El Destino

Burroughs –el autor de ese libro tan temido titulado El almuerzo desnudo– decía a quien quisiera oírlo que lo que ocurrió fue un severo cataclismo, un gran despelote cósmico, tal vez lo que la Biblia denominó como el diluvio universal. No sabemos. Burroughs lo explicó también como una hecatombe neuronal, psíquica. Algo pasó afuera que nos afectó adentro, bien adentro: en el cerebro.

Es la madre de todas las batallas: unos, algunos, ¿todos? pasamos a ser secuestrados, dominados y depender del hemisferio izquierdo del núcleo nervioso. Allí, del lado zurdo, mandan las palabras, la lógica, los números. Allí anidan la razón y todos sus monstruos, Isidoro Ducasse y el infinito malo. Allí está el origen del orden, del poder, de la deshumanización. Allí se oculta nuestra propia versión de Hitler. 

El hemisferio derecho, por el contrario, nos conectaba con la naturaleza, con la música, con lo que no se puede nombrar, con el misterio insondable que siempre nos rodeó y su estética, con los volcanes, también con el mamut y con correr detrás de él. Allí está esperando nuestro Toro Sentado. 

Restrepo secuencia eso: es el paso del paleolítico al neolítico. O sea, un poco más atrás de los 5000 años anotados –que son la distancia al primer escrito sumerio. Neolítico: el día aquel que empezamos a domesticar las amapolas y las ovejas. Ese día: El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, sentenciaría Engels en 1884. Cuando dejamos atrás, dice Federico, el salvajismo y la barbarie (¿el comunismo primitivo?) y nos sumergimos, tan recios, en la civilización (¿el modo de producción asiático?); la civilización que, en estrategia siempre ascendente, llegará al comunismo (¿del comunismo primitivo al comunismo?) y a la felicidad y bla, bla, bla.

En el fondo, ¿qué sabemos? El mismo Engels escribió que no tenemos testimonios directos de la época donde los hombres vivíamos encima de los árboles y comíamos frutas, nueces y raíces, “la infancia del género humano”, “el estadio inferior del salvajismo”. ¿Seríamos felices? ¡Andá a saber, che! ¿Será por ese dejavú  que cuando somos niños no hay cosa que nos fascine más que hacer casas entre las ramas? ¿Será por eso mismo que luego, un poco más crecidos, nos encanta lanzarnos a las inmensidades, tender una carpa, encender un fuego y asar un pez mientras alguien cerca de nosotros toca la armónica y otro va detrás de los líquenes y los caracoles? ¿Será que el hemisferio derecho se activa a veces y volvemos a sentir como sentían nuestros ancestros? ¿Qué será?  

Sé que hay montones de tratados muy serios, científicos, que tratan de explicar eso, pero no los he leído. La poesía debe ser el último residuo de ese mundo antiguo donde todos vivíamos más o menos como Nuestra Madre Universal nos había parido. La poesía es, en su belleza inabarcable, la expresión de esa gran nostalgia por ese mundo que perdimos. La Biblia lo anotó también, a su manera: era el Paraíso, donde vivían los primeros seres humanos. Una historia potente: ¿a quién no le cae bien su primera parte, la del primer hombre –Adán, de Sorata, dijo el genial Villamil de Rada- y esa mujer llamada Eva, viviendo en bolas a lo Woodstock, comiendo esas mismas frutas de las que hablaba Engels, hasta que viene la parte donde ella mordió el aguacate prohibido,  y oh My God, nos botaron a todos y en vez del Edén terminamos encerrados en las ciudades? ¿Será el destino? ¿Qué será?

Es un sino trágico, desde ya. Y un montón de remordimiento lo enchastra todo, como caramelo derretido. ¿Cómo somos tan cojudos de haber perdido el Paraíso? Por algo, y por eso, la búsqueda del Paraíso en la Tierra fue el motor más grande de la historia occidental. Las cruzadas a Jerusalén, los viajes de los caravaneros a China y la conquista de América se explican por ese motivo. Cuando Colón vio a las mujeres que poblaban las Antillas, no dudó que eran las descendientes de Eva. ¿Qué será lo que lo hecho todo a perder? ¿Esos podridos poderes de los que canta Caetano? ¿Será que nunca faremos/ Senão confirmar/ A incompetencia/ Da América católica/ Que sempre precisará/ De ridículos tiranos/ Será, será, que será?

¿Será el destino? ¿Serán esos tajos psicóticos a los que alude Restrepo por donde nos evadimos y queremos escaparnos, siempre escaparnos? ¿O será que ese NO era nuestro destino? Y lo que sea que pasó –Burroughs dixit-, ¿torció la línea de lo que debería haber sido el destino de la especie, ese destino que vivimos por millones de años y que empezó a desbarrancarse tan sólo cinco milenios atrás?

Esto le gustaría a Roby Arlt: nos domesticamos, nos domesticaron, hermano. Dejamos de correr a los mamuts. Ahora corremos detrás del dinero. Un día traducimos con el Mathias: Lo que se odia del indio es el sol / El árbol se odia del indio/ El río se odia del indio/ El cuerpo a cuerpo con la vida se odia del indio/ Lo que se odia del indio es la permanencia de la infancia/ Es la libertad plena lo que se odia del indio. Es el final de un poema del brasileño Reynaldo Jardim.

Este es el final de lo que quería decir: tal vez nuestro destino era la libertad y ¡crac!, ¡bum!, ¡cataplum!, algo pasó, algo que hasta hoy no comprendemos o lo vemos, lo intuimos, lo sentimos pero no somos capaces de volver a tomarlo entre nuestras manos… Un brillo, un aletear, el silencio… ¡Andá a saber, che!

Río Abajo, 12 de septiembre de 2011

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