Elogio de la salteña

Pocas veces hemos disfrutado de la hospitalidad de un pueblo hermano como en este viaje por tierra a Salta, donde nos trajo la Uniòn de Escritores Salteños y la férrea voluntad de las bravas organizadoras, entre ellas Verónica Ardanaz y Pablo Cingolani, la primera una gestora cultural de lujo y el segundo, un argentino que vive hace 25 años en Bolivia y no deja de defender los derechos de los pueblos indígenas de tierras bajas, como lo testimonian varios libros que escribió, entre ellos Naciòn Culebra, indispensable para conocer esos parajes maravillosos donde vive una población tan escasa y olvidada, y sin embargo importante por la magnitud de su cultura local.

De un jalón llegamos a Tupiza, y desde allí a la Quebrada de Humahuaca y al paisaje que se abre y se tiñe de verde en Jujuy y Salta no hubo cambios en el trayecto, ni humanos ni geográficos  porque somos eso: un solo pueblo que vive por capricho a uno y otro lado de la frontera. En ambos lados los nombres son quechuas y la gente se parece tanto que la única experiencia traumática debe ser el cruce de fronteras, aliviado en nuestro caso por la señora Reina Sotillo, divina señora que lo hizo todo fácil con la cordialidad y la gracia de una dama argentina.

Internarse en la Quebrada de Humahuaca es una experiencia mayor porque uno entiende la magnitud de esas formaciones geológicas que le merecieron el título de Patrimonio Cultural y Natural de la Humanidad. Nos alojamos en Maimará, un pueblo agrícola a orillas del rio Jujuy y gozamos de la hospitalidad de la señora Celina Apaza, dueña del alojamiento donde pernoctamos.

Mucho habrá que hablar de Celina, hija del bandoneonista más conocido y nieta de doña Sebastiana, que murió a sus 114 años. Sí, 114. Los Apaza son un linaje reconocido por ese pueblo apacible de Maimará, que está ubicado en las narices de la cordillera rica en colores y movimientos anticlinales y sinclinales, donde los ricos mineros quieren explotar su industria mientras el pueblo se niega para afirmar su identidad de agricultores. Allí vimos algo inusual que es típico de toda la Quebrada y quizá de todos los Andes: el cementerio, que ocupa una colina, la ladera más visible desde el camino real. Ese era nuestro objetivo: visitar la tumba de Rodolfo Kush, que vivió allí luego de una experiencia fructífera en Oruro, donde gozó de la amistad de gente inolvidable como los hermanos Alberto y Luis Guerra Gutiérrez, Héctor Borda Leaño, Dick Edgar Ibarra Grasso y la familia Condarco, todos referentes máximos del amor de nuestros intelectuales y poetas por las comunidades indígenas, en especial uru chipayas.

Allí y en Maimará, al margen de la sempiterna “academia”, que nunca lo aceptó, Rodolfo Kush desarrolló una obra inolvidable traducida en varios libros famosos, entre ellos “El Hedor de América”. Kush se burlaba del afán civilizatorio de la educación oficial, inspirada en la cosmovisión de Occidente, que niega la sabiduría de las culturas locales. Un pueblo no se educa con otra cosmovisión aparte de la suya, que siempre es una negación. Cada pueblo, cada cultura es un centro, es un mandala con su propia lógica, su lengua, sus usos y costumbres, su ciencia y su tecnología. Incluso teorías bienintencionadas como la noción de “centro” y “periferia” o la Pedagogía del Oprimido, de Paulo Freire, para Kush y sus seguidores eran involuntariamente perversas porque se basaban en la difusión de la cultura de Occidente. Todos los pueblos somos centro y no existe periferia; a los oprimidos hay que acercarse para aprender de ellos y no para inculcarles una cosmovisión, una ciencia y una tecnología occidentales, como ocurre con toda nuestra educación, en especial la superior: si no dominas a los filósofos, a los científicos, a los técnicos de Occidente ¡no eres culto! Pablo Cingolani se ríe al comentar que los chimanes tienen más de dos decenas de palabras allá donde nosotros usamos una sola: la pesca. Los chimanes curan con sus saberes, pero vienen las brigadas de Occidente, los vacunan y los matan. Los centros de salud son irradiadores de enfermedades porque se basan en la cultura de Occidente.

Claro, con ese modo de pensar de Kush y sus discípulos, ¿cómo iba a aceptarlos la “academia”? Kush no tenía ningún título en educación superior, era un maestro normalista, pero metido en un sistema “meritocrático” en el cual no se califica la experiencia sino el número de cartones que acumulas pagando cursos de posgrado.

Llevar a la tumba de Kush una mesa preparada en Oruro fue una experiencia honda, centrada en las vidalas y bagualas que cantaba Verónica Ardanaz mientras Ricardo Solíz Alanez, agrónomo y carnal de Pablo Cingolani oficiaba el rito, uno en memoria de Kush y otro para que a Bolivia nunca le falte la suerte.

La llegada y la recepción de los escritores salteños es un tema que abordaré en la siguiente nota.

Print Friendly, PDF & Email
Fobomade

nohelygn@hotmail.com

Deja un comentario:

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *