Los bosquimanos del desierto del Kalahari, cuya composición genética se asemeja más a la de los primeros homínidos, se identifican hoy con los primeros ocupantes de aquellas tierras, mientras que los grupos bantúes y zulus, que hoy constituyen la mayoría demográfica de Sudáfrica, llegaron procedentes del norte hace apenas algunos siglos, poco antes de que desembarcaran por allí los primeros europeos. Los maori de Nueva Zelanda llegaron a estas islas hace unos setecientos años procedentes de Polinesia, unos cuatro siglos antes de los primeros europeos. Cuando estos llegaron a las costas de América por primera vez, este continente ya había sido poblado desde hace milenios por diversas corrientes migratorias procedentes de Asia. La supuesta ocupación originaria e ininterrumpida de un territorio es uno de los criterios utilizados más frecuentemente para distinguir a los pueblos indígenas hoy en día.
En la época moderna, el debate sobre los pueblos indígenas fue desencadenado a raíz del primer contacto que tuvo la Europa del período de «los grandes descubrimientos» con los habitantes de ultramar, comenzando por el uso desafortunado del vocablo «indios» para describir a los «naturales» de estas tierras. En el siglo XVI se desató en España una gran disputa acerca de cómo debía la Corona tratarlos, controversias en las que intervinieron Sepúlveda, Las Casas y otros, y se atribuye a Francisco de Victoria la paternidad del moderno derecho internacional de gentes. Poco se sabe en cambio de las disputas que sin duda las hubo entre los indígenas acerca de cómo interpretar y cómo tratar a los pálidos invasores que sin más se adueñaron de los territorios, bienes y riquezas de los naturales, sin más argumento convincente que el caballo, el arcabuz y la cruz.
Al asumir unilateralmente el derecho de conquista, la Corona dejó sin derechos propios a los autóctonos, salvo los que la propia Corona tuviera la gracia de concederles. Con algunas variantes, las demás potencias europeas hicieron lo suyo en las tierras que les tocó «civilizar». Ya entrado el siglo XIX los estados nacionales, herederos de aquellos imperios coloniales, se ocuparon de sujetar o «pacificar» a lo que quedaba de los pueblos «bárbaros» y «salvajes» que se resistían a ser dominados y despojados. En las Américas en el siglo XX, esta política llamóse indigenismo y el proceso de asimilar e incorporar a los pueblos indígenas al estado recibió el nombre de desarrollo.
Esta transformación se dio con variantes en distintas partes. En el Caribe, las costas del Brasil y de Virginia la población autóctona fue físicamente eliminada desde los principios de la colonización (primeros ejemplos modernos de genocidio) y sustituida por la mano de obra esclava traída de Africa. En América del norte, así como en el extremo sur del continente, el comercio de pieles y otros artículos entre colonizadores y grupos indígenas permitió el florecimiento de una economía mercantil de frontera durante algunas generaciones hasta que la extinción de los animales y la presión de las oleadas de colonizadores europeos la desestabilizaron. Por algún tiempo el trato entre los indígenas y los colonizadores fue reglamentado mediante tratados internacionales (Canadá, Estados Unidos, Chile, Nueva Zelanda), pero muy pronto el estado colonial o sus sucesores se deshicieron de estos instrumentos y asumieron el control directo de los territorios y las poblaciones sometidas.
En su gran hazaña el estado colonial fue auxiliado desde los primeros tiempos por los misioneros y los evangelizadores religiosos, cuya tarea fue múltiple. En primer lugar, diseminar el evangelio cristiano, segundo, legitimar la conquista ideológicamente, tercero, ayudar a mantener el orden en las nuevas sociedades coloniales y, cuarto, proteger cuando fuera necesario, a los colonizados (ahora transformados en vasallos del Rey) de los excesos del colonizador.
Salvo raras excepciones, los estados nacionales herederos de las administraciones coloniales, impusieron su modelo de nación y su sistema jurídicoadministrativo a imitación de estos, con frecuencia sazonado con una buena dosis de racismo y de darwinismo social que florecieron durante los siglos diecinueve y veinte. Los «salvajes» y «bárbaros» de las primeras épocas se transformaron en «minorías subdesarrolladas» que habrían de ser conducidas hacia el progreso, la civilización y el desarrollo por gobiernos modernizadores, iluminados y bien intencionados.
La realidad fue otra, sin embargo. Se acentuaron el despojo de tierras, la explotación de la mano de obra indígena, la destrucción del medio ambiente y la apropiación por parte de diversos intereses económicos de los otrora abundantes y ahora escasos recursos de los pueblos indígenas. Aumentaron entre estos la pobreza, la desnutrición, las enfermedades, la emigración en pos de mejores oportunidades, los síntomas de desorganización social, así como la pérdida progresiva de su identidad y de su patrimonio lingüístico y cultural. La historia de los genocidios y etnocidios sufridos por numerosos pueblos indígenas alrededor del mundo es uno de los capítulos menos conocidos de la historia moderna.
Las complicadas relaciones entre los pueblos originarios y los estados nacionales que surgieron de la caída y fragmentación de los imperios coloniales constituyen hasta la actualidad el marco de referencia de la problemática de los derechos humanos de los pueblos indígenas. Los intereses vinculados a la economía globalizada desde mediados del siglo veinte han penetrado de manera creciente en los territorios tradicionales de los pueblos indígenas, como es el caso en la cuenca amazónica, en los bosques boreales de la América septentrional, en el hábitat indígena del sureste asiático y de la franja siberiana del norte de Asia.
El discurso de los derechos humanos que se fue construyendo en el mundo occidental a partir de la Ilustración prestó al inicio poca importancia a los pueblos indígenas a no ser para denunciar, de vez en cuando, los abusos y las atrocidades de los que fueron víctimas. Tratados como incapaces o menores de edad, los indígenas fueron objeto, en el mejor de los casos, de políticas asistenciales e intentos de protección institucional por parte de sociedades de beneficencia, misiones religiosas o alguna que otra oficina secundaria del estado (como el Servicio de Protección de los Indios, creado por un oficial militar en Brasil a principios del siglo veinte). Incluso en las repúblicas ilustradas los indígenas no tenían hasta hace poco, los mínimos derechos civiles y políticos, e instancias nombradas desde el poder los representaban y velaban supuestamente por sus intereses.
En la región americana fue convocado el primer congreso indigenista interamericano en 1940 en el cual participaron los gobiernos y algunos antropólogos con el objeto de coordinar la política indigenista continental. Algunas décadas más tarde las organizaciones indígenas denunciaron ácidamente estas políticas gubernamentales por paternalistas, autoritarias, sesgadas e ineficientes.
En el sistema de las Naciones Unidas comenzaron a moverse algunas cosas. A principios de los cincuenta la Organización Internacional del Trabajo envió una misión a los países andinos y poco después organizó el Proyecto Andino de asistencia técnica y cooperación para el desarrollo de las comunidades indígenas de la región. En 1957 la OIT adoptó el Convenio 107 sobre poblaciones indígenas y tribales en países independientes, que fue modificado en 1989 y se conoce ahora como el Convenio 169. Este es el único instrumento jurídico vinculante sobre los derechos de los pueblos indígenas, habiendo sido ratificado hasta ahora solamente por diecisiete estados parte. En la ONU se viene discutiendo desde hace diez años un proyecto de Declaración sobre Derechos de los Pueblos Indígenas que hasta el 2006 no había encontrado consenso entre los Estados miembros de la Comisión de Derechos Humanos (desde 2006 transformada en Consejo de Derechos Humanos). En el sistema interamericano la Organización de Estados Americanos (OEA) está dedicada a una tarea semejante sin que hasta la fecha haya tenido resultados.
El movimiento indígena internacional comenzó a manifestarse a principios de la década de los ochenta, después de diversos intentos a nivel nacional y distintas experiencias de organización. Cobró mayor fuerza a raíz de la conmemoración en 1992 del sesquicentenario del «encuentro de dos mundos» y la proclamación por la ONU del primer decenio de los pueblos indígenas (1995-2004). Desde aquellos años comenzó a funcionar en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU un grupo de trabajo sobre poblaciones indígenas a cuyas sesiones anuales acudieron en número creciente representantes de pueblos y comunidades indígenas de muchos países. Estas reuniones en la ONU fueron para los indígenas un proceso de aprendizaje de las complejidades del mundo diplomático multilateral y una ocasión para forjar alianzas entre ellos y con diversas organizaciones no gubernamentales de derechos humanos. Así fue surgiendo a lo largo de estos encuentros una agenda indígena de derechos humanos, que ha contribuido paulatinamente a la emergencia de un nuevo derecho internacional de los pueblos indígenas y a la construcción de los pueblos indígenas como un nuevo sujeto colectivo del derecho internacional.
El régimen internacional de los derechos humanos permite que los pueblos indígenas se inserten en sus tres vertientes principales. En primer lugar, los indígenas reclaman para sí todos los derechos individuales garantizados en la Declaración Universal (1948), los dos Pactos Internacionales de Derechos Humanos (1966) y numerosos otros instrumentos jurídicos internacionales de derechos humanos. Si bien esto puede parecer lógico y evidente, el hecho es que en numerosos países los indígenas siguen sufriendo discriminación étnica, racial y de género, y en algunos hasta hace poco eran sujetos de regimenes tutelares especiales sin disfrutar plenamente de todos los derechos humanos reconocidos. Su acceso a la justicia es generalmente difícil, su participación política es limitada, sus niveles socio-económicos se encuentran por debajo del promedio nacional, su identidad cultural es negada y sus características culturales son menospreciadas por la sociedad mayoritaria o hegemónica. Con razón el movimiento indígena planteaba desde sus inicios «el derecho a tener derechos.»
Hay quienes sostienen que el perfeccionamiento del sistema de protección a los derechos humanos es suficiente para que también los indígenas disfruten plenamente de estos derechos. Sin duda se han logrado avances en la protección de los derechos de todos los individuos independientemente de sus características étnicas, culturales o raciales y en muchas sociedades hay personas indígenas que gozan todos los derechos al igual que otros ciudadanos. Sin embargo, el movimiento indígena internacional no considera que esto sea suficiente.
Si bien en la ONU se fue elaborando paulatinamente un régimen de protección a minorías (cuya expresión más reciente es la Declaración de Minorías adoptada en 1992), la aplicación del concepto de minoría a los pueblos indígenas se enfrentó a varias dificultades en el sistema internacional a pesar de que diversos estados usaban corrientemente el término «minorías indígenas. » Este término fue utilizado mayormente con respecto a grupos religiosos, nacionales o lingüísticos que debido al movimiento histórico de las fronteras entre estados o a migraciones vinculadas a conflictos bélicos, se dieron principalmente en los países de Europa y del Asia Occidental. Los representantes gubernamentales de los países latinoamericanos siempre afirmaban en la ONU que en esta región no había «minorías» en el sentido señalado.
En cambio, la problemática de los derechos indígenas se fue inscribiendo en la temática de la eliminación de la discriminación racial y étnica, que la ONU había adoptado desde sus primeros años, especialmente con referencia a África del Sur. También este enfoque resultó estrecho para los planteamientos indígenas, que finalmente fueron afianzados bajo el paraguas de los derechos de los pueblos, al amparo del artículo primero de los dos pactos internacionales de derechos humanos, que a la letra afirma que todos los pueblos tienen el derecho a la libre determinación.
Las organizaciones indígenas presentes en los foros de la ONU y otros organismos especializados, así como posteriormente en el sistema interamericano de protección de los derechos humanos, presentaron sólidos alegatos en torno a las violaciones históricas de sus derechos a la libre determinación como pueblos, cometidas por los imperios coloniales, los Estados pos-coloniales y más recientemente por actores no estatales como las grandes empresas transnacionales. Sus argumentos se fueron consolidando a lo largo de su participación cada vez más estructurada en foros multilaterales como la cumbre de Rio sobre el Medio Ambiente (1992), la Conferencia Mundial de Derechos Humanos (Viena 1993) y la Conferencia contra el Racismo y la Discriminación (Durban 2001). La ONU también acogió con el tiempo la demanda de las organizaciones indígenas de crear un Foro Permanente sobre Asuntos Indígenas en el marco del Consejo Económico y Social y la creación del mandato del Relator Especial para los Derechos Humanos y las Libertades Fundamentales de los Indígenas por la Comisión de Derechos Humanos (que fue sustituida en 2006 por el Consejo de Derechos Humanos).
En estos procesos se fue perfilando la perspectiva que si bien los indígenas como individuos tienen todos los derechos humanos individuales ya garantizados a nivel internacional (y en la mayoría de las legislaciones nacionales), estos no pueden ser plenamente disfrutados si no son reconocidos los pueblos indígenas como entes colectivos con identidad propia y con derechos colectivos que históricamente les habían sido negados.
El reconocimiento de los derechos colectivos de los pueblos indígenas constituye actualmente el hilo rojo que recorre todos los ámbitos del debate sobre sus derechos humanos. Queda abierta la cuestión, sin resolver todavía, de quiénes son esos pueblos en la práctica, cuáles son las unidades que han de ser reconocidas como sujetos del derecho (comunidad, tribu, grupo etno-lingüístico, territorio etc.), qué criterios son utilizados para definirlos y quiénes establecen estos criterios y con qué propósitos. El Convenio 169 de la OIT y el proyecto de Declaración de los Derechos Indígenas de la ONU reconocen que los indígenas tienen el derecho a la autodefinición, pero su ejercicio en la práctica es a veces problemático. En algunos países (Canadá, Estados Unidos, Nueva Zelanda, Chile) el estado colonial firmó tratados con las naciones indígenas que luego fueron desconocidos unilateralmente por el estado post-colonial. En otros países se reconocen determinados pueblos o naciones indígenas en las recientes reformas constitucionales o legislaciones en la materia. En otros, esta tarea la han asumido los tribunales.
No ha sido fácil que el discurso de los derechos humanos, tan orientado hacia las libertades fundamentales de las personas, incorpore el concepto de derechos colectivos. Para los pueblos indígenas, el reconocimiento de sus derechos colectivos tiene diversas vertientes: territoriales, jurídicas, culturales, sociales, económicas y políticas. Habiendo sido víctimas de seculares despojos de sus territorios ancestrales y tradicionales, para muchos pueblos indígenas la recuperación y la protección de sus tierras y de su hábitat son la condición sine qua non de su supervivencia como colectividades identificables. Un viejo dicho en América reza: «un indio sin tierra es un indio muerto.» Si bien al paso del tiempo muchos indígenas se desterritorializaron y se fueron urbanizando, para los núcleos remanentes la tierra sigue siendo el referente primordial de la identidad colectiva. El territorio indígena es también el punto de partida para la recomposición de los pueblos indígenas como actores colectivos en el mundo contemporáneo.
En su lucha por el reconocimiento jurídico de sus territorios, los pueblos indígenas han logrado en décadas recientes algunos éxitos, aunque no siempre la legislación respectiva es respetada en la práctica. En la actualidad muchos de estos territorios están amenazados por las actividades casi incontrolables de empresas extractivas (petroleras, mineras, hidroeléctricas, madereras) o por proyectos de desarrollo (industriales, turísticos, urbanos, portuarios) que arrasan con el medio ambiente y las formas de vida de los indígenas. Estos procesos han generado múltiples conflictos sociales, legales y políticos, algunos de los cuales se ventilan en los tribunales así como en los escenarios internacionales, y otros en las protestas, las marchas y las concentraciones.
Otros más han generado violencia.
Hoy en día el control de los espacios territoriales indígenas implica también el control de los recursos, tema de enorme importancia para estos pueblos. Si bien los recursos del suelo, los bosques y las aguas son esenciales para la su subsistencia, no son menos cruciales en la actualidad los recursos del subsuelo. Por lo general, los Estados se reservan el derecho de la propiedad de estos recursos naturales, pero los indígenas reclaman, cada vez más, una participación en las decisiones, el manejo y los beneficios de los mismos, tal como señala el Convenio 169 de la OIT. En algunas partes se han logrado avances en la coparticipación de los indígenas en el manejo de los recursos naturales, pero en la mayoría de los casos no son más que espectadores impotentes de los despojos y la destrucción de sus territorios y tierras ancestrales.
Las sociedades contemporáneas valoran de manera creciente la diversidad cultural y se declaran con frecuencia como multiculturales y pluriétnicas. La UNESCO adoptó hace algunos años un convenio internacional sobre la diversidad cultural y varios instrumentos internacionales sobre los derechos humanos incluyen el «derecho a la diferencia.» Los indígenas vienen planteando desde hace tiempo el derecho al reconocimiento y la preservación de sus culturas en el marco de sociedades hegemónicas que históricamente han dictaminado lo contrario. En este espacio contencioso se reclaman derechos culturales, lingüísticos y educativos que no siempre reciben del Estado y de la sociedad dominante el respeto y la dignidad que merecen. Cómo traducir estos derechos en auténticas políticas sociales sigue siendo uno de los temas más controvertidos de la actualidad en las relaciones entre los pueblos indígenas y los estados nacionales.
Las políticas públicas de los Estados tienen también el objetivo de incrementar los niveles de desarrollo económico, social y cultural de la población, que entre los indígenas se encuentran generalmente por debajo de los promedios nacionales. Cómo cerrar estas brechas y cómo garantizar la igualdad de oportunidades constituye actualmente uno de los principales desafíos a los que se enfrentan las sociedades multiculturales, y particularmente aquellas en que hay poblaciones indígenas. No basta con proclamar o legislar los derechos económicos, sociales y culturales; esto generalmente ya está dado, aunque no sin dificultades. El reto consiste en la implementación de estos derechos, la aplicación de las leyes, la instrumentalización efectiva de las políticas públicas y, lo que los indígenas siempre y en todas partes reclaman, la voluntad política.
Por todo lo anterior, resulta significativo que en los últimos años los pueblos indígenas han incrementado sus niveles de movilización política en los escenarios electorales, como también en la construcción de alternativas institucionales autonómicas, y han emergido como nuevos actores sociales en numerosos países. Las primeras décadas del siglo XXI serán una oportunidad para que los pueblos indígenas consoliden su presencia visible y activa en los procesos sociales y políticos contemporáneos y logren definitivamente obtener los derechos humanos que durante tanto tiempo les fueron sustraídos.
El autor es Doctor en Sociología por la Universidad de París, Profesor Emérito del Centro de estudios sociológicos del Colegio de México. Fue Relator especial de las Naciones Unidas. Extracto del libro “Pueblos indígenas y derechos humanos”, de la Universidad de Deusto, Bilbao. Vol. 14. 2006 (P. 21-28)