Y mientras unos “hacen dinero”, más de 12 millones de personas en el Cuerno de África están al límite por no tener acceso a alimentos básicos. Imágenes, una vez, más de hombres y mujeres famélicos, niños con el abdomen hinchado… de nuevo la llamada de las ONG y los organismos internacionales para ayudar a salvar la vida millones de personas. Nada nuevo bajo el sol. Y a estos 12 millones hay que añadir los 1.000 millones de personas que viven con menos de 1 dólar al día, en la extrema pobreza.

El mundo, en la actualidad, produce alimentos para cerca de 12.000 millones de personas y en el planeta somos alrededor de 7.000 millones de seres humanos. Los desastres naturales, la sequía, el cambio climático son causas inmediatas del hambre y la pobreza. Son el desencadenante. En el Cuerno de África, por ejemplo, están sufriendo la peor sequía de los últimos 60 años. No llega la lluvia y los campos no dan sus frutos y los animales mueren de sed. Sin embargo, hay zonas del mundo como Estados Unidos o Australia, que sufren graves sequías, pero su población no muere de hambre.

Esther Vivas, miembro del Centro de Estudios sobre Movimientos Sociales en la Universidad Pompeu Fabra defiende que los fenómenos meteorológicos adversos destapan problemas más graves, como quién controla los recursos. Somalia, por ejemplo, hasta finales de los años 70 fue un país autosuficiente. En la década de los 80, la liberalización comercial y la apertura de los mercados dio como resultado que las mejores tierras fueran compradas por países extranjeros o por grandes multinacionales y entraron de manera masiva productos subvencionados, como el arroz o el trigo. Los agricultores no podían competir y muchos dejaron de cultivar los campos.

Las guerras, la inestabilidad política, la ausencia de gobierno son también elementos claves para descubrir las causas de la pobreza. Está demostrado que la violencia y los conflictos armados llevan consigo más pobreza a la población.

La presión demográfica del planeta aumenta cada año. En menos de un siglo, la población se ha multiplicado por siete. En 1918, nacía el niño 1.200 millones. Hoy, somos unos 7.000 millones. Los países del Norte han conseguido controlar su presión demográfica, quizá en exceso. Las tasas de natalidad están entre el 1 y el 2%, según los países. Pero en los países del Sur las cifras se disparan. Nacen millones de niños, mueren también muchos. Para ello, la educación es fundamental. Una mujer que hay ido a la escuela casará más tarde y tendrá menos hijos.

Y a todo lo anterior, hay que sumar que los alimentos se han convertido hoy en objeto de especulación. El capitalismo más ultraliberal ha aterrizado en un espacio protegido hasta ahora. Desde que comenzó la crisis global en 2008, los precios de los alimentos han subido a precios récord. Sólo en 2009, Goldman Sachs ganó más de 5.000 millones con la especulación con materias básicas. Los precios de los cereales, por ejemplo, han subido más del 70% en el último año y para las familias del Sur que dedica el 70% de sus ingresos a la compra de comida, ese aumento es una seria amenaza. “Cada vez sufren más los pobres y cada vez más personas pueden caer en la pobreza debido al alza y las fluctuaciones de los precios de los alimentos”, alerta Robert Zoellick, presidente del Banco Mundial.

“El hambre es un problema político. Es cuestión de justicia social y políticas de redistribución”, apunta el relator de la ONU para el derecho a la alimentación, Olivier Schutter. Según la ONU, el África subsahariana, en 1990, contaba con 240 millones de personas que vivían en la extrema pobreza. En 2000, eran 300 millones y para 2015, la previsión es que supere los 345 millones. La cooperación entre pueblos y la educación son elementos clave para salir del círculo del hambre y la pobreza.

* Ana Muñoz es Periodista ccs@solidarios.org.es

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Cómo entiendo el capitalismo

Si fuera historiador y nutricionista, escribiría un tratado sobre cómo entender el capitalismo y sus apetitos. Todos esos conceptos complicados que muchas veces se nos escapan quedarían mejor  explicados con ejemplos sencillos y tangibles.

Cuando leemos que el capitalismo se basa en la propiedad privada, empezaría la lección por el cercamiento de tierras en la Inglaterra feudal. Lo que era un bien de usufructo colectivo, la tierra cultivable, quedó vallado, protegido y mandado por y para unos pocos. El desarrollo de industrias competitivas (y que sólo se alimentaban del lucro económico, olvidándose de los derechos más básicos) se hizo patente en los millones de campesinos esclavizados y expulsados de su residencia, edificando la revolución industrial y volcando las riquezas de los países periféricos hacia los países centrales. El poder corporativo, otra de las características del capitalismo, tiene también los mejores ejemplos y mucho recorrido en el campo agrícola con las grandes compañías fruteras y hoy con un puñado de empresas que controlan las semillas, granos, cereales y todo lo que es comestible. Por último, el nulo respeto por el medioambiente, que nos creemos que está bajo nuestro dominio y explotación, también queda reflejado en la intensificación de la agricultura y la ganadería.

Es decir, me gustaría escribir un tratado que demostrara cómo en la agricultura fue donde el capitalismo antes actuó y donde antes se conocieron sus nefastos efectos. Es por eso que para las poblaciones rurales de todo el planeta, la crisis que padecemos actualmente no es más que un accidente coyuntural, una piedra en un camino de socavones. La conocen desde hace décadas: hambre, desempleo, falta de servicios, trabajo basura, desprecio político…

Si fuera sociólogo, encontraría también una correlación clara entre quienes han sufrido los estragos del capitalismo y quienes –desde hace tiempo – están en lucha contra él. Y sabría explicarles por qué el movimiento mundial de campesinos y pequeños agricultores, La Vía Campesina, aglutina a más de 200 millones de seres humanos movilizados contra las empresas de agronegocios que se están adueñando de la agricultura, contra el acaparamiento de tierras y contra el “libre” comercio.

Sin ser historiador, nutricionista ni sociólogo, lo que sí puedo afirmar es que las luchas de La Vía Campesina han sido un elemento clave para frenar las políticas de “libre” comercio impulsadas centralmente desde la Organización Mundial de Comercio, lo que ha llevado a los defensores de este modelo capitalista y desregulado a la multiplicación de tratados de libre comercio bilaterales entre varios países o varias regiones. El más precoz, el Tratado de Libre Comercio (TLC) entre Canadá, Estados Unidos y México, nos ha dejado en sus más de 15 años de aplicación resultados claros: la agricultura industrializada de los poderosos ha empobrecido y desplazado a la agricultura indígena –madre y padre del maíz–. El más reciente, entre Colombia y la Unión Europea, promete darnos frutos similares.

* Gustavo Duch Guillot es Coordinador de la revista Soberanía alimentaria, biodiversidad y culturas. Fuente: Centro de Colaboraciones Solidarias (CCS).

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