El desierto siempre sedujo a los hombres. Era el otoño del 322 a. C., y Alejandro de Macedonia se apareció de improviso en uno de los siete oráculos más prestigiosos del viejo mundo: el del templo de Amón en el oasis de Siwa, en medio del desierto libio. El templo había sido construido por el faraón Amasis (550 a. C.) y un ejército enviado por el persa Cambises fue devorado por la arena cuando intentó destruirlo; de allí su renombre. Los sacerdotes condujeron con gloria y pompa al “Libertador” de Egipto al santuario. Lo que Alejandro consultó al oráculo de Siwa es un verdadero misterio. Algunos conjeturan que preguntó si estaba destinado a conquistar el mundo. O si él era un dios. Nunca lo sabremos. Escribió a su madre Olimpia prometiéndole contarle todo lo que Amón le había revelado. Pero jamás regresó a Macedonia. Pasó su vida atravesando el desierto innumerables veces, yendo y viniendo en sus conquistas interminables que llevaron los límites de su imperio hasta el Yaxartes —el actual Syr Darya—, el río que separa los desiertos de la Sogdiana de los del Turkestán. Un desierto tras otro y una vida que según se ha escrito se perdió errando por sus arenas candentes.[1]
Los líderes de las grandes religiones fueron al desierto en busca de la verdad. Escribió Lawrence de Arabia: “El impulso que los llevaba (…) había sido algo irresistible, no tanto porque encontraban a Dios morando allí, como porque en tales soledades podían escuchar con mayor certeza la voz interior que resonaba en ellos”.[2] Cristo vagó por el desierto cuarenta días y cuarenta noches sin comer. En La Biblia, no hay demasiados detalles sobre su errancia salvo que el diablo se le apareció para ponerlo a prueba.
—Si eres el Hijo de Dios, ordena a la piedra que se convierta en pan— le dijo desafiante Lucifer.
—No sólo de pan, vivirá el hombre—[3] le respondió el hombre más adorado de la historia del mundo. Había aprendido del desierto.
El imaginario que nace de los desiertos siempre fue una respuesta a las crisis de civilización: como refugio frente a un mundo convulsionado o como deja vu del paraíso perdido en la Tierra. Los pueblos del desierto son pueblos dogmáticos “que despreciaban la duda, nuestra moderna corona de espinas”[4] porque en los desiertos, en sus travesías agotadoras, en sus paisajes despojados y desmesurados, en su silencio absoluto, habita la verdad. Por eso, cerca a los desiertos siempre moraban monstruos o seres fabulosos que, de alguna manera, la custodiaban. Serpientes gigantescas, perros asesinos —y hombres con cara de perro como los cinocéfalos que retrata Plinio—, seres ciclópeos —como los habitantes de la Patagonia que creyó encontrar Magallanes—, mujeres guerreras, espíritus implacables, eran los encargados de alejar a los profanos ya que —de eso no quedan dudas— el desierto siempre fue un espacio sagrado.
Los musulmanes, nacidos en los desiertos de Arabia, gracias a su fanática ferocidad, fueron los responsables de que su hogar ancestral cargara por siglos con una imagen de hostilidad entre los europeos. Los cruzados escribieron páginas horrorosas sobre sus sufrimientos —reales o imaginados— en el Cercano Oriente y a pesar de la poética recomendación de llevar campanillas al cuello de los caballos para que estos no puedan divagar y caer en manos de los espíritus malignos que pueblan el desierto de Gobi —como anotó Micer Marco Polo en su famoso libro—, los desiertos sólo fueron un estorbo para los mercaderes que se largaban en caravanas inmensas rumbo a la China siguiendo la llamada “ruta de la seda”.
Pero el mito resistió. La percepción del viajero siempre excede los rígidos marcos de la realidad, de la historia y de la geografía: ciudades, ejércitos y tesoros enterrados en la arena fueron imanes irresistibles para los espíritus sensibles de cada época.
En América, los desiertos fueron venerados como lo fue la naturaleza en su conjunto. Sin embargo es preciso aclarar que para culturas tan vitales como las andinas, la idea de desierto tal y como nosotros la expresamos, no existe. El espacio siempre está lleno.[5] Aún así, nuestros desiertos engendraron sus propios mitos. El legendario tesoro del rey Inka sigue escondido por las desoladas estepas que rodean la mole altiva del volcán Lincancabur. O en su propio cráter. En el siglo XVII, alguien se encargó de difundir la historia de una anciana sedienta y al borde de la muerte en pleno desierto de Atacama que cambió un puñado de hojas de coca por otro de diamantes….[6]. Ya lo dijo el poeta: “Y ese monte que Cieza de León llamó de “Uyuni” y en cuya cumbre —alega— existe un gran tesoro escondido, tanto puede ser fantasía onírica o palpable realidad. Búscalo. O suéñalo. Es lo mismo”.[7]
Hoy, ante la presión de una modernidad deshumanizada, los hombres volvemos a mirar hacia el desierto, hacia ese lugar “recargado de poesía” como lo bautizó Camus. Como sentenció el francés —nacido en la argelina Orán, a orillas del Sahara, el desierto más grande de la Tierra—, cada cual debería elegir el suyo y “recobrar la paz de las piedras”.[8] Busca tu desierto.
Río Abajo, 26 de octubre de 2012
[1] Borges: Graves en Deyá. Alejandro no muere y se enrola como soldado raso en un ejército tártaro. En una de las campañas que emprende, encuentra una moneda en la arena. Al observarla, ve su rostro y recuerda cuando fue acuñada. Algo dice al final pero ya no lo recuerdo. [2] T.E. Lawrence: Los siete pilares de la sabiduría. [3] El Evangelio según San Lucas, 4,4. [4] T.E. Lawrence: op.cit. La cita es sobrecogedora. [5] Gabriel Martínez: Espacio y pensamiento. [6] “Fama constante hay, y yo lo oí muchas veces en la Provincia de los Lipes, que en la de Atacama, su vecina, había finísimos diamantes, y que por un poco de coca, que no valían dos reales, había dado una india vieja un puñado de ellos brutos, que valieran en España muchos ducados”. Álvaro Alonso Barba: Arte de los metales… 1a. ed. de 1640. Oficina de la viuda de Manuel Fernández, Madrid, 1770. Libro I, Capítulo XV Si hay piedras preciosas en aquel Reyno. Pág. 27. [7] Fernando Diez de Medina: La teogonía andina. [8] Albert Camus: El verano.