Por fin, estuvimos frente a frente una mañana calurosa del verano de Lima, la ciudad secuestrada eternamente por una bruma que alguien denominó «la panza del burro», y enseguida me cautivó. Lo conocía por su merecida fama de los últimos años: el reportaje en la National Geographic, el increíble libro (Senderos de libertad. La lucha de los indígenas por la defensa de la selva amazónica. Seix Barral, Barcelona, 1993) escrito por el periodista español Javier Moro sobre la vida de Chico Mendes (y donde tres capítulos están dedicados a la vida de Possuelo), y por algunos artículos periodísticos bajados de Internet, donde -como ejemplo- la revista Time lo había considerado «un héroe del planeta» o las Naciones Unidas uno de los «héroes desconocidos del diálogo», una de las diez personalidades más inspiradoras del mundo contemporáneo.
No tengo ninguna duda: éste brasileño es eso y algo más, algo que puede escapársele a muchos en este mundo signado por la aparente falta de ideales e ilusiones por los cuales valga la pena jugarse entero. Ese algo, ese intangible que posee Possuelo, ese brillo, es lo que transforma la inspiración en magnetismo, en una atracción irresistible por decirle al mundo: miren, éste es Possuelo. Aquí va…
Estaba allí, leyendo alguna cosa, sentado en una mesa de madera y tomando un café con leche, y enseguida, como disparado por una catapulta, alzó su robusta humanidad y vino a mi encuentro con una calidez que ahora, en el recuerdo, me resulta entrañable. Estrechó mi mano, me abrazó y simplemente me dijo: «hola, Cingolani, te estaba esperando», mirándome a los ojos, como el había decidido.
Después, tras comprobar que el hombre era de acero y miel como quería el Che -«hay que volverse duro pero sin perder la ternura jamás»-, le entregué un obsequio, una especie intrépida de ofrenda, que había traído desde los Andes, donde yo vivo, y es uno de los íconos culturales de su milenario pueblo: un sapo, elaborado en estaño, un poderoso protector de los hombres, una luz en el túnel del destino. Volvió a sorprenderme, esta vez con la sincronía del corazón: «¿Sabes?
Colecciono sapos y éste no lo conocía», exclamó feliz y el gran hombre se volvía un niño, más allá de sus 66 bien caminados años. Desde ya, no hubo ni intenté hacerle ninguna entrevista formal en los cinco días posteriores que compartimos en el Perú. No hacen falta las convenciones: sus convicciones son parte de su ser y están a flor de piel y en sus labios de manera permanente. En el caso de Possuelo, es su lucha ejemplar, tenaz y persistente en defensa de los indios aislados, de aquellos que no han tenido contacto o están escapando de cualquier intromisión de la cultura dominante, de nuestra «civilización», de aquella que ha sido capaz de aniquilar a cientos de pueblos enteros -un genocidio aberrante que apenas figura en los libros- por su relación violenta y de sometimiento con los otros, con los pueblos originarios de la mayor parte del mundo, en los últimos cinco siglos de historia.
Sydney, precisamente, había arribado a la ciudad del Rimac, acompañado por el antropólogo Vincent Brackelaire, para comenzar a difundir en el ámbito continental, entre organizaciones indígenas, ONGs y funcionarios clave de gobierno, sus ideas y conocimientos sobre protección de indígenas aislados, tras cuatro décadas de labor sin pausa en su Brasil natal. Para afirmar este objetivo, Possuelo impulsó la creación de una Alianza Internacional para la Protección de los Pueblos Indígenas Aislados, que nació en un encuentro global sobre el tema realizado en la ciudad brasileña de Belem do Pará en noviembre del año 2005.
Um sertanista
Possuelo no es antropólogo, ni nada que se le parezca. Nunca se preguntó como Levy Strauss en el Matto Grosso cuando estudiaba a los Nambiqwara: ¿qué hago yo aquí? Mas bien, Possuelo buscó desde joven ese tipo de vida, plagada de rigores y riesgos, limítrofe con la aventura y decididamente signada por un halo épico, que en Brasil está asociada con la palabra «sertanista», algo así como un experto en cuestiones indígenas, o sea los moradores de la selva más vasta del planeta y que no son otros que los últimos pueblos aislados que quedan en la Tierra.
El me explicó el cambio que experimentó el término a lo largo de la historia del Brasil: «Antes, se conocía como sertanistas a unos aventureros denominados también como `bandeirantes` que organizaban expediciones al interior de la selva en busca de riquezas y tesoros. Algunas de estas expediciones llegaron a durar ocho años, eran violentas y causaban estragos entre los indios». Sin embargo, hasta hoy, a estos primeros sertanistas se les reconoce el mérito de haber configurado el actual mapa brasileño, el coloso sudamericano, de más de 8.5 millones de kilómetros cuadrados.
Todo cambió a principios del siglo XX, según Possuelo, «cuando apareció el general Rondón que se pasó la vida explorando y trazando mapas de la selva. El humanizó nuestra relación con los indios y luchó para que el gobierno de entonces creara el Servicio de Protección a los Indios (SPI), allá por 1910. Su divisa fue siempre: `Morir si es preciso; matar, nunca`». Hoy, un estado brasileño, lleva su nombre: Rondonia, en la frontera con Bolivia. Desde entonces, el sertanista brasileño es, en lo esencial, un defensor de los indios.
Los hermanos Vilas-Boas fueron la segunda camada célebre de sertanistas. El trabajo de los Vilas-Boas tiene dos hitos históricos incuestionables: fueron los impulsores de la creación del primer territorio indígena exclusivo del Brasil como fue el Xingú -que tardó nueve años en ser legalizado por el Congreso-, y también de la creación de la FUNAI -Fundación Nacional del Indio-, la entidad estatal brasileña encargada de velar por los derechos humanos de los indígenas, que subsiste hasta hoy, y cuyo antecedente histórico es el SPI promovido por Rondón.
Con el paso de los años, Possuelo -la tercera generación de sertanistas y, signo de los tiempos, un anarquista de corazón- fue nombrado presidente de la institución a principios de los años 90 pero antes había empezado su vocación por el sertón, por la selva, por las tribus, por los indios, acercándose a los Vilas-Boas. «Eran los héroes del Brasil y yo quería conocerlos, trabajar con ellos, cuando era un joven de 17 años», confiesa. «¿Y qué hacías?», le pregunto, suponiendo una respuesta casi inevitable: «era el chico de los mandados, el mensajero. Con tal de estar con los Vilas-Boas, con tal de vivir una aventura en la selva, yo era capaz de hacer cualquier cosa para lograrlo…»- y sus ojos negros brillaron, entre la nostalgia y el haberse convertido, cuarenta años después, en el hombre que más hizo por los pueblos indígenas brasileños en toda la historia del Brasil. Era la humildad arrasadora de un tipo honesto capaz de demoler todas las academias y todos los prejuicios para ponerte de frente ante nuestro bien más preciado: la vida.
Un indio
Relatar la biografía de Sydney Possuelo sería interminable, dijo la prensa española y tiene razón: el hombre trabaja más de cuatro décadas en el frente de una guerra invisible: la que se libra a diario por los recursos naturales de la Amazonía brasileña, última frontera para los sucesivos gobiernos del país, la siempre mítica y renovada versión de El Dorado para aventureros de toda laya y empresarios de todo el mundo, la Amazonía a secas.
Allí, según los últimos estudios arqueológicos, se originaron las culturas superiores de América, mucho antes que se organizaran los pueblos en las alturas de los Andes y América Central. Antes de la llegada de los conquistadores europeos vivían allí millones de personas. A finales del siglo XIX, empezó la efímera fiebre del caucho que convirtió a Manaus en una irreal ciudad europea en medio de la floresta y significó el genocidio y la aceleración de la aculturación forzada de cientos de pueblos amazónicos. Era el inicio de la era positivista del «orden y el progreso» -proclamados en la propia bandera del Brasil- que subsiste hasta hoy, en diferentes versiones. Una de ellas fue la impulsada por los militares brasileños que gobernaron Brasil a partir de 1964. Tenía como divisa, al revés de Rondón, que la Amazonía era un territorio vacío, con una naturaleza hostil, que había que doblegar y conquistar, cueste lo que cueste. Carreteras, colonos, polos de desarrollo, deforestación, explotación desenfrenada del oro y de la madera: la visión faraónica sobre la nada burocrática.
En síntesis: la domesticación a palos de la selva y como consecuencia, la eliminación activa o por añadidura de los indios. Ese fue el escenario histórico donde comienza la labor de Possuelo.
Era especialista en «primeros contactos». Un día, el director de la FUNAI, lo convocó a su despacho: Darcy Ribeiro, el gran antropólogo culturalista del Brasil, afirmaba en su obra cumbre Os indios e a Civilização que los Araras eran un pueblo desaparecido y, sin embargo, los informes en el despacho del funcionario indicaban que estaban atacando a flechazos a los trabajadores de la Transamazónica, la mega obra vial que integraría la selva al Brasil y que el dictador Garrastuzu Médici había ordenado construir, tras conmoverse con la pobreza del nordeste. Possuelo propuso el primero de sus cambios revolucionarios: no enfrentarían a los indios, sino que los atraerían, con mucha paciencia y sobre todo tiempo, al lado del resto de la sociedad brasileña. El cambio fue aceptado. Nacieron los «frentes de atracción». Yo era un niño pero me acuerdo como si fuera hoy de las imágenes de los indios de Altamira, el poblacho de la selva a donde Possuelo apareció con los flamantes incorporados a la ciudadanía del país «mais grande do mundo»: eran inolvidables.
En esos años, Sydney hizo contacto con siete pueblos indígenas desconocidos y luego empezó a ver y padecer la terrible secuela. «Nuestro mundo es un encantamiento para ellos», confiesa. «El contacto traía aparejado: desestructuración grupal, necesidades artificiales -«si les das ropa, luego debes darles jabón para que la laven»-, descontrol personal, borrachera, prostitución, destrucción, porque lo peor de todo eran las epidemias que nosotros curamos a diario con una pastilla pero para las cuales los indios del corazón de la selva carecían de cualquier defensa inmunológica y morían sin remedio, solos, abandonados en la selva por sus hermanos».
Era terrible, era brutal, era el insondable camino para llegar al bien común que todos los hombres, cualquier hombre como diría Drummond De Andrade, debe transitar para darse cuenta cual es la diferencia entre lo correcto y lo incorrecto, por sí mismo. En sus palabras: «Desde 1987, yo pasé del contacto a la protección, es decir al no contacto, al derecho al aislamiento como la mejor manera de preservarlos. Si fuéramos más decentes, no habría pueblos aislados pero nuestra conducta los ha llevado a buscar protegerse de nosotros. Su aislamiento no es voluntario, es forzado por nosotros. No podemos ni debemos alterar eso».
Desde entonces, su labor ha sido excepcional, única, merecedora del reconocimiento internacional -Premio Fray Bartolomé de las Casas por su Alteza Real el Príncipe de Asturias; Comendador por la Sociedad Geográfica Brasileña; Medalla de Pacificador por el Ejército Brasileño; Medalla al Mérito Indigenista; Premio Internacional de la Sociedad Geográfica Española en Madrid; Medalla de Patrono de la Royal Geographic Society en Londres, entre otros- y como ya advertí inspiradora como pocas en el mundo del presente.
Possuelo ha sido el responsable, entre otros méritos, de duplicar, por más de un millón de kilómetros cuadrados, la superficie legal de los territorios indígenas que existen en Brasil y de crear otra de las reservas más emblemáticas del mundo: la del pueblo Yanomami, de 9.4 millones de hectáreas, la única condición que impuso cuando el gobierno brasileño lo designó como presidente de la FUNAI.
No caben dudas de que Possuelo es un héroe, un héroe de ribetes que seguramente serán legendarios pero que ahora son palpables, porque Possuelo -en el mundo de Hollywood que inventa el valor y lo exhibe por el precio de una entrada al cine- es un héroe del mundo real, de ese que sigue ahí en la selva amazónica, esperando que la lucha de un hombre se convierta en causa de muchos y el mundo y los gobiernos y las sociedades civiles asuman que es un deber y una responsabilidad ineludible pelear por la vida y los derechos humanos de los últimos pueblos indígenas aislados del planeta.
Han sido y son el motivo de la vida de Possuelo y deberían ser una preocupación universal porque si ellos desapareciesen para siempre, nuestro lazo como especie con los primeros humanos, con los seres puros e incontaminados, con aquellos que conviven sagrada e inalterablemente con la naturaleza, se habrá perdido para siempre. Eso, les aseguro, será peor que un satélite derive entre Júpiter y Neptuno o que cinco astronautas se envenenen en las aguas del decimonoveno planeta de la última galaxia que «descubriremos» en quién sabe qué futuro. Paul Eluard escribió que todos los otros mundos que buscamos, están en éste que vivimos pero que no sabemos cómo encontrarlos.
Los pueblos indígenas aislados son esa metáfora: si somos capaces de protegerlos, sabremos que otro mundo, más humano y más justo, puede ser construido entre todos.
Un ser humano
Volvía de mi encuentro con Possuelo, y en una cajetilla de cigarrillos, atravesando las praderas artificiales del Acre brasileño -tumba de tantas tribus-, anotaba un final para este texto: «Possuelo es hombre de otro planeta; el mismo pero mejor». Ya lo insinué pero lo anoto: si hubiese muchos Possuelos, la Tierra sería más amable, más fraterna, más humana.
Escribo, por necesidad, otro final para este escrito. O varios. Le pregunto a Possuelo si conoce esa canción maravillosa de Caetano Veloso titulada Um indio y que usé como epígrafe. La anécdota es deliciosa: «sabes, estaba en un avión, y Caetano me la cantó al oído antes de grabarla». «¿Y?», le pregunto, condensando la ansiedad del hallazgo, sabiendo las veces que anduve por la selva escuchando esa música que de muchas formas sintetiza el espíritu de estas palabras. Me contesta Possuelo, entrañable: «y… no se… tal vez no lo escuchaba bien por el ruido del avión, pero no le dije nada…», me aclara.
Una noche, en el Haití, la madre de todos los cafés de Lima -Álvaro Díez Astete dixit- me cuenta la historia de su tatarabuelo, el senador Teófilo Ottone, la línea materna e italiana de la genética Possuelo: «fue el primer impulsor de leyes en defensa de los indios de Brasil, tras retornar de Filadelfia, Norteamérica, a donde se había exiliado por pelear por la república. Armó una compañía de navegación para que Minas Gerais (el estado del cual Sydney es oriundo y que es mediterráneo) pudiera llegar al mar (La historia me recuerda -¿ecos de realismo mágico?- a El amor en los tiempos del cólera de García Márquez). Era muy raro para la época: no mataba a los indios, los incorporaba al trabajo. Cuando la empresa fracasó, les donó la tierra a ellos. Lo atacaron, lo cuestionaron, pero hoy una ciudad lleva su nombre». La convicción de Possuelo está anclada en la sangre.
Me despido de él en Puerto Maldonado, Madre de Dios, Perú. Minutos antes, comíamos pescado con Daniel, un joven antropólogo gallego solidario con la FENAMAD, la organización de los nativos locales. Allí hay otra guerra y donde los que siempre pierden son los pueblos indígenas aislados. Daniel le contaba del asesinato de dos indígenas a manos de los madereros de la caoba –una funcionaria del ministerio de energía y minas del gobierno del Perú nos aseguró días atrás que ellos son la principal amenaza contra la supervivencia de los aislados- y Sydney preguntaba ansioso:
«¿Pero qué han hecho?». El antropólogo nada tenía que decir pero Sydney insistía: «¿qué han hecho? En Brasil, cerrábamos el territorio legalmente y los defendíamos con las armas en la mano».
Possuelo maestro. Desesperado por transmitir su conocimiento en el terreno de cómo ganar la batalla contra la muerte anunciada o, al menos, intentarlo. En defensa (perdida) del antropólogo, arguyo que «Perú no es Brasil», «Perú es un país andino y no amazónico», «Querido Sydney trata de entender», etc., etc., y después, algunas horas después, camino a Assis-Brasil -la selva devastada, la carretera transoceánica que impulsa Lula- a donde nos dirigíamos con Vincent Brackelaire y el antropólogo boliviano Álvaro Díez Astete para asistir a una reunión trinacional de dirigentes de los pueblos indígenas de los tres países -Brasil, Bolivia, Perúdonde se encuentran casi todos los pueblos indígenas aislados que todavía resisten en el planeta Tierra, recordé lo que está escrito en el Talmud, el libro sagrado de los hebreos: «si salvas a un hombre, salvas a todos los hombres». Y luego recordé a Possuelo, y su afán actual para que a través de una alianza internacional de protección de los últimos pueblos indígenas aislados del planeta, todos los gobiernos, las organizaciones indígenas, los organismos internacionales, la sociedad civil, trabajen mancomunados por esa causa.
La noche ya había caído. Volví a recordar a los dos muertos del río Las piedras -veo su sangre en el agua-, y recordé la sentencia talmúdica. Recordé una vez más a Possuelo, su lucha, su tenacidad, su heroísmo. Apoyemos su causa. Apoyemos a la Alianza Internacional. Es la causa de los últimos indios libres de cualquier atadura del planeta Tierra. Es la causa de los que nunca jamás se han rendido para preservar su identidad y su libertad. Son un espejo y una revelación: es la causa de todos los hombres y mujeres que deseamos un mundo mejor.
La Paz, Bolivia, 23 de diciembre de 2006
Publicado en rebelión.org el 28 de diciembre de 2006 y parte del libro Toromonas, La lucha por la defensa de los Pueblos Indígenas Aislados en Bolivia, disponible en fobomade.org.bo