Nora Montero es la viuda de Bernardino Racua, el dirigente indígena de los campesinos de Pando asesinado aquel aciago 11 de septiembre del año pasado en Porvenir, en una masacre vergonzosa de la cual se convirtió en su emblema.
Bernardino era descendiente de Bruno, el héroe tacana de la Guerra del Acre por el caucho amazónico, y un líder agrario respetado por todos los suyos. El 11 de septiembre de 2009, su imagen era exhibida en las poleras de la gente y en los carteles que enmarcaban el escenario donde se conmemoraría el primer aniversario de la matanza.
Había expectativa. Evo llegaría a presidir la ceremonia. También había mucho miedo: corría el rumor que los sicarios de los terratenientes volverían a matar. También había división: el gobierno –con su inercia para enjuiciar a los culpables de la masacre– no había logrado convencer al conjunto de los campesinos de efectuar un acto unitario. En esos mismos momentos se estaba llevando a cabo una concentración similar, en el municipio de Filadelfia.
Pero Nora estaba allí, acompañada por algunos de sus hijos y familiares, caminando nerviosa por las calles polvorientas de Porvenir. La localidad se había llenado de militares que habían armado distintos cordones de seguridad que había que traspasar hasta llegar a la cancha y a las graderías donde se efectuaría el acto. En un escenario lateral, el chaqueño Luis Enrique Jurado y los troveros de Negro y Blanco ensayaban los acordes de sus canciones. Un locutor intentaba convencer a la gente –unas trescientas personas– para que se animaran, se agruparan, gritaran alguna consigna. La labor era dificultosa: el miedo lo impregnaba todo. Lo advertías en los ojos de la gente; lo tocabas, lo respirabas. Muchos de los ejecutores de la matanza, varios de los que dispararon y asesinaron a mansalva, vivían allí, en el mismísimo Porvenir. Y peor: estaban haciéndose ver, estaban mostrando sus caras. Un año después, sin justicia para los masacrados, ellos volvían a lucir sus garras.
Entre la gente que iba y venía esperando al Evo, vimos a Nora. Un reportero del canal de televisión estatal la estaba entrevistando. Esperamos por allí hasta que pudimos encararla. Ella estaba desesperada. Sigue grabado lo que nos confesó ante la cámara, durante una anterior entrevista: alguien la había estado observando. Desafiante. Amenazante. Provocador. Era el asesino de su esposo. Era el asesino de Bernardino.
Llegó el Evo y empezó el acto. Nora estuvo sentada al lado del presidente del primer Estado Plurinacional del mundo durante todo el evento. Cuando fue convocada a hablar no pudo hacerlo. Apenas logró decir algunas palabras entrecortadas, mientras sus lágrimas no dejaban de caer. ¿Se habrá enterado Evo porqué Nora lloraba y lloraba?
Mientras todo esto sucedía, el prefecto militar colocado por el gobierno decía un discurso para agradar a su jefe y Evo repetía lo de la injusticia histórica contra los pueblos indígenas y las comunidades campesinas, pero no dijo una sola palabra sobre la angustiosa situación que se sigue viviendo en Pando, mientras tanto los músicos cantaban esas sus letras que hablaban de patria, de liberación y de unidad, alguna de las cuales, por ser muy conocidas, de seguro también las corearían los masacradores que andaban sueltos a metros del palco del presidente, un hombre, otro dirigente campesino, iba con un fiscal, casa por casa en Porvenir para notificar a los acusados de homicidio. Nadie se animaba a dar la cara y en verdad había que tener huevos para hacerlo.
Desde que se supo de la candidatura de Leopoldo Fernández Ferreira –la máxima autoridad política cuando ocurrió la masacre y que está detenido de manera preventiva en La Paz por su responsabilidad en la misma– a la vicepresidencia del Estado acompañando al ex capitán Manfred Reyes, el clima político del único departamento íntegramente amazónico de Bolivia se volvió irrespirable.
Si otra humillación debían soportar los campesinos y los indígenas de Pando era ésta. Por eso, muchos son los que temen lo peor para el próximo 6 de diciembre: que los asesinos de sus hermanos ganen en las urnas. Algunos se resignan. Otros piensan que habrá que enfrentarlos. Todos coinciden en señalar la responsabilidad del gobierno: a un año de la masacre, la situación en Pando no ha variado. La impunidad, el odio, la intolerancia, siguen campeando, reina el ambiente de la tierra de nadie. Es que las causas que precipitaron la matanza, las estructuras de poder terrateniente y económico del departamento más aislado del país, no se han modificado.
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Volamos sobre el departamento de Pando. Fue creado en 1938 sobre los territorios de lo que antes se llamaba Territorio Nacional de Colonias, y antes el Acre cuando los Barones del Caucho se creían los dueños de todo. Cuando ellos empezaron a llegar, a fines del siglo XIX, empezó este desprecio a lo indígena que se perpetúa hasta hoy. Miles de ellos fueron masacrados y esclavizados para trabajar en los gomales. Setenta años después del fin del auge del caucho, empezó a aparecer el latifundismo, el nuevo enemigo de los indígenas, de los campesinos y de la selva.
Los latifundistas, siguiendo el nefasto ejemplo de sus vecinos brasileños que en los años 70 y 80 del siglo pasado comenzaron acciones alucinantes de deforestación masiva del bosque en los estados de Acre y Rondônia para dedicarlos a la ganadería (y luego a la soya y al agronegocio), arrasan sin asco la selva para volverla pastizal y poner a rumiar algunas vacas que justifiquen la tenencia de miles de hectáreas.
Este proceso de devastación del bosque va acorralando de manera persistente y penosa a las comunidades indígenas y campesinas que dependen del mismo para su supervivencia, esencialmente basada en la extracción de castaña, el único producto rentable y que sostiene una economía popular de bajos ingresos pero la base de un modelo alternativo de desarrollo con preservación ambiental.
Es por ello que cada metro cuadrado que los terratenientes arrasan de selva, a través de incendios incontrolables (llamados chaqueos), es un metro cuadrado que le quitan para siempre a los habitantes tradicionales del monte y a su labor extractiva y de protección a su medio ambiente del cual se alimentan. Literalmente, cuando los ricos y poderosos deforestan, le quitan la comida de la boca a los hijos de los pobres y los humildes.
No es difícil entender el conflicto, no es difícil entender por ende que el problema de la tierra, el territorio y la defensa del bosque es el motivo fundamental de la masacre del año pasado. Son dos visiones antagónicas.
Una, la de los pobres, defiende la vida, la del bosque amazónico y, por ello, la suya propia pero también la de todos nosotros, la del mundo entero. Si la deforestación continúa, el cambio climático se agravará y las consecuencias las sufriremos todos.
La otra, la que se enlaza con la ofensiva trasnacional contra la Amazonía (que tiene sus emblemas en las grandes obras de infraestructura que impulsa el gobierno brasileño de Lula como las mega represas del Río Madera y la Transoceánica –o las futuras represas del Inambary en el Perú y la de Cachuela Esperanza en Bolivia, que también impulsa el mandatario brasileño) busca acabarlo y apela a la muerte de los que se oponen a ello, si es necesario. La misma muerte que asoló en Baguá-Perú contra los indígenas que se oponían a las labores mineras y petroleras. O la muerte reciente de un indígena ocurrida en Ecuador.
Por eso, volamos sobre la geografía del departamento de Pando: para ver el tamaño de la devastación. Fuimos en una pequeña avioneta Cessna de la Fuerza Aérea Boliviana, acompañados por un joven dirigente campesino. Partimos de Cobija, la capital pandina, y seguimos el curso sinuoso del Río Acre en dirección a Bolpebra; de allí volvimos siguiendo los meandros del Río Tahuamanu, sobrevolando el Porvenir de la matanza, y luego continuamos sobrevolando el camino hacia Puerto Rico y Conquista.
Lo que vimos en pavoroso y muy triste, demasiado triste. Cómo desearía que el que me lee, viera el daño que ya le hicieron a la selva y lo sienta taladrando su corazón. Sobrevolamos comarcas enteras donde el paisaje era desolador: la tierra quemada, seca, amarillenta, te recordaba más al desierto del Sahara que a una región que fue disputada porque albergaba la mayor cantidad de árboles de caucho del mundo.
No sólo era evidente la deforestación, sino la desertificación: vimos demasiados arroyos que ya no existen más, cicatrices de un cadáver de lo que antes era floresta. Algunas haciendas que sobrevolamos –cuyos propietarios son referentes del poder cívico y político que desencadenó la masacre del año pasado-, te recordaban las imágenes que pueden verse en las películas norteamericanas: verdes praderas donde pastaban mansas vacas… ¿si les gusta tanto ser jugar a ser vaqueros, digo yo, porqué no se van a Texas?
Volvimos cargados de impotencia a Cobija, colmados los nervios de tanta ilegalidad, con diez o más incendios en los ojos, con imágenes que no olvidaremos jamás y una certeza: se deben acabar los discursos sobre la defensa de la Madre Tierra en los foros internacionales, mientras no se pase a la acción. Hay un desastre ambiental evidente en Pando, es obra de los terratenientes y Evo debería castigarlo.
¿De cuáles derechos de la Madre Tierra hablamos cuando cada invierno se los pisotea sin medida, se deforesta ilegalmente, se secan arroyos, se contaminan ríos, se matan miles de animales, se va acabando inexorablemente con la selva? Los lugareños se desesperan: no sólo los acribillan a balazos, los matan de a poco cada vez que un árbol se quema.
Desde el aire, la tierra de nadie, donde impera la ley del más fuerte y ninguna otra, se ve más claramente como lo que es. Un crimen de lesa humanidad, como dijo UNASUR que fue también la masacre donde mataron a Bernardino y al resto de los compañeros.
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Si lo narrado hasta aquí, no alcanza para esbozar el panorama trágico que se vive en Pando, sólo baste anotar el drama del saqueo de la madera en las provincias más alejadas del departamento. La tierra de nadie definitiva.
Durante el auge del neoliberalismo, los gobiernos se ufanaron en proclamar que Bolivia era el país que poseía más bosques certificados en el mundo y que Pando era casi el paraíso: más del 90 por ciento de su superficie estaba intacta. Nada de eso es evidente cuando uno acude a Federico Román, la provincia más alejada de la capital pandina, y a la cual sólo se accede desde la ciudad de Riberalta, el santuario de los barraqueros, los propietarios de las empresas dedicadas al acopio de castaña y la explotación maderera, situada en la provincia Vaca Díez del departamento del Beni.
Un desvío de la carretera a punto de ser pavimentada que la une con la ciudad de Guayaramerín, permite el ingreso a Cachuela Esperanza, la antigua sede de la Casa Suárez, cuyos edificios históricos permanecen allí para recordarnos la época oprobiosa de los años del auge de la goma, y que serán inundados, junto a toda la población, ahora dedicada al turismo (las cachuelas –rápidos de río- son impactantes y las playas, muy bellas), de concretarse el proyecto hidroeléctrico antes anotado.
Aquí se cruza el río Beni. Si uno tiene mucha suerte, lo hará en el destartalado pontón de la prefectura. Si no, deberá rogar que lo cruce el moderno y rápido pontón de la empresa Maderas Bolivianas Etienne, Mabet por su sigla, que traslada decenas de camiones por día. Camiones que llevan madera. Sin ningún control, salvo el de la empresa misma. Ya que cruzando el río, entramos en los dominios de los Señores de la Madera, con su policía, sus trancas, sus represas. Un país dentro de otro país. La concesión forestal se llama, irónicamente, Los Indios.
En esta concesión forestal –que debería estar en proceso de abolición dada la nueva Constitución Política del Estado Plurinacional y que incluso bajo las leyes vigentes en la etapa neoliberal sólo representa el derecho al uso del bosque para la extracción de madera y ningún tipo de derecho propietario sobre la tierra y mucho menos la restricción del derecho de libre tránsito y circulación por el territorio soberano de Bolivia- se actúa como si todavía estuviera vivo Nicolás Suárez.
Pocos kilómetros después de dejar atrás Puerto Consuelo –donde desembarca el pontón y se vuelve a ingresar al departamento de Pando-, se encuentra el portón de la empresa que bloquea todo el camino. Adentro, hay una caseta de policía de seguridad privada cuyos encargados son los responsables de registrar a todo aquel que ingrese a la que según ellos es “propiedad privada”, incluyendo dentro de ella al camino mismo. Desde ya, nos negamos a registrarnos. Igual fuimos advertidos de los horarios de ingreso y salida.
A partir de allí empezaba la tierra de Mabet dentro de la tierra de nadie. Cuatro horas de camino más adentro (vimos los carteles de deslinde de otras dos concesiones: Río Negro, también de Mabet, y San Joaquín) llegamos al río Negro, una arteria fluvial que conecta todo el oriente del departamento y que desagua en las aguas internacionales del Río Abuná, límite arcifinio entre Bolivia y Brasil.
Si la presencia de policías privados y de trancas en los caminos ya era suficiente para indignarse, lo que vimos en el río Negro ya era desquiciante: la empresa había construido una represa de troncos y tierra para hacer pasar a los camiones, interrumpiendo el normal curso del agua, de su vida animal y la de los pobladores ribereños.
El agua embalsada es guarida de uno de los titanes de la selva y ya se había cobrado su primera víctima: un joven castañero, del cual nadie sabía su nombre ya que son cientos los que se lanzan al bosque cada temporada de recolección, había sido devorado por una sicurí (anaconda) a fin del verano. Desde ya, esa muerte no salió publicada en los periódicos.
Cuando abandonamos la Concesión Los Indios, aún quedaban asuntos de los cuales sorprenderse. Fuimos a la caseta de la Policía Nacional de Puerto Consuelo a quejarnos y denunciar lo que sucede dentro del País de la Madera dentro del país llamado Bolivia. Uno de los policías empezó a señalarnos a dos personas y dijo de ellas que eran narcotraficantes, otro de los males endémicos de la Amazonía. Se reprodujo, palabras más, palabras menos, el siguiente diálogo:
?Tu estás aquí para hacer cumplir las leyes… ¿no?
?Sí, claro.
?Y entonces, si son narcotraficantes conocidos, ¿por qué no los apresas?
?Porque aquí matan. Y no es por mí que tengo miedo, si no por mi familia, señor.
Zona Roja: verdades que laceran la conciencia en la tierra de nadie; verdades que todos saben y pocos cuentan en la tierra de nadie. Verdades de la tierra que debería dejar de ser de nadie y volver a pertenecer a la que siempre la cuidaron para que sea el hogar de todos.
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Hasta aquí esta crónica urgente a raíz de un viaje de un mes para documentar el estado de situación de los derechos humanos, sociales y ambientales en el norte amazónico boliviano.
Lo que suponíamos, a priori, que era terrible se nos volvió temible, descarnado y desgarrante. La necesidad de Estado (por sobre el derecho abstracto de Estado que proclama Álvaro García Linera) se hace cada vez más evidente.
Un Estado, como el nuestro, pionero en el mundo en el reconocimiento de los derechos de los pueblos indígenas y de las comunidades campesinas, urge se manifieste de manera concreta, creativa y efectiva en la vastedad amazónica. No alcanzó el hecho indudable de haber parado las matanzas que se iniciaron un año atrás: hay que acabar con el sistema, el aparato y la superestructura que hacen que matar en la Amazonía sea un hecho normal, habitual, previsible.
La única manera de que esa presencia imprescindible de un Estado a favor de la vida sea plena, desactivando la persistencia de un estado de cosas dominado por el terror y el poder terrateniente y propiciando la vigencia absoluta de los derechos humanos, es escuchando la voz de las víctimas, que es la forma más liberadora del amparo.
Si Evo escuchase a las organizaciones sociales de Pando, si concertase las políticas departamentales con ellos, comenzaría el cambio en la Amazonía. El cambio que anhela todo el pueblo amazónico.
De lo contrario, volverán los verdugos y los ríos de la selva volverán a teñirse de rojo. De lo contrario, la tierra de nadie será más ajena que nunca y el destino de los campesinos y los indígenas de Pando estará sólo en sus manos. Y de ellos, y quiero que esto se entienda y se asuma en profundidad, no sólo depende su destino, sino también el nuestro.
En la tierra de nadie se juega el destino de la Tierra de todos.
Río Abajo, 6 de octubre de 2009