Cuando yo sea hombre entonces seré un cazador. Indios Kwakiutl
Cuando nos reconocimos por primera vez, la atracción fue inmediata. Supe sin dudarlo un segundo, sin fisuras en mi corazón, sin dolor, sin pena, sin culpa, que estaba frente al último cazador, el último en su estirpe, el último entre los últimos, y él me devolvió esa certeza compartiendo algo de eso que puede que se encuentre más allá del dolor, algo que quizás pueda ser definido como alegría.
La vitalidad de este hombre es tan llena –a pesar de todo el genocidio y el odio y el desprecio que ha signado y marcado la historia de su pueblo, de manera específica desde que comenzaron a ser contactados y obligados a reducirse y “civilizarse” en 1967- que pensé lo que ya anoté: tal vez más allá del dolor, se encuentre la alegría.
Y eso que empecé a sentir como alegría, me inundó –como si un sol o varios atravesasen mi piel y su energía cargase cada molécula de mi existencia; como si toda la selva también lo hiciese, y con ella sus espíritus y sus sombras; sol y penumbra y el imán de esas convicciones que ya no quedan como ya no van quedando cazadores en las selvas.
Pero él sí, Oscar sí es un cazador, el persiste en su estar-siendo en la cacería, y por eso cuando nos abrazamos, sentí que estaba abrazando a eso entrañable que sustancia el ser nosotros mismos, a eso que ese compañero eterno llamado Haroldo Conti bautizó precisamente como el Cazador Americano, como Mascaró, “alias Joselito Bembé, alias la Vida”-como te sacude siempre desde el prólogo de su último libro, ese que así y todo pudo escribir en medio del fragor de los combates que se sucedían por la liberación del continente en esos sensibles, duros e irrepetibles años del primer lustro de los 70.
Oscar tenía 18, 20 años para entonces y no lo sé: tal vez seguía en la selva, andando en pelotas como nuestros paisanos los indios tal como proclamó nuestro General San Martín, cazando monos, muchos monos (que es lo que más le gusta de comer); tal vez seguía por ahí, por el río Víbora, afluente del río Ichilo donde se contactó otro grupo en 1986 o más adentro cuando en 1989 se contactó otro grupo más y esa vez lo hirieron con flecha al padre Solari que encabezaba la misión de pacificación para que no los exterminasen a todos. A todos los Yuquis, como Oscar. A todos los Yuquis, los “guerrilleros del monte alto” como los bautizó con admiración un antropólogo que no me acuerdo el nombre. Entonces así la vida de Oscar, entonces así la Vida como decía Haroldo.
* * *
Oscar se andaba con su pueblo en la VIII Marcha Indígena (hay unos 40 yuquis movilizados entre hombres, mujeres, jóvenes como Misael, Lázaro y Roberto, hijo de Oscar, niños como Aldo y sus hermanitas, bebés; en proporción es como si 300 millones de chinos anduvieran caminando) y Oscar se andaba como debe ser: cazando monos en las cercanías de los campamentos y flechando hasta dos capiwaras (carpinchos) que habitan en los curichales (pantanos) que pueblan la pampa de Mojos, por donde avanzaba la tumultuosa caravana humana. Alguien me había contado de él y deseaba encontrarlo pero era dificultoso entre el mar de carpas y gentes y banderas que se habían instalado en Puerto San Borja.
Pero sucede que lo veo al Lucho Revollo, el Defensor del Pueblo del Beni, y lo veo con dos señores muy recios, de firme estampa, sin dudas Señores de la Selva ellos, y nos acercamos a hablar y nos presentaron:
—Ellos son los representantes del Pueblo Yuqui—dijo el Lucho con inocultable orgullo y lo vi a Lucas (cuarenta y tantos, bíblico y cortazariano nombre impuesto) y no pude evitar sentir que tal vez el niño de la portada del libro de los Toromonas era él ya que su parecido con el padre de la fotografía (que fue tomada aquel ya señalado y fatídico 1967) era notable, y luego lo vi a Oscar y fue allí nomás que pregunté ansioso:
—¿Y quién es el hermano Yuqui cazador de monos?
Desde el fondo de esa alegría que está más allá de todos los dolores, Oscar se encendió con esa dicha que me transmitió para siempre y golpeándose el pecho, empezó a señalarse, a señalar los montes que nos rodeaban, diciendo y repitiendo:
—Yo, monos, yo, monos…
Era él, ¿qué duda cabía? Era el Cazador Americano. El que nunca se rindió, el que nunca se rendirá, por muchos más dolores que lo hagan padecer, por muchas más tristezas: Oscar siempre será libre, siempre será su selva, siempre será el Cazador Americano.
Lo vi luego en Totaizal y en otro campamento más y hablamos, hablamos todo lo que pudimos y me siguió contando de sus cacerías de tapires, troperos y taitetúces. En alguno de los momentos compartidos, le pregunté porque estaba marchando:
—La Paz—me dijo sin dudar. Territorio— agregó, dudando aún menos. Y todo estaba claro pero no podía reprimirme y decirle una verdad:
—Pero mirá que no hay monos en La Paz, Oscar.
Su mirada fue tan tierna que hasta ahora me sigue latiendo bien adentro, como cuando ves a los niños de la selva jugando en los ríos.
—¿No hay monos? —clamó como si eso no fuera posible. Su selva está llena de monos y él, por donde va, como ahora que andaba en la marcha, los encuentra.
—No, hermano, no hay monos— ¿Para qué mentirle? Tal vez por eso, en La Paz, tal vez porque no hay monos, y no hay selva y no hay ríos grandes, no entienden que construir una carretera por el medio de los territorios indígenas como el TIPNIS no sólo es acabar con los monos sino con la vida misma de seres como Oscar o Lucas; no sólo es acabar con los monos sino con los últimos cazadores americanos como los Yuquis; no sólo es acabar con los monos sino con los últimos hombres que no han roto el Vínculo, el lazo, el amor profundo –ese que está más allá del bien y del mal, más allá del dolor- con la Madre Tierra. No entienden o no quieren entender porque acá, acá no hay monos.
—¿No hay monos? — repitió cien veces Oscar y luego se quedó mirándome en silencio, un silencio que duró siglos. Mas de repente, colmado de esa alegría que aún me desborda, con la fuerza de todos los árboles que son su casa, todos los ríos y los bosques que lo alimentan, toda la energía vital de ese mundo que quieren arrancarle, toda la magia de ese mundo, la Amazonía, toda su magia, volvió de su silencio y me dijo:
—La Paz, ¿no hay monos? No importa, La Paz, territorio.
Sentí: gente así sí está cambiando al mundo. Gente así nos está cambiando y ahora yo sé lo que hay más allá del dolor y más acá del destino: la alegría y la alegría sin adiós de haberme encontrado con él y la dignidad, la inmensa dignidad, la invencible dignidad que comparte y te transmite la gente como Oscar, y todos los que junto a él están marchando en defensa de la selva y del territorio y las comunidades del TIPNIS y de cada uno de los territorios indígenas que hay en Bolivia.
* * *
Termino parafraseando a Haroldo –mi total agradecimiento- diciéndole a Oscar y a través de él, a todos los compañeros de las Tierras Bajas: Yo se que llegarás a La Paz. Yo se que llegarás, compadre. Por eso te digo hasta pronto. No te olvides de mí, ni de cada uno de los que tanto te amamos. Llegá pronto para que podamos seguir viviendo y amando, llegá pronto, llegá.
Si no hay monos, vos ya me enseñaste: no importa. Lo que importa es el territorio que es la vida y la dignidad, esa dignidad y ese respeto que todos merecemos pero sobre todo los pueblos de la selva que ya tanto han sufrido, y sobre todo vos, Oscar, sobre todo vos, Cazador, sobre todo vos.
Pablo Cingolani
Río Abajo-La Paz, 4 de septiembre de 2011