Sin mayor esfuerzo analítico observamos que la causa del desequilibrio de la convivencialidad planetaria es el estilo de vida producción-consumo-acumulación-confort. El mismo que se funda en el mito del progreso infinito del sistema-mundo-capitalista. Ante esta filosofía vacía de contenidos coherentes la pregunta es: ¿Cómo emprender un progreso infinito con recursos finitos de la Tierra? ¿Cómo sostener la huella ecológica de las sociedades energíboras en un planeta que convulsiona como una paciente terminal a causa del extractivismo voraz y tóxico?
Frente a esta situación reiteramos que el remedio para la sobrevivencia viene de la misma capacidad de auto transformación del ser humano. Estos tiempos exige un cambio, una revolución, intelectual y moral que reconfigure las estructuras cognitivas y psicológicas del hombre moderno. Las estructuras estructurantes en las que nos han formado (formateado) nos ha generado una falsa identidad (como personas y colectivos) y colocado de espaldas o en contra de nuestra fuente y destino común que es la Tierra.
El proceso de esta nuestra desastrosa separación de la Madre Tierra, no fue sólo un asunto técnico, ni ideológico. En el origen de este divorcio se encuentra una espiritualidad dia-bólica (de la separación excluyente) que expulsó las realidades trascendentales al lejano cielo, convirtió a la Madre Tierra en un útero mecánico de producción-explotación pasible al saqueo. Con esta espiritualidad de la dominación, el ser humano se constituyó de forma contranatura en el centro y señor de la Tierra. Generando uno de los mayores desequilibrios suicidas que jamás conoció la envejecida Tierra en su historia. En otros términos, la causa de las convulsiones actuales del planeta, llevan las improntas de las espiritualidades acósmicas, terrafóbicas, androcéntricas, cualificadas y dogmáticas promovidas por las diferentes religiones monoteístas/patriarcales.
Necesitamos con urgencia aprehender y cultivarnos en espiritualidades que posibiliten la reconciliación y reencantamiento con la Tierra y con todos sus huéspedes, incluido el ser humano desde sus diferentes culturas. Necesitamos tomar conciencia de que todos somos Tierra en sus diferentes niveles de complejización. En estos tiempos la Madre Tierra exige ya no sólo una tregua, sino una paz perenne. Ya no es suficiente el recurso a la tecnología o al desarrollo sostenible para darle respiro a la Tierra. Esto es como intentar quitarle la voracidad del lobo sólo limándole los colmillos. Necesitamos una nueva espiritualidad de la Tierra incluso más allá de las religiones.
La misma ciencia occidental, después de tanta resistencia, aceptó no sólo que la Tierra es un superorganismo con vida propia (como sostiene la Carta de la Tierra de la ONU), sino que la vida está compuesta de los mismos elementos físico-químicos, forjados en el corazón mismo de las estrellas más antiguas. Y que todos los demás seres del universo que se organizan en relaciones extremadamente complejas. Watson dijo que todos los organismos vivos poseen el mismo alfabeto básico: 20 aminoácidos y 4 ácidos nucleicos (adenina, guanina, tinina y citosina). Todos somos hermanos y primos. Nuestra diferencia consiste sólo en la combinación de las sílabas de este alfabeto (Watson, 2005). Desde el pragmatismo más inmediato observamos que el hierro, el calcio, el fósforo, incluso las neuronas que juegan en por nuestros tejidos también se encuentran en las plantas, animales, las rocas y las estrellas más lejanas. ¿Dónde está, pues, nuestra condición privilegiada en el mundo? Incluso la interioridad es una cualidad compartida con el resto de la comunidad cósmica.
El misterio de la vida se revela en la inmediatez de lo cotidiano, y lo cotidiano más insignificante nos transporta hacia complejidades insospechadas. Por eso el poeta William Blake nos dice que tenemos que saber ver el mundo en un grano de arena y el cielo en una flor silvestre. Conocer el infinito en la palma de la mano y la eternidad en un instante. Los quechuas decimos: ver y leer el mundo en una hoja de coca.
Cada uno de nosotros/as necesitamos desandar la experiencia de la fusión orgánica con la Madre Tierra, a fin de recuperar nuestra auténtica identidad radical. Nuestro estilo de vida moderno nos ha aislado demasiado de nuestra identidad nominal hasta hacernos frenéticos matricidas. De un tiempo a esta parte, somos el único animal que se multiplica para divertirse jugando a las guerras. Somos los únicos suicidas empecinados en incendiar nuestra única casa, ensuciar y envenenar nuestra única fuente de agua, destruir el climatizador de la casa, los nevados, y derribar nuestro oxigenador, los bosques. ¿Qué otro animal hace esto? Para salir de esta depravación necesitamos una espiritualidad terrícola.
Para esta tarea impostergable necesitamos volcar la mirada hacia las espiritualidades originarias silenciadas en cada uno de nosotros. Quizás en unos más que en otros. Recuerdo que mis padres nos inculcaron la permanentemente necesidad de interactuar con la Tierra como hijos agradecidos y respetuosos. Nos enseñaron que los cerros, los ríos, los bosques, los bofedales, las cataratas, las rocas y todo lo que nos rodea estaba preñado de espíritus protectores. Apus, solía llamar mi padre. Que si cazábamos pájaros en tiempos de apareamiento ocasionaríamos granizadas, sequías o heladas, nos inculcaba mi padre. Que si hurgábamos nidos de palomas haraposos nos volveríamos, nos decía. Si orinábamos cerca a las fuentes o cuerpos de agua, moriríamos poseídos por el Apu del lugar. Nos decía que los árboles no sólo producen fruta, sino también agua y atemperan el calor de la Madre Tierra. Así crecimos en el campo, hasta que ingresamos en la vida urbana-cristiana.
Mi madre siempre estaba besando y conversando con la Mama Coca. Desde cada rincón de la chacra invocaba a las y los espíritus con infinidad de nombres en quechua, que yo sólo quedaba mirando de cómo recibían los apus su aliento ritual. En las fiestas, y sobre todo en el mes de agosto, mandaba a comprar las mesas rituales y contratar al altomesayoc (yatiri) para ofrecer a la Madre Tierra “el pago” (ofrenda ritual) por las bondades recibidas. Lo hacían con mi padre casi en “secreto”, por las noches y en los lugares menos accesibles.
Cuando alguien se enferma en la familia de manera inexplicable, lo primero que se sospecha es que dicha enfermedad es la manifestación del malestar de la Madre Tierra. En el mundo rural indígena la conciencia de la interrelacionalidad del todo con el todo condiciona y estructura la psicología de las personas (mapa mental y sentimental), que éstas terminan evidenciando de manera pragmática los principios holográmico (las partes en el todo y el todo en las partes), recursividad (las causas son efectos y los efectos causas al mismo tiempo) y ecodialógico (reconocimiento de la condición de sujetos/inerlocutores a todos los integrantes de la comunidad cósmica) del paradigma de la complejidad (Morin, 1998:32).
Nada se concibe, ni existe fuera de la interrelación. Todo lo que existe, coexiste. Lo que coexiste, subsiste regenerando un entramado de vidas que se entretejen entre sí, y se elevan hacia sistemas más complejos y abiertos. La conciencia y la autoconciencia son sólo un momento más en ese proceso auto creativo, y no es exclusividad del runa (ser humano comunal en proceso).
A esta conciencia pragmática se refería Teilhard de Chardin cuando afirmaba que cuanto más avanza el proceso evolutivo, tanto más complejo se hace; tanto más complejo se hace, tanto más conciencia posee; y cuanta más conciencia posee, tanto más autoconsciente se vuelve. Todo interactúa. Todo, por consiguiente, posee vida y espíritu. En ese proceso todo va auto creándose y adquiriendo niveles de conciencia y autoconciencia en diferentes direcciones. Si algún rol importante le corresponde al runa en la fraternidad cósmica, esa es la de ser el cuidador ritual de la infinita trama de interrelaciones.
Las espiritualidades indígenas no aíslan, sino, más por el contrario, integran restableciendo interrelaciones fracturadas. No promueven valores, ni virtudes individuales, sino costumbres comunitarias para el buen convivir. Lo individual está sujeto a lo comunitario, y esto supeditado a la convivencia cósmica equilibrada. En estas espiritualidades el ser humano no es una finalidad, sino una cofinalidad. Y en situaciones de riesgo de la fraternidad cósmica los intereses humanos quedan en un segundo plano. Así, estas espiritualidades se encuentran en consonancia con el proceso diacrónico y sincrónico de la historicidad de la Tierra, en el que la emergencia de lo humano es un momento más de la complejización de la vida.
Las comunidades indígenas encuentran en la cotidianidad de las experiencias espirituales sus fuentes inagotables para hacer de las contrariedades, oportunidades; de los sufrimientos, alegrías; del cansancio, regeneración. La espiritualidad no es una cualidad exclusiva del ser humano. Así como la condición ética es común a todos los y las integrantes de la comunidad cósmica, la espiritualidad es una dimensión humana y cósmica al mismo tiempo. Por eso los cerros, los ríos y las piedras no sólo tienen derechos y obligaciones, sino también mística, energía inspiradora, fortaleza. Sino preguntemos a poetas, artistas, místicos y sabios, terrícolas que no han renunciado aún a su capacidad de asombro y a su actitud dialógica en la comunidad cósmica.
A diferencia de las espiritualidades cualificadas y categorizadas por las religiones, las espiritualidades indígenas son vivencias y sistemas abiertos. Irrumpen en los momentos menos sospechados de la cotidianidad e integran a la comunidad cósmica por senderos impredecibles. Las espiritualidades cósmicas y cotidianas no sólo son la fuente y el referente de la fortaleza indígena en la batalla diaria por la sobrevivencia, sino, ante todo, religan (devuelven a su condición originaria) al ser humano en tejido abierto e indeterminado de la fraternidad cósmica. Estas espiritualidades hacen cotidianas la conciencia humana de ser Tierra que ama, cría, cultiva y convive. Una conciencia que no se agota en la inteligencia humana, sino que dinamiza corazones movilizando voluntades hasta hacer del ethos (costumbre) ecológico una conducta cotidiana.
En estos tiempos difíciles, los pueblos indígenas, con sus luces y sombras, ofrecen a la humanidad sus patrimonios espirituales para reorientar el destino del planeta. No podemos continuar sordos e inmutables ante el ensordecedor grito de la vida desde diferentes rincones y en sus diferentes formas. Estos tiempos exigen espiritualidades transformadoras que desafíen lo establecido incluso en nombre del dios del lejano cielo. Sólo espíritus libertarios pueden forjar la nueva espiritualidad, más allá, o incluso en contra de las religiones, que nos devuelva nuestra auténtica identidad originaria de ser Tierra autoconsciente que piensa, ama y sueña. Sólo si volvemos a ser Tierra haremos que la desgracia no sea más desastrosa de lo que ya es, porque evitar la desgracia ya no es posible. Intentemos lo imposible para sobrevivir a lo impredecible.