Estos derechos están condensados en el histórico artículo 31 de la Constitución Política del Estado Plurinacional, que dice:
“I. Las naciones y pueblos indígena originarios en peligro de extinción, en situación de aislamiento voluntario y no contactados, serán protegidos y respetados en su forma de vida individual y colectiva.
II. Las naciones y pueblos indígenas en aislamiento y no contactados gozan del derecho a mantenerse en esa condición, a la delimitación y consolidación legal del territorio que ocupan y habitan”.
Bajo este nítido paraguas de protección legal, único en el mundo –y que en su momento fue reconocido como histórico por algunas de las más prominentes figuras internacionales defensoras de los derechos indígenas, como son el mexicano Rodolfo Stavenhagen (ex Relator de la ONU para los Derechos de los Pueblos Indígenas) o el brasileño Sydney Possuelo (ex Presidente de la FUNAI y Premio Bartolomé de las Casas)- se encuentran no sólo muchas de las comunidades indígenas que viven en el TIPNIS, sino también –sigo los estudios de reconocidos antropólogos nacionales- los pueblos o grupos de Araonas, Pacahuaras, Chacobos, Yaminawas, Cayubabas, Canichanas, Ese Ejjas, Machineri, Moré, T’simanes, Sirionó. Mbya Yuki, Ayoreos y Toromonas, sin que esta lista sea excluyente.
Si desdramatizamos la letra constitucional, ante todo, deberíamos decir dos cosas: primero, que ha sido un hecho importantísimo que muchos de estos pueblos –incluyendo familias enteras- sean parte de la histórica marcha que, ya nadie puede dudarlo, está sacudiendo las fibras más íntimas de la sociedad y de la nacionalidad bolivianas. Segundo que allí está una de las esencias más claras y profundas de la plurinación, que estos pueblos simbolizan y vuelven pleno eso, y que su existencia representa –más allá de las categorías que los definan- el más potente de los patrimonios humanos y culturales que atesora Bolivia, ya que ellos son el tesoro de la diversidad y por ello, todos los bolivianos deberían sentir por esos pueblos un orgullo especial y una sensibilidad preferencial.
Esto que afirmo debería quedar como una regla de oro, un imperativo moral para todos nosotros, tras la finalización de la marcha: que nunca más en Bolivia olvidemos que estos pueblos existen y que su existencia, nos vuelve un país intensamente humano por esa múltiple diversidad de pueblos que son únicos, singulares e irrepetibles en la historia. Y que por eso mismo, estos pueblos se merecen –por justicia histórica y como reparación de todo el daño causado a lo largo de siglos de genocidio, etnocidio y todo tipo de agresiones pero también, como ya dijimos, por ese emergente revelador que está conllevando la marcha misma- toda la protección de parte del Estado, toda la solidaridad de parte del pueblo y todo el amparo y el afecto que antes se les negó.
Esa protección, esa solidaridad, ese amparo, tiene que ver, en lo esencial, con lo que dicta la constitución que en eso es sabia y contundente: respetarlos en su forma de vida individual y colectiva. Nosotros que venimos trabajando con algunos de estos pueblos desde hace muchos años, sabemos que eso es cierto y correcto. Ellos claman por una sola cosa: vivir en paz y tranquilidad en sus zonas de refugio, vivir en paz con su río y su selva que son sus fuentes de vida, vivir en paz sin tener que soportar más agresiones, sean estas la construcción de una carretera o de una mega represa o la prospección petrolera o los cazadores, comerciantes o madereros que invaden sus hogares y su Casa Grande, es decir su territorio. Para ello, la constitución también es clara como el agua: el territorio se respeta, se delimita y se consolida si hace falta.
Para ser sinceros, quiero agradecerle públicamente al compañero Coraite de la CSUTCB por haber dicho aquello de que había hermanos “que vivían como salvajes”. Esta declaración –que, al margen de sus connotaciones discriminadoras, creo honesta- fue la que detonó el debate acerca de los pueblos en situación de vulnerabilidad, como nunca antes en la historia del país. Coraite -insisto en su honestidad, incluso en su ingenuidad-, dijo lo que una inmensa mayoría piensa pero hipócritamente calla: que habría que terminar con los grupos de indígenas que siguen viviendo de forma auténtica, ancestral, e incorporarlos a la sociedad nacional dominante, a la “civilización”, al “progreso”, a la “modernidad”. Este ha sido el calvario impuesto a los pueblos de las tierras bajas por todos los proyectos políticos –con el respaldo, en cada caso, de las fuerzas armadas y las iglesias- que hegemonizaron la vida republicana durante los siglos XIX y XX y, lamentablemente, este sigue siendo el horizonte donde se intenta, en el marco del nuevo Estado Plurinacional, descolonizar y parir una sociedad diferente.
Desde ya, esto es un contrasentido –a nombre de lo plurinacional y la descolonización, forzar e imponer que estos grupos acepten carreteras, puentes, represas, escuelas, postas sanitarias, servicios que para ellos nada positivo representan, sino todo lo contrario-, sólo porque no somos capaces de aceptarlos y respetarlos tal como son, tal como siempre han sido.
Ojalá -gracias a la marcha y al sinceramiento de algunos como Coraite-, haya llegado la hora de profundizar el debate y valorar eso, y luego proceder, con esa clarificación y esa convicción resultantes, a proteger a estos pueblos, a los segmentos de estos pueblos que han resistido todos los embates sangrientos y degradantes de la historia, que han sobrevivido, que son sobrevivientes y que no se merecen otro desenlace del destino que no sean la vida, la libertad y la justicia.
Como dice la Carta Abierta de Sydney Possuelo: “La situación es crítica y todos deberíamos unirnos. No podemos permitir que una parte de la humanidad se extinga. [Ellos] tienen que vivir. Son nuestra esencia más pura, nuestro impulso más vivo. Un mundo sin ellos no valdría la pena y en el futuro no habría perdón para una tragedia tan grande que nos hacemos contra nosotros mismos y el planeta”. La VIII Marcha Indígena ya logró una victoria indudable: los pueblos en situación de aislamiento y vulnerabilidad existen. Esa victoria simbólica y moral debe volverse respeto colectivo y protección efectiva. En esa dirección, Bolivia tiene una oportunidad histórica, incuestionable, pero que también es la última: no la desperdiciemos.
Río Abajo, 5 de octubre de 2011