, siempre alguna cosa encontraremos y siendo atrevidos –a lo Medinaceli, o mejor dicho como lo fue el malogrado Thierry Saignes-, algún destello puede haber que ilumine esa negación obsesiva.
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Esta historia es tan fascinante como la anterior. ¿Dos historias fascinantes?… ¡cuantas, carajo! diría con emoción Paul Valery.
En 1677, un fraile franciscano bien acucioso, llamado Juan de Ojeda, entró a la Amazonía, al país de los chunchos, por el lado de Carabaya,[1] una de las cuatro entradas históricas a la selva, ubicada al sudeste de Cusco. Hoy, esa ruta es la que ingresa desde la ciudad de Puno.
En una carta, narra su llegada a un pueblo de indios que él bautizó como Santa Úrsula, situado “desde San Cristóbal, asiento de mina y lo último de la cristiandad, diez y ocho o veinte leguas”, es decir a unos 100 kilómetros. Lo último de la cristiandad… ya lo dice todo y con ese sabor a confín que vamos perdiendo.
San Cristóbal era uno de los yacimientos auríferos explotados en el sector de San Juan del Oro, la primera fundación española en la vertiente oriental andino-amazónica, en la ceja de selva, alrededor de los años 1538-1540, cuando algunos soldados de las guerras civiles que enfrentaban a Pizarro con Almagro, se cansaron de las armas y se fueron a buscar oro, que es lo que más deseaban. Otros terminaron fundando la ciudad de La Paz…
Los que fueron por el oro, encontraron tanto metal amarillo que San Juan fue declarada por Carlos V como Villa Imperial, la primera así nombrada en el Nuevo Mundo.
Lo expresado en la carta del cura Ojeda sobre los moradores de Santa Úrsula es revelador: “la gente de este pueblo y nación, Araonas en su idioma, serán hasta de setenta personas, de los cuales son los cincuenta cristianos y los veinte se han ido a la tierra adentro. Dicen correrá esta nación más de cuarenta leguas de largo y cuentan más de veinte pueblos del tamaño de éste, poco más o menos, y el último llaman Toromonas, que dicen ser muy grande, y tiene cuatro caciques que los gobiernan, y de estos nunca salen acá fuera, y que van allá todos los de los demás pueblos a buscar almendras, de que abundan, para los rescates. Y habiendo inquirido las tradiciones de estos indios, dicen que fueron vasallos tributarios del Inca del Cuzco, a donde les llevaban tributo de oro, que llaman vio, y de plata, que llaman çipiro, y plumas y otras cosas de valor de esta tierra…”
Esta cita sola, basta para cambiar muchas ideas preconcebidas que se repiten sobre la historia de la selva. La referencia a las almendras –la castaña amazónica- ilustra claramente acerca de los territorios de los que habla Ojeda: son los bosques húmedos tropicales que caracterizan el noroeste de Bolivia y el sudeste del Perú, al sur pero especialmente al norte del río Madre de Dios, donde hay más castañales. El lector puede buscar cualquier mapa y guiarse.
El dato que en verdad impacta, por lo que de ello implica, es cuando Ojeda afirma que los Araonas y los Toromonas llevaban al Cusco ellos mismos sus tributos, tanto de oro y plata como de plumas de aves y otros productos de la Amazonía. Es decir, Araonas y Toromonas al menos, iban al Cusco, subían desde la selva a la cordillera, subían desde el corazón de la Amazonía hasta los Andes, hasta el corazón mismo del estado incaico. ¡Vaya viaje!
Si esto lo tomamos al pie de la letra (y la pregunta es: ¿y por qué no?), configura un espacio de intercambios económicos, sociales y culturales tan vasto que aún en el presente es difícil de concebir.
Marca, a la vez, un horizonte donde pensar la cuestión de esos intercambios y de sus implicancias es completamente diferente a la sancionada por siglos de oscurantismo, colonialismo externo e interno, republicanismo, positivismo y racismo visceral contra los pueblos indígenas, especialmente contra los pueblos de la selva.
Rompe distancias culturales fosilizadas. Plantea el desafío de miradas radicalmente diferentes a los actuales conflictos que atraviesa la Amazonía. Crea sinergías, hace latir y refuerza hipótesis tan atractivas como la del rey-jaguar.
Hay más del testimonio de Ojeda: es otro microcuento perfecto como el de Felipe Guamán, esos trazos únicos que son retazos vigorosos de historia y son saberes, a veces más valiosos que un libro entero.
El padrecito Juan también escribió sobre la dramática situación vivida cuando los españoles invadieron el Tawantinsuyu. Así, por boca de los Araonas contactados en la aldea que bautizó en recuerdo a la mártir y las 11 mil vírgenes, Ojeda se enteró que de ida al Cusco a entregar sus tributos, “en el camino encontraron grande muchedumbre de indios incas, que así llaman a los del Cuzco, que les dijeron que ya su Inca estaba muerto por los españoles, y que todos juntos se volvieron a esta provincia, pasando los incas a tierra adentro, que dicen es llana y pajonales”.
¡Vaya prueba! Este relato –cargado de intensidad histórica pero sobre todo de intensidad lírica: imaginen ese cortejo de los derrotados yendo a buscar amparo entre sus hermanos de la selva: abismos, barro, piedra que rueda, piedra que cae, musgo, liquen, tormenta, el trueno sobre los cocales del Inka Jaguar…hasta llegar a los grandes ríos, los inmensos llanos, los frondosos bosques-, este testimonio, decíamos, no hace más que corroborar todo lo que venimos expresando, inclusive ampliando el espacio y el horizonte ya que esa tierra llana y de pajonales bien pueden tratarse de las llanuras del río Mamoré y de sus afluentes, en el Beni actual, donde vive mi amigo Bogado.
Lo que sí sabemos y sentimos es que hay mucho más que indagar, mucho más que comprender, pero con el corazón abierto, sobre cómo se entrelazaban y se interpenetraban el mundo de la chonta y el mundo de la piedra.
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Hay una historia, sólo una historia más, que intentaré anotar a la manera de Felipe y el fraile: hubo una vez cuando un chamán asazaire subió con su familia y en canoa por uno de los afluentes del gran río Amaru Mayu o Madre de Dios, subió por el Tambopata,[2] hasta donde ahora se encuentra San Juan del Oro, la otrora Villa Imperial. El viaje duró meses, atravesando el bosque virgen. ¡Vaya viaje!
El chamán quería que su hijo reconociera los lugares sagrados, donde moran los espíritus más tenaces de la selva, y no los olvidase. Eso fue hace (casi) cincuenta años cuando la selva aún no estaba ni tan amenazada ni tan agredida como ahora.
En el mes de junio de este año, fuimos con el hijo del chamán -un hombre que ya tiene 76 años-, con su nieto y con sus bisnietos, a intentar recrear y revitalizar el círculo mágico, aunque tal vez no se pueda. El cerco a la selva, la aniquilación de los árboles, la muerte de los animales, la aculturación de los indios, está condenando a enterrar todo este tesoro en el fondo del olvido o en la pantalla de un televisor de plasma de 32 pulgadas, que es lo mismo.
Lo que sí pasó es que los descendientes de aquellos moradores de San Juan, Putina y San Ignacio de los años 60 se acordaron –algunos con emoción sincera- de aquella historia que les habían contado sus abuelos, de aquella vez, cuando de la nada, cuando de la selva, cuando con sus arcos y con sus flechas, cuando en paz y como de milagro, habían aparecido y retornado los chunchos.
La historia se volvió a repetir, y otra vez de manera inesperada: “Vinieron los chunchos, vinieron los chunchos”-dijeron sin gritar, con respeto, de boca en boca y muchos se juntaron para verlos y abrazarlos y, signo de los tiempos, tomarse una fotografía con ellos.
Quisiera creer que en esa emotividad sincera y compartida, hay la posibilidad de recobrar una mística, hay un germen de multiplicación de la esperanza, hay un fuego apasionado y colectivo, hay un detonante para la lucha.
Pablo Cingolani
Río Abajo, 27 de julio de 2012
Nota. Todas las citas son de Felipe Guamán Poma de Ayala: El primer nueva corónica y buen gobierno [1615]. Edición crítica de John Murra y Rolena Adorno. Siglo XXI, 3 ed., México D.F., 1992, y de Copia de carta que escribió al conde de Castellar el Padre fray Juan de Ojeda, Misionero franciscano, en 13 de septiembre de 1677. En Juicio de Límites entre Perú y Bolivia. Prueba peruana presentada al Gobierno de la República Argentina por Víctor M. Maurtua. Heinrich y Co., Barcelona, 1906. Tomo duodécimo, Misiones.
[1] Carabaya es la españolización del término Kallawaya.
[2] Vale la pena transcribir lo que dijo de los indios del Tambopata, don Felipe Guamán: “Desde Tanbo Pata tienen sus taquies y hayllis y arauis de las mosas y de los mosos, pingollos. Y los Antis y Chunchos son yndios desnudos y ací se llaman Anti runa micoc”. Para que se comprenda: taquies: danzas ceremoniales; hayllis: cantos de triunfo; arauis: cantar de hechos de otros; pingollos: flautas y esta es la mejor de todas: Anti runa micoc: los del Anti, comedores de hombres. ¡Guamán describía una fiesta de caníbales! El péndulo, esta vez, se inclinaba a favor de la historia oficial. El Tambopata es el río Bahuaja, del pueblo Ese Eja.