Hace unos cincuenta años, más o menos, la región tenía ciclos climáticos de diez años seguidos de sequías de consideración; ahora, las sequías se producen con más frecuencia y mayor duración. En la década de 1970, según declaran los trashumantes – que se desplazan sin cesar por la región en busca de pastos –, empezaron a sufrir sequías cada siete años; en los años 80 ya se registraban cada cinco años, y en la década de 1990, cada dos o tres. Desde el año 2000 ha habido tres sequías de envergadura y varias temporadas secas, y ésta no es la peor, sólo la más reciente. “No hay duda de que hace más calor ahora y está más seco”, comentaba Leina Mpoke, una veterinaria masai que conocí en la frontera entre Kenya y Etiopía que hoy se encuentra en primera línea del desastre.

No cabe duda de que el cambio climático hará más difícil vivir en el futuro en estas zonas. Pero culpar de esta crisis a la sequía o al cambio climático es un error. Se trata de un desastre completamente previsible, tradicional, obra del hombre, sin nada nuevo, excepto el número de personas desplazadas y acaso la cifra de niños que mueren cerca de las cámaras. Los diez millones de personas a las que los gobiernos avisan de que están en peligro de hambruna este año son los mismos diez millones que se han aferrado a la región durante las últimas cuatro sequías y que en su mayoría se han mantenido vivos gracias a los programas de alimentación.

Los somalíes en desbandada que vemos en televisión son los mismos sobre quienes nos advirtieron las Naciones Unidas en 2008, cuando afirmaron que uno de cada seis corría riesgo de inanición. Josette Serena, jefa del programa mundial de alimentación de las Naciones Unidas solicitó una ayuda de 300 millones de dólares de emergencia esta semana, tal como hizo en 2008, cuando habló de que se “avecina[ba] un maremoto silencioso [de hambre]”. Y los mismos gobiernos que se mostraron lentos a la hora de responder a la emergencia de entonces son los que se han mostrados remisos en el momento de ayudar ahora.

Tampoco se trata de una crisis que sea inesperada. La lluvia no llegó a principios de este año a Kenya y Etiopía, y casi no se ha registrado en los últimos dos años en Somalia. Los organismos humanitarios y los gobiernos saben desde hace más de un año que se quedarían sin alimentos por estas fechas. Pero sólo ahora, cuando empiezan a morir los niños y se ha vendido o ha muerto el ganado empieza a moverse la maquinaria humanitaria global, con sus programas de televisión, sus llamamientos coordinados y sus famosos. ¿Por qué no acudieron antes? Porque lleva meses prepararse para un desastre.

Al igual que en 2008, la guerra en Somalia es responsable principal de lo peor que está sucediendo. Tal como declara Simon Levine, del Overseas Development Institute: “Los conflictos no matan directamente a mucha gente, pero pueden acabar con millones, merced al modo en que los hacen vulnerables al tipo de problemas a los que deberían poder hacer frente. En este caso, la gente ha perdido todos sus recursos y no puede acceder a los terrenos de pastoreo que precisan. Pero recuérdese asimismo que Somalia se ha convertido en zona de guerra a causa de la "guerra contra el terror" dirigida por los EE. UU. Es culpa nuestra tanto como de cualquier otro.

Pero se ha ido librando otra guerra más insidiosa en la región. Es la que libran gobiernos y empresas contra los trashumantes. Al correr de los años, han ido siendo marginados por los gobiernos de Uganda, Kenya y Etiopía, y ahora se ven sometidos a un riesgo mayor por la agricultura a gran escala, la ampliación de los parques nacionales y las reservas de caza y la conservación.

Para los políticos de Lusaka, Nairobi o Addis, el modo de vida de esta gente parece algo arcaico y pasado de moda. Se dice que están fuera de la vía principal del desarrollo nacional y que continúan un modo de vida que está en crisis y en declive. De modo que los políticos apenas piensan que les estén quitando sus terrenos estacionales de pastoreo o bloqueando sus rutas tradicionales hacia las zonas de pasto. Sin embargo, tal como se observa en estudios internacionales de importancia, los trashumantes producen más y mejor carne de calidad y generan más dinero por hectárea que los “modernos” ranchos australianos y norteamericanos.

En lugar de dejar ayuna de fondos a la gente de la región y recoger luego los pedacitos en los años malos – como deben hacer ahora los gobiernos –, Gran Bretaña, la UE, los EE. UU. y Japón deben ayudar a la gente a adaptarse a las condiciones de más calor y más secas a las que se enfrentan. Provista de bombas y pozos perforados, de mejores vacunas para el ganado, de ayuda educativa, almacenamiento y transporte de alimentos, la gente puede volver a vivir bien.

Esta emergencia le costará a Occidente cerca de 400 millones de dólares. Si este dinero se hubiera destinado al desarrollo a largo plazo, en lugar de a ayudas de emergencia y programas de alimentación que mantienen a la gente justo por encima de la inanición, se podría haber evitado esta tragedia. Por el contrario, es casi seguro que el mundo estará aquí de nuevo en un lapso de uno o dos años. La próxima vez, sin embargo, no habrá excusas.

Columnista del diario británico The Guardian. Traducción para www.sinpermiso.info: Lucas Antón.

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