Después de la globalización neoliberal: ¿Qué Estado en América Latina?

La gravedad de esta crisis capitalista, abierta en el centro mismo del sistema en setiembre de 2008, arrasó con varios de los supuestos en que se sustentaba la hegemonía neoliberal. El primero y principal de los mitos cuestionados: la superioridad del mercado libre para articular la sociedad a escala nacional y planetaria y el correlativo desprecio por la “interferencia política” del Estado en la actividad económica. La desesperada intervención de los gobiernos de Estados Unidos, Europa y Asia para intentar frenar la crisis financiera, muestra a la vez la necesidad y los límites de la conducción política del sistema capitalista mundial y reinstala la opacada evidencia de que la intervención estatal es un componente central de la reproducción capitalista.

La crisis capitalista, que augura un período de gran inestabilidad, tensiones y debates, encuentra a América Latina en un proceso particular. Pasada la ola del ajuste estructural y las políticas de reformas pro-mercado que estigmatizaron al sector público, en los albores del nuevo siglo en la región se inició un ciclo en el que el papel estatal empezó a adquirir una nueva entidad, tanto en el plano valorativo-ideológico como en las prácticas concretas.

A partir de fines del siglo XX, varios gobiernos latinoamericanos iniciaron procesos encaminados a superar los efectos más devastadores de las políticas neoliberales ensayadas desde mediados de los ochenta. Partieron, casi todos, de cuestionar el automatismo de mercado y la subordinación acrítica a la lógica de la acumulación global e intentaron, con suerte y características diversas, restablecer el poder estatal para definir algunos rumbos centrales de su política económica y social.

En este trabajo nos proponemos repasar el sentido de la globalización neoliberal, su expansión y crisis a escala mundial y su impacto específico sobre los Estados nacionales en América Latina. La idea principal que sustenta estas páginas es que, pese a los incuestionables cambios que la globalización le trajo a la dinámica económica, política y social de los Estados nacionales de la región, el rasgo más característico de la hegemonía neoliberal fue el servir como ariete ideológico para asegurar la pasiva subordinación de la periferia capitalista a la acumulación del centro. En tal sentido, y pese a todos los cuestionamientos que pesan sobre los Estados nacionales y su contradictoria conformación y dinámica, estos conservan resortes clave para resistir la dinámica globalizadora en sus aspectos más perversos para la vida de los pueblos. En suma, aquí se sostiene que los espacios territoriales estatal-nacionales deben rearticularse a partir de procesos políticos y sociales liderados por los sectores populares, porque son ineludibles como jugadores centrales en la búsqueda emancipatoria.

Se comienza por ubicar el contexto de la crisis mundial en curso, para pasar a analizar el auge neoliberal en América Latina en los ochenta y noventa, las lecturas de la globalización y los procesos políticos de esa etapa. Luego se aborda la crisis de representación política y del ascenso de los nuevos movimientos sociales en la región, así como la conformación de las lecturas anti-estatistas autonomistas. Finalmente, se pasa revista a la emergencia de los nuevos gobiernos posneoliberales de la región y se apuntan los problemas teóricos y prácticos que se plantean a la gestión de los Estados nacionales, especialmente a la luz de las experiencias de transformación de Bolivia y Venezuela.

La globalización y su crisis

El contexto actual de la crisis mundial

La crisis actual del capitalismo mundial abrió un escenario de incertidumbre que ha habilitado los más encarnizados debates y las más diversas perspectivas. Más allá del carácter que se le atribuya a la crisis desencadenada en septiembre de 2008, el consenso sobre su profundidad es unánime, así como sobre el advenimiento de un nuevo ciclo histórico del capitalismo mundial de contornos aún indescifrables y en disputa. En palabras de Joseph Stiglitz (2008), la crisis de Wall Street es para el mercado lo que la caída del muro de Berlín fue para el comunismo.

Las polémicas giran en torno a las causas de esta crisis, las posibles consecuencias y las propuestas sobre la acción política encaminada a superarla. Para gran parte de los analistas (Walden Bello, Immanuel Wallerstein, Vincenç Navarro, Torres López y otros), a lo que estamos asistiendo es a una crisis sistémica de sobreproducción y sobreacumulación, producida por la reducción de la capacidad de consumo de las clases populares. Esta crisis arraiga en la tendencia del capitalismo a construir una ingente capacidad productiva que termina por rebasar la capacidad de consumo de la población, debido a las desigualdades que limitan el poder de compra popular, lo cual redunda en la erosión de las tasas de beneficio.

Precisamente, la etapa neoliberal supuso la más fenomenal transferencia de recursos desde los sectores populares a los segmentos más ricos y concentrados de la población mundial.

En efecto, la polarización en la distribución de las rentas producida desde los años ochenta está en la base de esta crisis. En la mayoría de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) y los de la periferia capitalista, la desregulación de los mercados laborales y financieros, el aumento de la regresividad fiscal a partir de la promoción del mundo empresarial y de los sectores más ricos, la privatización de los servicios públicos y el desarrollo de políticas monetarias favorables al capital financiero a costa de la producción crearon las condiciones para la crisis actual. Tales políticas fueron promovidas a nivel mundial por el Fondo Monetario Internacional (FMI) y por el Banco Mundial (BM), la Comisión Europea y el Banco Central Europeo. Como resultado de tales políticas ha habido en la mayoría de los países de la Unión Europea (UE), por ejemplo, un aumento del desempleo (mayor en el periodo 1980-2005 que en el periodo anterior 1950-1980, cuando las políticas existentes eran de corte keynesiano) y un descenso muy marcado de las rentas del trabajo como porcentaje de la renta nacional, descenso especialmente notable en los países de la eurozona, que fueron los que siguieron con mayor celo tales políticas (Navarro, 2009). La consecuencia directa de esto fue la restricción de recursos disponibles por los sectores populares para destinarlos al consumo (Monereo, 2009). Para paliar esta deficiencia en la demanda, los centros de poder financiero pergeñaron la expansión del crédito sin sustento efectivo en la economía real, lo que llevó a la conformación de una burbuja gigantesca, cuyo estallido colocó al sistema completo al borde del colapso.

Uno de los debates importantes gira en torno a qué papel tendrá EE. UU  después de esta debacle: si conservará o no su carácter de hegemón universal o si lo resignará para compartirlo con Europa y Asia. Autores como Leo Panitch y Sam Gindin (2009) sostienen que esta crisis refuerza la centralidad del Estado norteamericano en la economía capitalista global, mientras se multiplican las dificultades asociadas a su manejo. Otros autores sostienen que se asiste a un debilitamiento del proyecto imperial yanqui y a un reacomodamiento del sistema mundial imperialista, con la emergencia de rivales de la talla de Rusia y China. David Harvey (2009b), por su parte, recupera los aportes de Braudel y Arrighi para mostrar cómo la evidente declinación de la hegemonía norteamericana, expuesta en la crisis financiera actual, no traerá de modo lineal el predominio de China, pero bien podría ser el preludio “de una fragmentación de la economía global en estructuras hegemónicas regionales que podrían terminar pugnando ferozmente entre sí con tanta facilidad como colaborando en la miserable cuestión de dirimir quién tiene que cargar con los estropicios de una depresión duradera”.

Lo que parece merecer pocas dudas es que el fin de ese ciclo supone el cierre de la etapa neoliberal de capitalismo abierto de libre mercado, con acotado  control estatal. Y parece también ponerle fin a la fe irrefutable en las bondades de la globalización, dominante durante las últimas dos décadas. Al decir de Hobsbawm (2009), “no sabemos aún cuán graves y duraderas serán las consecuencias de la presente crisis mundial, pero señalan ciertamente el fin del tipo de capitalismo de mercado libre que entusiasmó al mundo y a sus gobiernos en los años transcurridos desde Margaret Thatcher y el presidente Reagan”.

El “resurgimiento” del papel activo de los Estados parece confirmarse por la masiva intervención de los gobiernos del mundo desarrollado, comenzando por el de Estados Unidos, para salvar al sistema financiero de la debacle. Y la otrora repudiada estrategia de la nacionalización se baraja como alternativa inevitable para salvar de la quiebra a bancos y empresas en problemas. Sin embargo, es preciso señalar que ni el Estado nacional perdió su importante papel en la constitución de estructuras de dominación a diversas escalas territoriales durante el auge neoliberal, ni parece verosímil que ahora recobre sin más las capacidades perdidas.

Como señalan Carnoy y Castells (1999), sin la decisiva intervención estatal la globalización no habría tenido lugar. La desregulación, la liberalización y la privatización, tanto doméstica como internacionalmente, conformaron las bases que allanaron el camino para las nuevas estrategias de negocios de alcance global.

Las políticas de Ronald Reagan y Margaret Thatcher fueron clave para conformar la base ideológica para que esto sucediera, pero fue durante los noventa que las nuevas reglas de juego se expandieron por todo el mundo. La administración de Clinton, el Tesoro estadounidense y el FMI fueron decisivos en promover la globalización, imponiendo políticas a los países reticentes mediante la amenaza de exclusión de la nueva y dinámica economía global.

El poder global no se ha desplegado de manera autónoma, sino por medio de los Estados nacionales. Como destaca Guillén (2007), la globalización neoliberal ha sido impulsada activa y directamente por los Estados, tanto del centro como de las periferias del sistema: “La apertura comercial y financiera, la desregulación, los tratados de libre comercio, las privatizaciones, la flexibilización de las legislaciones laborales, etc., han sido todas ellas medidas tomadas y aplicadas en la esfera estatal”. Es más, los organismos multilaterales como el FMI y el BM, si bien son instancias supranacionales, constituyen prolongaciones estatales de los Estados Unidos y de los países del Grupo de los Siete (G7).

Por eso es preciso discernir qué fue lo que realmente resignaron los Estados nacionales durante la globalización, para poder ver si existe la posibilidad de que recuperen facultades anuladas o acotadas. Porque lo que resignaron los Estados nacionales, comparado con la etapa benefactora precedente, fueron las facultades ligadas a la inclusión de los sectores no dominantes en los procesos de decisión colectiva y participación en la renta y aquellas relativas al control del funcionamiento del mercado y la protección de la sociedad en función de objetivos nacionales.  Pero los Estados fueron el vehículo mediante el cual se configuraron las alianzas de clase necesarias para el despliegue del capital global.

El auge neoliberal en América Latina y las lecturas de la globalización

En América Latina, el apogeo mundial de la perspectiva y las políticas neoliberales de las décadas pasadas se sostuvo sobre dos ejes básicos. Uno: el profundo cuestionamiento al tamaño que el Estado-nación había adquirido y a las funciones que había desempeñado durante el predominio de las modalidades interventoras-benefactoras.

Dos: la pérdida de entidad de los Estados nacionales en el contexto del mercado mundial, provocada por el proceso de “globalización”. La receta neoliberal clásica propuso, entonces, achicar el aparato estatal (vía privatizaciones y desregulaciones) y ampliar correlativamente la esfera de la “sociedad”, en su versión de economía abierta e integrada plenamente al mercado mundial. Es decir, la lectura neoliberal logró articular en un mismo discurso el factor “interno”, caracterizado por la acumulación de tensiones e insatisfacciones por el desempeño del Estado para brindar prestaciones básicas a la población enmarcada en su territorio, y el factor “externo”, resumido en la imposición de la globalización, como fenómeno que connota la inescapable subordinación de las economías domésticas a las exigencias de la economía global.

El proceso de globalización capitalista supuso un cambio significativo en el proceso productivo mundial, con impacto sobre las formas de ejercicio de soberanía estatal en cuestiones tan básicas como la reproducción material sustantiva.

La puja entre los distintos espacios territoriales nacionales por capturar porciones cada vez más volátiles del capital global y anclarlas de manera productiva dentro de sus fronteras, llevó a Hirsch a denominar a esta etapa como la del “Estado competitivo”(o “Estado de competencia”). Este es el resultado de la crisis del modelo de intervención fordista y propio de la etapa neoliberal (Hirsch, 2005).

Sin embargo, tal articulación con el mercado mundial no es un dato novedoso (Amin, 1998; Wallerstein, 1979; Arrighi, 1997; Kagarlinsky, 1999). La emergencia del capitalismo como sistema mundial en el que cada parte se integra en forma diferenciada supone una tensión originaria y constitutiva entre el aspecto general –modo de producción capitalista dominante–, que comprende a cada una de las partes de un todo complejo, y el específico de las economías de cada Estado-nación (formaciones económico-sociales insertas en el mercado mundial1). Las contradicciones constitutivas que diferencian la forma en que cada economía establecida en un espacio territorial determinado se integra en la economía mundial, se despliegan al interior de los Estados adquiriendo formas diversas. La problemática de la especificidad del Estado nacional se inscribe en esta tensión, que involucra la distinta “manera de ser” capitalista y se expresa en la división internacional del trabajo.

De ahí que las crisis y reestructuraciones de la economía capitalista mundial y las cambiantes formas que adopta el capital global afecten de manera sustancialmente distinta a unos países y a otros, según sea su ubicación y desarrollo relativos e históricamente condicionados. La crisis actual no hace sino mostrar el desigual posicionamiento de los diversos Estados nacionales y, paradójicamente, la menor vulnerabilidad de corto plazo que tiene América Latina en esta etapa, por haber quedado menos expuesta a la volatilidad financiera que sacude a las economías del centro. Esta situación peculiar se funda en las políticas posneoliberales que varios países de la región vienen adoptando en lo que va de este siglo. Comprender el límite estructural que determina la existencia de todo Estado capitalista como instancia de dominación territorialmente acotada es un paso necesario pero no suficiente para entender su funcionamiento. La reciente literatura sobre los cambios que ha impuesto la propia dinámica del capitalismo global a la definición de los “espacios” sobre los cuales se ejerce la soberanía atribuida al Estado-nación (Brenner, 2002; Harvey, 1999; Jessop, 1990, 2002) aporta una nueva mirada a incorporar en el análisis. Esta literatura sobre el proceso de globalización y su impacto tempo-espacial, sin embargo, suele focalizarse en el análisis de los espacios estatales del centro capitalista, y muy especialmente de Europa. Por tanto, muchos de los rasgos que son leídos como novedad histórica para el caso de los Estados nacionales europeos (como, por ejemplo, la pérdida relativa de autonomía para fijar reglas a la acumulación capitalista en su espacio territorial, comparada con los márgenes de acción más amplios de la etapa interventora-benefactora), no son idénticamente inéditos en la periferia.

Por eso hace falta avanzar en determinaciones más concretas, en tiempo y espacio, para entender la multiplicidad de expresiones que adoptan los Estados nacionales capitalistas particulares, que no son inocuas ni irrelevantes para la práctica social y política. Porque sigue siendo en el marco de realidades específicas donde se sitúan y expresan las relaciones de fuerza que determinan formas de materialidad estatal que tienen consecuencias fundamentales sobre las condiciones y calidad de vida de los pueblos. En este plano se entrecruzan las prácticas y las lecturas que operan sobre tales prácticas, para justificar o impugnar acciones y configurar escenarios proclives a la adopción de políticas expresivas de las relaciones de fuerza que se articulan a escala local, nacional y global. Una tensión permanente atraviesa realidades y análisis: determinar si lo novedoso reside en la configuración material o en el modo en que esta es interpretada en cada momento histórico. Probablemente la respuesta no esté en ninguno de los dos polos, pero del modo en que se plantee la pregunta sobre lo nuevo y lo viejo, lo que cambia y lo que permanece, lo equivalente y lo distinto, se obtendrán hipótesis y explicaciones alternativas. Y la importancia de tales explicaciones no reside meramente en su coherencia lógica interna o en su solvencia académica sino en su capacidad de constituir sentidos comunes capaces de guiar y/o legitimar cursos de acción con impacto efectivo en la realidad que pretenden interpretar y modelar.

Los procesos políticos en América Latina durante los ochenta

Es interesante ver cómo se fueron dando los procesos latinoamericanos en el marco general del desarrollo capitalista. Durante los ochenta, por ejemplo, los países del Cono Sur empezaban a desembarazarse de las tremendas dictaduras que sofocaron a sangre y fuego la rebeldía popular de los primeros setenta. El problema político central pasó a ser cómo consolidar un esquema democrático y la cuestión de las “transiciones” ocupó gran espacio político. Este proceso se dio en un contexto muy particular: por una parte, las naciones avanzaban en la reconquista de sus sistemas democráticos arrastrando la pesada carga de la deuda externa acumulada en la década dictatorial, lo que limitaba enormemente sus márgenes de maniobra y además las ataba a los preceptos del FMI y el Banco Mundial. Por otra parte, se conformaba en los países centrales la hegemonía neoliberal, y los gobiernos inaugurales de Margaret Thatcher y Ronald Reagan sentaban las bases para proveer la legitimación de la ofensiva del capital sobre el trabajo a escala planetaria. De modo que así comenzó a configurarse y expandirse una visión pro-mercado y anti-Estado, que animó las políticas que causaron estragos sociales en la región.

En los años ochenta se dio la última experiencia de revolución político-militar triunfante en la región, justo en paralelo al ascenso neoliberal en el mundo y al declive del socialismo real. El Frente Sandinista de Liberación Nacional asume el poder en Nicaragua en 1979, luego de largos años de lucha armada, y lo resigna en las urnas en 1990, poco después de la caída del muro de Berlín. Un año después, el Frente Farabundo Martí deponía las armas en El Salvador, quebrando las expectativas de consolidación de la experiencia revolucionaria en Centroamérica.

El sandinismo, que surge en los años sesenta, logra atravesar con sus luchas políticas y militares la debacle que sufren en los setenta y ochenta los movimientos populares en América Latina. Su ascenso como frente político militar con base de masas contrasta con la realidad de derrota popular en el Cono Sur, sumido en sendas dictaduras militares. Esta correlación de fuerzas desfavorable para los sectores populares condicionó fuertemente las vías de salida de las experiencias autoritarias que se sucedieron en países como Argentina, Uruguay, Chile y Brasil en los ochenta.

Lo paradójico es que el sandinismo vence en 1979, el mismo año en que asciende al poder Margaret Thatcher en Gran Bretaña y apenas meses antes de la elección de Ronald Reagan en Estados Unidos. Es decir, el último experimento revolucionario en América Latina empieza a desplegarse en el peor momento de reflujo del polo del trabajo en el contexto mundial y del correlativo ascenso de la hegemonía del capital bajo la égida del neoliberalismo, que se va expandiendo y afianzando en toda la región. La caída del Muro de Berlín, en 1989, significó un hito fundamental en el ascenso neoliberal, pues a partir de la inexistencia de la alteridad no capitalista, la globalización y su correlato de “pensamiento único” no sólo arrasaron con muchas de las conquistas materiales obtenidas por las clases populares durante los años de posguerra sino que también impactaron negativamente en las formas de construcción política e ideológica de los sectores subalternos. Durante los años noventa avanza, entonces, la más cruda transformación neoliberal.

Crisis de representación política y ascenso de los movimientos sociales

A las expectativas generadas por la recuperación democrática en la región en los tempranos ochenta, abierta con las elecciones en Argentina, Uruguay, Brasil y Chile, pronto sobrevino la desilusión por la cruda realidad que imponía el sometimiento a los dictados de los organismos financieros internacionales, lo que se tradujo en recurrentes crisis de representación. Porque si los partidos políticos perdían su capacidad y vocación para plantear e impulsar alternativas diferentes a las impuestas por las condicionalidades externas, sólo quedaban reducidos a conformar elencos gubernamentales más dispuestos a ocupar los cargos públicos para beneficio personal que a producir las transformaciones demandadas (de modo más o menos explícito, más o menos consciente, más o menos organizado) por los sectores populares.

Una de las herramientas de tal penetración neoliberal la constituyó la deuda externa. El extraordinario endeudamiento contraído en los años setenta se utilizó en las décadas siguientes como arma disciplinadora, de la mano de la receta de ajuste fiscal y achicamiento estatal del FMI y el Banco Mundial. Es precisamente por medio de la deuda (que exige refinanciamiento permanente) como se expresa el carácter subordinado de la globalización capitalista en la periferia. Las necesidades de financiamiento empujaron a los Estados nacionales de la periferia a solicitar préstamos a los acreedores y organismos financieros de crédito internacional. Para otorgarlos, según el Consenso de Washington, los Estados debieron someterse a reformas estructurales y ajustes del sector público que acotaron sus márgenes de maniobra para hacer su propia política económica. De modo que los lineamientos principales de la política económica interna se definieron en esas instancias supra-nacionales y en función de lo que se consideraba adecuado para, por sobre todo, satisfacer el pago de la deuda. Lo más destacable es que los Ejecutivos de los Estados endeudados, constreñidos por (o como expresión directa de) la amalgama de intereses dominantes (externos e internos), se comprometieron a aplicar políticas para cuya viabilización requerían la concurrencia de otros poderes, como el Legislativo. Esto hizo que, mientras el núcleo principal de la política se decidía en los organismos, los Ejecutivos se convertían en correas de transmisión, encargados de procurar la aprobación parlamentaria. Si no lo conseguían, apelaban a decretos presidenciales para sortear el obstáculo político legislativo, degradando aún más las instancias democráticas.

Este mecanismo produjo innumerables tensiones políticas, a la par que contribuyó a conformar la percepción difusa y generalizada de que las instancias de articulación y representación política democrática no tienen ninguna relevancia ni sentido. Porque si los Parlamentos deben limitarse a aceptar y aprobar lo que envía el Ejecutivo y este acota su papel a transmitir las exigencias externas, no hay lugar alguno para la acción política democrática en los términos clásicos de funcionamiento institucional.

Los partidos se vacían así de todo sentido de trascendencia y quedan convertidos en meras agencias de colocaciones de empleo público. La crisis de representación producida por este distanciamiento es el correlato directo de la falta de alternativas políticas genuinas y sustentadas en la movilización popular de amplio espectro.

Cabe recordar que a fines de los ochenta se discutía fuertemente sobre la supuesta pérdida de relevancia de los países periféricos en el mercado mundial y sobre cómo las nuevas relaciones Norte-Norte parecían deslizarse hacia un desentendimiento de la suerte del Sur. Sin embargo, más que una desconexión del Norte próspero, lo que quedó en evidencia ha sido cómo los mecanismos de la globalización integran a la periferia mediante nuevas formas de explotación, esta vez impuestas como “condicionalidades” para la obtención de préstamos y refinanciaciones de deuda. Ahora bien, si el condicionante global es una realidad incontrastable, la forma que este adoptó en cada Estado-nación tuvo que ver con la peculiar configuración de relaciones de fuerzas interna. Porque aunque el Consenso de Washington promovió principios unívocos para todos los países, no fue idéntica su instrumentación en cada caso nacional. La mayor o menor resistencia interna a las políticas de ajuste dependió, por una parte, de la configuración económica de cada Estado-nación (su nivel de endeudamiento, por caso) y, por la otra, de la percepción que de la situación tenían las clases antagónicas (dominante y subalternas) y como se posicionaron frente a eso. Es decir, dependió del poder relativo del capital vis à vis el polo del trabajo, tanto como de la matriz ideológicopolítica de las clases dominantes nativas. Porque los lazos de vinculación de las burguesías “externas” con las “internas” conforman un entramado complejo, que deviene de las formas en que se engarzan en el mercado mundial.

En tanto los intereses de las burguesías “nativas” se articulan o subordinan con los de los segmentos dominantes externos, aquellas tienden a representarse a sí mismas como parte de una suerte de “burguesía internacional”. Salvo podríamos decir, el más complejo caso brasileño, las burguesías latinoamericanas no se plantean ensayar estrategias propias y diferenciadas de inserción en el mercado mundial. En general, se consolidan como meras poleas de transmisión de los intereses dominantes a escala global, sin pretensión alguna de ensanchar sus márgenes de acción ni de liderazgo relativamente autónomo. Su función se resume en viabilizar la expresión del capital global en el territorio nacional, como socios menores que, además, anhelan ser parte de ese núcleo central que les es territorialmente negado. En ese marco de crisis de representación política y de insatisfacción por los magros resultados aportados por la democracia realmente existente, las luchas populares abandonaron el desprestigiado ropaje partidario y se transformaron en luchas de movimientos sociales, que se deslizaron de su inicial parcialidad hacia impugnaciones e interpelaciones más globales. Surgen así movimientos de la talla del MST en Brasil, de derechos humanos y de trabajadores desocupados en Argentina o de indigenistas en la región andina.

Como apunta Ouviña, en varios países de la región –y Argentina es un caso paradigmático al respecto– la emergencia de estas nuevas formas de protesta y organización responde, en parte, a una nueva estructura socio-económica marcada por la paulatina desindustrialización y la pérdida de derechos colectivos. Mientras en las décadas pasadas la mayoría de las luchas remitían al espacio laboral –predominantemente fabril– como ámbito cohesionador e identitario, las nuevas modalidades de protesta social exceden la problemática del trabajo y se anclan en prácticas de tipo territorial.

La vivienda y la comida, la ecología, los servicios públicos, los derechos humanos o la recuperación de valores tradicionales, que tienden a ser subsumidos dentro del proceso de globalización capitalista en curso, son algunos de los principales ejes que atraviesan a los nuevos movimientos sociales (Ouviña, 2004).

A esto se le suma la debilidad de los partidos políticos establecidos, incluso los de izquierda, para dar cuenta de las transformaciones sociales negativas producidas por la crisis del Estado interventor-benefactor. La conjunción de estos factores está en la base de la emergencia de organizaciones sociales que cuestionan, en su discurso o en sus prácticas, los límites de la política institucional tradicional y que constituyen una respuesta al vacío político.

En América Latina, en particular, expresan un cierto desencanto con relación a los partidos políticos y en especial al Estado como espacios únicos de canalización de demandas o eliminación satisfactoria de conflictos (Ouviña, 2004).

La conformación de una lectura anti-estatista

Pero es la irrupción del zapatismo, en 1994, la que marca la tónica de un nuevo ciclo y una nueva forma de construcción política desde la izquierda. El Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) forma parte de la generación de los nuevos movimientos sociales que expresa la ruptura con las viejas formas de hacer política, referenciadas en el Estado. En su Primera Declaración de la Selva Lacandona, el zapatismo se planteaba tomar el poder y avanzar militarmente sobre la ciudad de México. También intentó en 2001, con la Marcha del Color de la Tierra, una reforma de la Constitución que permitiera su inserción en la estructura estatal. A pesar de estas acciones, los zapatistas tempranamente lanzaron su consigna “No queremos tomar el poder”, que fue retomada por intelectuales y dirigentes políticos y sociales, y que impregnó buena parte de los debates de algunos importantes movimientos del continente.

Desde mediados de los años noventa, y a partir de la influencia creciente del zapatismo, fue ganando terreno la idea de horizontalidad, entendida como un rechazo visceral de las prácticas centralistas y jerárquicas de la izquierda tradicional y los sindicatos. Se inauguró así una nueva forma de acción política: la organización en red, una suerte de “estructura sin estructura”, abierta en todos los canales y con capacidad de acción colectiva con incidencia real. Estas prácticas nacieron con el zapatismo y se expandieron en un nuevo ciclo de protestas que tuvo su punto culminante con el altermundismo y el movimiento crítico de la globalización neoliberal, que irrumpe con marchas multitudinarias a fines del siglo XX. Consignas como “globalicemos la lucha, globalicemos la esperanza” o “que la resistencia sea tan global como el capital”, plasmaron las miradas alternativas de varios movimientos sociales de la región, recuperando un sentido internacionalista de las luchas populares.

Es a partir de estas innovadoras experiencias de lucha que comienza a configurarse una lectura profundamente anti-estatista, que amalgama las insatisfacciones por las experiencias fallidas de los socialismos reales y las socialdemocracias de occidente, con la rebelión anti-neoliberal. El auge de los foros sociales de Porto Alegre y de los movimientos opuestos a la globalización neoliberal en los países centrales marca una fuerte impronta anti-estatal.

El autonomismo zapatista se enlaza con los aportes del marxista irlandés John Holloway (1993, 2002) y con los planteos de Toni Negri y Michael Hardt (2001). Su eje será la construcción política y social “por fuera” del aparato del Estado y la lógica del capital. Holloway sostiene que […] los Estados nacionales compiten […] para atraer a su territorio una porción de la plusvalía producida globalmente. El antagonismo entre ellos no es expresión de la explotación de los Estados periféricos por los Estados centrales, sino que expresa la competencia –sumamente desigual– entre los Estados para atraer a sus territorios una porción de la plusvalía global. Por esta razón, todos los Estados tienen un interés en la explotación global del trabajo (Holloway,  1993: 7). La conclusión política que se extrae de esta posición es que, en primer lugar, no hay alianza posible entre clases y grupos sociales dentro del territorio nacional para enfrentar al capitalismo central, de modo que toda estrategia nacionalpopular en su formato clásico debe ser descartada. Más aun, en este razonamiento queda diluida la existencia misma del Estado nacional como instancia, espacio o escenario de articulación política sustantiva, en la medida en que el espacio estatal nacional mismo pierde entidad frente a la fuerza del capital global (o el Imperio, en términos de Negri). La derivación de esta postura lleva a plantear que la construcción política alternativa ya no debe tener como eje central la conquista del poder del Estado nacional sino que debe partir de la potencialidad de las acciones colectivas que emergen y arraigan de la sociedad civil para construir “otro mundo” (Holloway, 2002; Ceceña, 2002; Zibechi, 2003).

Estos teóricos contribuyeron a la conformación de una corriente de pensamiento y acción política muy ligada al zapatismo, con ramificaciones en los movimientos por la reforma agraria en Brasil y en algunos emprendimientos autónomos de trabajadores desocupados en la Argentina. Uno de los problemas principales que tiene esta perspectiva es que no diferencia el espacio territorial nacional-estatal como lugar específico de disputa a escala global de la lógica de dominación estatal al interior de tal espacio. La consecuencia es que subestima las luchas que se pueden desarrollar dentro de los límites de los espacios jurídico-territoriales de los Estados realmente existentes y las formas de materialización de conquistas populares en la trama estatal.

El posneoliberalismo en América Latina

Nuevos gobiernos, ¿nuevos Estados?

Así se llega al 2000 con un amplio conglomerado de movimientos que expresan el descontento y que logran cuajar en diversas expresiones de gobierno. El cuestionamiento al neoliberalismo y a las nefastas consecuencias de estas políticas en la región deriva en el surgimiento de gobiernos que, en conjunto y al margen de sus notables matices, pueden llamarse “pos-neoliberales” y que expresan correlaciones de fuerza sociales más favorables al acotamiento del poder del capital global. En todos estos casos comienza a cuestionarse la “bondad del mercado” como único asignador de recursos y se recuperan resortes estatales para la construcción política sustantiva. Se conjuga así una retórica crítica frente a las políticas neoliberales, el diseño de propuestas para transformar los sistemas políticos en democracias participativas y directas y una mayor presencia estatal en sectores estratégicos.

Puede señalarse como primer hito de cambio la asunción, en 1999, de Hugo Chávez como presidente de Venezuela, lo que abre un ciclo de gobiernos postneoliberales en la región: Brasil (2003), Argentina (2003), Uruguay (2004), Bolivia (2006), Ecuador (2007), Nicaragua (2007), Paraguay (2008) y El Salvador (2009).

Varios de estos gobiernos son la expresión de la emergencia de movimientos y partidos que se propusieron explícitamente disputar el poder del Estado. Bolivia y Ecuador constituyen dos ejemplos cabales del entrecruzamiento entre los movimientos indígenas y campesinos andinos y el Estado. Los movimientos Pachakutik de la segunda mitad de los noventa fueron los más visibles políticamente en la región andina y lo fueron aun más con la elección de Rafael Correa en Ecuador, en noviembre de 2006. En estos casos se ha abierto un proceso muy rico de participación, no exento de conflictividad y contradicciones, en torno a la articulación de nuevas formas de gestión colectiva que intentan superar las limitaciones del aparato estatal burgués heredado. Los procesos de reforma constitucional encarados por ambos países y la discusión profunda sobre la conformación de Estados plurinacionales superadores de las formas tradicionales de Estado-nación marcan un hito fundamental en la praxis emancipadora del continente.

El boliviano puede caracterizarse como un gobierno de transición, cuya función fundamental es consolidar derechos por la vía estatal y asegurar la nueva correlación de fuerzas favorable al campo popular, con la mira puesta en potenciar y abrir un nuevo ciclo de luchas del movimiento. Para el vicepresidente, Álvaro García Linera:

¿Cómo pensar en la posibilidad de una nueva democratización de la sociedad que no sea cuanto hace el gobierno, sino cuanto vuelve a movilizarse nuevamente la sociedad para ir por encima o por debajo del gobierno, a una nueva oleada? Esta es nuestra esperanza (García Linera, 2008).

En el caso de Venezuela, con la experiencia denominada “socialismo del siglo XXI” o “corriente bolivariana”, el papel del Estado pareciera apuntar a un enfoque más clásico: la recuperación de los recursos naturales estratégicos  redistribución de la renta petrolera, reforma agraria y desarrollo endógeno. Todo en el marco de una retórica muy fuerte de construcción de una unidad estatal latinoamericana y de tensión entre la participación autónoma y la construcción partidario-estatal.

Aquí también se plantea, a partir de las reformas constitucionales, generar un nuevo tipo de participación popular desde abajo. Este intento, sin embargo, aún choca con concepciones y tendencias hacia la centralización y concentración piramidal del poder (Thwaites Rey y Castillo, 2008).

Tanto las corrientes de base indígena como el planteo de “socialismo del siglo XXI” empiezan a confluir fuertemente y a plantear que no hay salida al subdesarrollo en el marco de la sociedad capitalista. Su horizonte, sin embargo, no es un socialismo “clásico”, al estilo del modelo cubano, sino que avanzan por el camino de un experimento mixto, con diversas formas de propiedad articuladas. Al Estado se le otorga un rol clave: el de centralizador y asignador de la renta del recurso nacional básico (petróleo, gas); a la “sociedad civil”, en sus diversas manifestaciones, se le cede la tarea del “desarrollo endógeno” y esto se combina con la interpelación a una “burguesía nacional”, que aparte de pequeños y medianos empresarios de base local incluiría a empresas grandes y, en particular, a las transnacionales de base regional (las denominadas “multilatinas”), que han crecido en las últimas décadas en la región.

Lo cierto es que en la última década se ha dado un cambio en la relación de fuerzas a escala regional, que ha determinado un clima de recuperación de cierta autonomía estatal-nacional para definir cursos de acción que se pueden imponer a las clases y sectores dominantes locales e internacionales. Esto marca los límites y posibilidades de acción de los gobiernos, que han surgido, en general, como parte de procesos de lucha popular que han logrado alterar las relaciones de fuerza vigentes en los ochenta y noventa. Si bien es cierto que el tamaño del cimbronazo mundial no podrá dejarla al margen, las características actuales de la región parecieran ponerla a mayor resguardo que en crisis anteriores con epicentro en la periferia.

En palabras recientes del titular del FMI, si bien la región no saldrá indemne de la crisis global, está mejor preparada para resistir los embates. Esto se debe a la menor vulnerabilidad actual de la región a los vaivenes financieros, en la medida en que el ingreso de capitales de corto plazo en la región ya estaba acotado.

El Estado Nación en una perspectiva emancipadora

La situación actual plantea, entonces, grandes interrogantes con relación a la funcionalidad de los Estados nacionales, y más aún para cualquier estrategia que plantee un horizonte emancipatorio. Porque la cuestión del espacio estatal nacional excede el análisis del Estado como organizador de la clase burguesa, para pensarse como nudo específico de contradicciones y relaciones de fuerza sociales insoslayables en esta etapa de reconfiguración mundial de los espacios de producción y circulación del capital. De modo que la dimensión “interna” del Estado, como articulador de las relaciones de poder que se configuran dentro de su espacio territorial nacional, y la dimensión “externa”, que remite al posicionamiento histórico de esa unidad en el concierto de Estados que conforman el mercado mundial, se conjugan y confluyen, pero tienen especificidades diferenciadas.

En la etapa de la globalización observamos que se consolidó la idea de la existencia de una suerte de interconexión y paridad competitiva entre todos los Estados del orbe. Desde la visión neoliberal hegemónica, los imperativos del mercado mundial dominado por la revolución tecnológica y las finanzas, que liberó al capital de las restricciones tempo-espaciales, aparecieron como una fuerza natural irreversible e irrefrenable (Cernotto, 1998). La lectura política dominante fue que la única opción para los Estados nacionales era someterse a este movimiento de integración, abriendo y adaptando sus estructuras internas a los parámetros de la modernidad global. De modo que las evidentes –y persistentes– diferencias entre territorios nacionales se atribuyeron a la incapacidad de algunos –y habilidad de otros– para adoptar las medidas necesarias para atraer capital y arraigarlo en inversiones dentro de sus fronteras. Como señalamos, para los países periféricos endeudados, el disciplinamiento a los estándares internacionales de acumulación de capital vino de la mano de las imposiciones de organismos supranacionales como el FMI y el Banco Mundial, que revistaron como una suerte de gendarmes de una lógica unívoca e imparable del capital.

La hegemonía de esta visión, en sus versiones neoliberales entusiastas de los beneficios de la competencia libre, trajo como una de sus consecuencias significativas el desarme teórico y político para hacer frente a la irrupción de una estrategia disciplinadora brutal del capital global, muy especialmente en América Latina. No puede dejar de señalarse que a esta visión desdeñosa del papel estatal también aportaron las perspectivas que, aun con un propósito muy diferente, enfatizaron en la pérdida de poder relativo de los Estados nacionales vis-à-vis del agigantado poder del “imperio”, como fuerza omnicomprensiva, desterritorializada e inescapable.

Quedó diluido así el hecho de que el Estado-nación es un espacio de reproducción del capital global, de las contradicciones, los enfrentamientos, las luchas, los antagonismos, pero también lo es de la mediación, la negociación, los compromisos, los acuerdos, lo que hace a su morfología y a sus prácticas, y lo que define su historia como entramado cultural peculiar y específico.

La constitución política nacional de los Estados, junto al carácter global de la acumulación constituye la más importante tensión del capitalismo contemporáneo. Aunque la relación de explotación básica –capital/trabajo– sea comprensible desde una perspectiva global, las condiciones para que esta se exprese se establecen nacionalmente.

La identificación de las tendencias mundiales permite entender los movimientos globales de la relación capital-trabajo, pero no exime de analizar cómo dicha relación se materializa en cada sociedad –cómo adquiere su forma histórica–, para dar cuenta de la pretensión fundamental del capitalismo de ser un proyecto de reproducción social complejo. De aquí se desprende que, si bien los Estados pueden competir entre sí para atrapar porciones del capital que circulan libremente por el planeta, su capacidad “constitutiva” para hacerlo difiere diametralmente y no es inocuo, entonces, el lugar que ocupa cada Estado en el contexto global. Y tampoco es indiferente la capacidad de los distintos actores sociales que operan a escala nacional para encarar sus propias estrategias de relacionamiento endógeno y externo.

El creciente papel de las instancias supranacionales y de las locales, que fueron adquiriendo un peso propio tanto en la definición de metas colectivas como en la capacidad de llevar a la práctica acciones concretas, no implica, sin embargo, que el Estado nacional haya perdido irremediablemente su peso relativo, interno y externo. Porque si bien no puede desconocerse que la globalización y la presión de los organismos internacionales ejercen una fuerte influencia para definir las agendas de los diferentes países, no lo hacen de modo mecánico y determinista.

“Estas influencias son mediatizadas por las instituciones y por las élites responsables de los Gobiernos nacionales” (Diniz, 2004: 111). La lógica de acumulación global del capital, insistimos, nunca se expresa de modo directo ni unívoco en los territorios nacionales. Ni la dinámica de sus crisis, de contagio ineludible, tiene el mismo devenir en cada Estado y en cada momento histórico.

Lo que se quiere destacar aquí es que, no obstante el imperativo global, la modalidad de inserción de cada país en el sistema internacional implica opciones políticas construidas al interior de tal Estado, que ponen en juego sus capacidades relativas para definir cursos de acción con grados variables de autonomía y soberanía. Tales cursos de acción, entonces, no devienen de imperativos globales “naturalizados”, ni de fatalidades inmanejables, sino de la capacidad de los actores sociales (de la organización y voluntad de acción de las clases fundamentales) para ubicarse en cada coyuntura para favorecer tales o cuales intereses y demandas.

La forma de insertarse en el mundo, es decir, en la economía mundial constituida, no supone un camino inexorable. Como advertían Mathías y Salama muy certeramente en los ochenta, […] la política económica de un Estado en la periferia puede buscar adaptarse a las transformaciones que sufre la división internacional del trabajo y a la vez influir sobre esta. Es por lo tanto, a la vez, expresión de una división internacional del trabajo a la que se somete y expresión de una división internacional del trabajo que intenta modificar (Mathías y Salama, 1986).

Para los países de América Latina, es también indudable que las fuertes asimetrías en el sistema de poder internacional hacen que sea bastante improbable que cualquier Estado, en forma aislada, pueda modificar el equilibrio de fuerzas a su favor, poniendo así en evidencia la necesidad de definir estrategias nacionales concertadas con otras naciones de la región. Por eso, en la actual etapa de la “globalización”, no se excluye sino que se reafirma la “política del interés nacional, no en el sentido de un nacionalismo autárquico o xenófobo, sino como la capacidad de evaluación autónoma de intereses estratégicos, en busca de formas alternativas de inserción externa” (Diniz, 2004).

Vamos a rescatar, entonces, la necesidad de conceptualizar al Estado periférico con su especificidad, que no es solamente de tamaños o capacidades cuantitativas, en el marco de la totalidad del capital global. La reciente discusión latinoamericana post-neoliberalismo, afirma la necesidad de ver a ese Estado “de la periferia” como un momento de captura de espacios de soberanía, de más y mayores “grados de libertad” frente a la lógica del capital. Durante el auge del neoliberalismo se veía al Estado –como señalamos– como una instancia que, a lo sumo, buscaba capturar porciones del capital global circulante por el planeta e inmovilizarlo para transformarlo en capital productivo asentado en su territorio. En concreto, el papel de la entrada de capitales y los beneficios y seguridades que se brindaban para ello ocupaba la inmensa mayoría de la agenda de políticas públicas de la región.

Parecía que la única posibilidad de debate era si esa captura e ingreso debía ser irrestricta, dando lo mismo el estado de metamorfosis del capital que ingresaba (o sea, si este se hallaba en forma de capital dinero, capital mercancía o productivo), o si se debían colocar una serie de limitaciones para que se garantizase que el arribo (la captura de masas de capital global) correspondiese a capital productivo, portador de una serie de “beneficios”, algunos de los cuales eran los mismos que discutían los antiguos modelos desarrollistas de los cincuenta.

Rumbos alternativos

Hoy podemos ver, a la luz del resquebrajamiento del neoliberalismo y del surgimiento de modelos alternativos en buena parte de la región, algo muy distinto. Empezó a abrirse paso la idea de que la especificidad de los Estados en el marco del capital global es ganar grados de libertad (soberanía) mediante dos vías. La primera tiene que ver con la gestión propia, sin interferencias del capital global, de una porción sustantiva del excedente local: el proveniente de la renta del recurso estratégico (fundamentalmente petróleo o gas). Apropiarse o reapropiarse de recursos no renovables y con una alta capacidad de generación de renta diferencial aparece como algo central para ganar grados de libertad en los Estados periféricos. Esta discusión, que comienza con los hidrocarburos, se está extendiendo al resto de los minerales e, incluso, a la gestión del agua y la biodiversidad. La cuestión se vuelve un poco más compleja con respecto a los recursos agro-alimentarios, tradicionalmente en manos privadas, pero la estrategia estatal de apropiación de una porción creciente de la renta extraordinaria proveniente de las ventajas comparativas naturales es una tendencia firme que plantea nuevos desafíos teóricos y prácticos (Thwaites Rey y Castillo, 2008).

La segunda vía, mucho más en ciernes, es el intento de hacer que una parte de la masa de capital que circula por la región, y de ser posible la mayor parte del excedente producido en el interior de la región, se “desconecte” del ciclo de capital global, por lo menos en algunos grados. En este marco es posible leer los intentos de crear instancias supraestatales regionales. Al ya viejo proyecto del Mercado Común del Sur (Mercosur), permeado totalmente por la lógica neoliberal, se busca tímidamente reconstruirlo en esta dirección, no exenta de contradicciones. Cosa similar se pretende hacer reactivando, con objetivos diferentes a los de la década del 90, la Corporación Andina de Fomento. Pero los dos experimentos que mejor permiten ver este proceso son la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), donde, más allá de su aún reducido tamaño, una masa de capital regional efectivamente es diseccionada con una lógica distinta entre países como Venezuela, Cuba, Bolivia y Nicaragua. Y, el más importante por su tamaño y objetivos, la apuesta de crear un Banco del Sur, como entidad suprarregional de captura del capital que circula y se valoriza por la región. La crisis capitalista mundial, con epicentro en el sector financiero pero pronto devenida estructural, abre nuevas posibilidades pero también interrogantes sobre la viabilidad de estas instancias regionales (Thwaites Rey y Castillo, 2008).

Vemos entonces que estas dos vías nos llevan a repensar el lugar de los Estados regionales: son momentos del capital global, pero fuertemente mediatizados por la posibilidad –o aspiración– de apropiarse y gestionar autónomamente el ciclo del capital regional. Es interesante hacer notar que, en todos los casos, aun en aquellos que enuncian su intención de construir una instancia que trascienda los marcos del capitalismo, de lo que se está hablando es de gestionar una masa de capital que, tanto por la forma en que se valoriza como por los propios actores en juego, sigue funcionando en el marco de la lógica de la mercancía y la ganancia.

Todo este proceso de reconfiguración de los Estados de la región no está a salvo ni de contradicciones ni de interrogantes sobre su dinámica. Venezuela, Bolivia y Ecuador son claramente un eje de análisis, por su posicionamiento más nítidamente alternativo. En el otro extremo se ubican los países “modelos” de la región desde la perspectiva neoliberal: Colombia, Perú y Chile, estados cuyo eje es capturar porciones del capital global a partir de la apertura y las zonas de libre comercio y movilidad de capital. También podríamos incorporar en este bloque a México, aunque con una dinámica distinta por el tamaño de su economía, su pertenencia al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y también, contradictoriamente, porque nunca ha resignado la apropiación de su renta petrolera, a partir de la estatal Petróleos Mexicanos (PEMEX). Y, pese a que el tamaño de sus economías es mucho menor, al conjunto de Centroamérica y el Caribe (excluyendo, obviamente, a Cuba), con la excepción de Nicaragua y, recientemente, El Salvador. El triunfo del empresario liberal Sebastián Piñera en Chile abre un sombrío panorama en la relación de fuerzas regional, pues puede activar a las distintas expresiones de derecha para rearmar una contraofensiva a escala continental. Sin dudas, el panorama se ensombrece con el golpe de Estado en Honduras, pese a la reacción mayoritaria de repudio que generó en la región.

Queda la pregunta por el resto de Latinoamérica, en particular el bloque “original” del Mercosur. Los países más pequeños del bloque, Paraguay y Uruguay, tienden a buscar su ubicación en una posición similar a la de Chile, aun cuando la pertenencia al Mercosur les otorga algunos grados de libertad que no tienen los Estados que se enfocan directamente a los Tratados de Libre Comercio con Estados Unidos. Argentina y Brasil, los países grandes del bloque, son no casualmente los casos más complejos de analizar. Brasil, que desde la perspectiva de sus políticas económicas durante la administración de Lula podría ser ubicado como un “continuista” de las lógicas neoliberales en lo que respecta a la preeminencia del capital financiero por sobre la lógica “neodesarrollista” sostenida por la burguesía paulista, dispone, sin embargo, de los inmensos grados de libertad que le confiere el tamaño de su economía. No en vano es ubicado mundialmente como un BRIC (Big Regional Industrialised Countries), una denominación hoy común en Wall Street para mencionar al peso en los flujos de capital global de China, India, Rusia y Brasil. Su capacidad de apropiación endógena de excedentes es la más alta de la región, y probablemente aumente a partir del descubrimiento de nuevos yacimientos de hidrocarburos que transformarán a Brasil en una potencia también en ese rubro. Su estructura estatal contiene, en consecuencia, áreas de organización burocrática modernizada según los estándares de inserción internacional, que coexisten con bolsones clientelares y de mayor atraso en la gestión.

Argentina es un caso aún más complejo. Se relaciona con la renta global apropiada continentalmente mediante sus acuerdos financieros y energéticos con Venezuela, pero a la vez no ha dado pasos importantes para hacerse de la suya propia: tanto en el caso energético como en el de la renta agraria, el peso del capital transnacional sigue siendo preponderante. El gobierno argentino (incluidos en un mismo análisis las administraciones de Néstor Kirchner y la actual de Cristina Fernández de Kirchner) da constantemente pasos contradictorios: es impulsor de iniciativas como el Banco del Sur o la ampliación del ALBA, pero a la vez sostiene un modelo de acumulación fuertemente vinculado al ciclo del capital global en el sentido más directo y menos mediado; nacionaliza el sistema de jubilaciones, de desastrosa gestión privada en los noventa, pero se dispone a reabrir el canje de la deuda externa sin someterla a revisión. Todo esto se expresa en las idas y vueltas de su relación con Estados Unidos y los organismos financieros internacionales. No es un caso típico de “neodesarrollismo”, mucho menos de sus modelos más radicalizados de “socialismo del siglo XXI”. Tampoco apuesta a una lógica de acumulación como la de Chile o Colombia. Se ubica en un camino intermedio, que se sostuvo hasta el 2008 con “el viento de cola” del crecimiento económico mundial, pero que a partir del enfrentamiento con los beneficiarios de la renta agraria (el famoso conflicto con “el campo”) empezó a perder hegemonía, al punto de ser derrotado en las elecciones legislativas de 2009. Ahora debe enfrentar, en un contexto mucho más desfavorable, los embates de los sectores tradicionalmente dominantes ligados a la producción primaria exportadora, que lograron traccionar a las capas medias urbanas y rurales e, incluso, a segmentos de los sectores populares del interior del país, transitoriamente interpelados por la excepcional “bonanza agrícola” del período 2003-2008.

Su disputa con los grupos mediáticos más concentrados, tras la sanción de la nueva ley de medios públicos en 2009, le agrega un nuevo frente de conflicto sin que, simultáneamente, se perciba voc

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