Derechos indígenas en el siglo XXI: Normas internacionales, movimientos sociales y reclamos de ciudadanía

Empantanada, sí, pero quizá no para siempre. Desde fines de la década de los ochenta hasta la actualidad, los líderes indígenas latinoamericanos —en especial los de la región andina, donde se cerró el diálogo en el siglo XVI— hablan como Jurgen Habermas cuando sostiene que “[…] la participación política y la comunicación […] no garantizan librarse de apremios externos, pero sí la posibilidad de participar en una práctica común, por medio de la cual los ciudadanos puedan llegar a ser lo que desean: miembros políticamente responsables de una comunidad libre e igualitaria”.

Este salto de cinco siglos nos trae algunos de los dilemas y las aspiraciones más apremiantes de la política y de la aplicación de los derechos humanos para los pueblos indígenas latinoamericanos. Si bien los pueblos originarios de América Latina siguen padeciendo violaciones de sus derechos humanos y siguen marginados al no cumplirse las obligaciones debidas para el respeto de sus derechos, las respuestas y quienes deben brindarlas han cambiado bastante. Los defensores externos, desde Fray Bartolomé de las Casas hasta Amnistía Internacional serían, y siguen siendo, bienvenidos. No obstante, los pueblos indígenas ahora hablan por sí mismos con mayor frecuencia. Esta voz ya no grita simplemente: “¡Abajo!” Los pueblos indígenas tampoco proyectan sus reclamos o exigencias únicamente a través de revueltas armadas espectaculares, pero en última instancia infructuosas.

Aunque a veces codificados en complejas metáforas localistas, los mensajes suelen ser específicos y los mensajeros transitan por vías nuevas y formales de los derechos humanos, hasta llegar a lugares como la Organización de Estados Americanos (OEA), el Banco Mundial y las Naciones Unidas, cada uno de los cuales se encuentra redactando borradores de políticas o declaraciones sobre derechos indígenas.

En este nuevo contexto, los pueblos indígenas y, en especial, sus organizaciones, ya no expresan sus demandas solamente para “acabar” con los asesinatos; “abstenerse” de expropiarles tierras y recursos naturales; poner fin a la reubicación forzosa y “terminar” con la denigración cultural. Si bien persisten las denuncias públicas proscriptivas y las violaciones de que son víctimas los individuos y los pueblos indígenas, surgen también nuevas exigencias para que los foráneos a las comunidades indígenas respeten las obligaciones que permiten a éstas tener poder y voz por medio de representantes que defiendan sus derechos imprescriptibles y sus exigencias. Entre sus principales reclamos figura el de una ciudadanía eficaz e incluyente, con dignidad y sin pérdida de la identidad. Actualmente los pueblos indígenas buscan el poder y la posición que necesitan para entablar relaciones con el Estado, en lugar de limitarse a rechazar las violaciones que éste tolera, o comete. Al mismo tiempo, los nuevos tratados internacionales y comisiones formales apoyan y destacan las obligaciones del Estado en relación con el goce de los derechos participativos.

El presente trabajo se centra en algunos obstáculos que impiden avanzar hacia la consecución de las garantías necesarias para el goce de los derechos imprescriptibles de la ciudadanía.  Primero se analizan a través de una breve reseña de la historia y el tema de los derechos humanos en Latinoamérica, y luego se los coloca en contexto a través de un caso único, pero aun así representativo: Ecuador.

Los derechos imprescriptibles o “positivos” configuran lo que el Estado “debería” hacer. En muchos casos, para su cumplimiento, ya sea inmediato o progresivo, es necesaria la revisión del reparto de los recursos, económicos o de otra categoría. Las obligaciones son costosas cualesquiera sean las circunstancias. En los países en vías de desarrollo, incluso en aquellos cuyos gobernantes han expresado buenas intenciones, las autoridades sostienen —aunque no sin cuestionamientos— que los costos son prohibitivos.

Dado que obligan a los estados a tomar decisiones políticas, los derechos imprescriptibles siempre se relacionan con la política de partidos, o al menos se los acusa de ello. Por eso se suele poner en tela de juicio la autoridad moral de sus defensores.

Los derechos de los indígenas —en particular los relacionados con la consulta y el consenso en relación con los proyectos de desarrollo o, en un sentido más amplio, con la autodeterminación— constituyen una amenaza aún mayor para el statu quo.

Quienes fueron actores políticos marginales pasan a ocupar espacios en la escena política nacional y, de esta manera, se convierten en voceros para las decisiones nacionales sobre el desarrollo, más que en objeto de los resultados. Por consiguiente, los argumentos a favor de los derechos de los indígenas, en especial los relacionados con los derechos grupales (y por ende, para algunos, situaciones en las que si unos ganan, otros necesariamente pierden), no gozan del apoyo universal que sí tiene, por ejemplo, el derecho a la vida. Obviamente, los gobiernos, que antes decidían a favor o contra los grupos indígenas, se sienten amenazados, pero incluso las principales organizaciones de derechos humanos se manejan con cautela en este complejo y por lo general mal comprendido contexto cultural.

Los derechos de los pueblos indígenas también constituyen un desafío para los defensores de los derechos humanos además de serlo también para los académicos, pues en su mayoría, tanto unos como otros sugieren ahora que en lugar de procurar derechos colectivos exclusivos y únicos, o “derechos del pueblo”, los grupos pueden lograr sus objetivos a través de un enfoque liberal de los derechos humanos;  sin embargo, los derechos de los pueblos indígenas se citan como excepciones.  Kymlicka ha reconsiderado el debate colectivista/liberal y aboga con elocuencia por los “derechos diferenciados” a favor de grupos como los pueblos indígenas que, no por elección sino por geografía histórica, se han visto reducidos a minorías demográficas o políticas dentro de los estados.  Los tratados internacionales —en particular la trascendental Convención núm. 169 de la Organización Internacional del Trabajo — apoyan actualmente estos argumentos legales y filosóficos, valiéndose de las normas internacionales sobre derechos humanos.

Reclamos de ciudadanía

Los derechos de ciudadanía se han convertido en uno de los principales objetivos de las organizaciones indígenas. Si bien los pueblos indígenas continúan sufriendo desproporcionadas amenazas a su vida, sus propiedades y sus medios de sustento, sus organizaciones reconocen que un enfoque exclusivamente defensivo de la protección de los derechos civiles y políticos opaca la representación de los movimientos indígenas en general, y resta atención a los reclamos de ciudadanía, más sutiles, pero igualmente importantes. A modo de ilustración, el artículo 1 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP) y del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC) declara que “todos los pueblos tienen derecho a la autodeterminación”.  Sin embargo, hay diferencias visibles y significativas entre abstenerse de colocar obstáculos civiles y políticos en el camino de la autodeterminación y permitir la autodeterminación económica y social. Para permitirla, es necesario un grado alto de colaboración y una comunicación eficiente entre el Estado y los pueblos indígenas.

Los reclamos de inclusión cívica y política en la toma de decisiones traen consigo, por su misma sofisticación, una nueva serie de problemas prácticos. Si bien el hecho de proporcionar espacios para el diálogo, la democracia deliberativa y el intercambio de ideas no crea una situación adversa para los voceros indígenas, Dussel sugiere que es casi imposible que haya un diálogo genuino. Sostiene que los pueblos indígenas reflejan el “lado oscuro de la modernidad”: la voz irracional que excluyó asimétricamente al Otro de toda racionalidad y, al hacerlo, anuló la posibilidad de que hubiera una “comunidad de debate” en la que todos los participantes fueran respetados como iguales.  Habermas, que inspiró gran parte de este debate, reconoce la existencia de muchas dificultades prácticas,  igual que otros estudiosos de la democracia deliberativa. No obstante, para los líderes indígenas la negociación en un marco de asimetría estructural define muchos de los retos que enfrenta la aplicación de los derechos humanos indígenas en el siglo XXI, y seguirá ocupando un lugar preponderante entre los temas por debatir, al margen de las dificultades y las “patologías de la deliberación”.  Además, los reclamos abiertos y proactivos de los indígenas constituyen claros desafíos para los regímenes autoritarios o para la simple democracia electoral y, por consiguiente, éstos hacen las veces de líderes para gran parte de la ciudadanía latinoamericana.

Más allá de los claros obstáculos que presenta la asimetría estructural para la participación genuina y el diálogo claro, hay otros desafíos que son lingüísticos, políticos, o están relacionados con la experiencia. Muchos líderes indígenas preguntan cómo se hace para ocupar un espacio nuevo una vez abierta la puerta al diálogo. Esta clase de preguntas refleja, según ellos, inexperiencia y necesidad de capacitación, más que una incapacidad inherente o la imposibilidad de enfrentar el intercambio de ideas. Por otra parte, y en especial para las organizaciones indígenas, la representación constituye un reto constante. En la teoría y la práctica, una representación genuina se construye a partir del consentimiento informado y de la capacidad de alcanzar puntos de consenso entre una variedad de inquietudes y necesidades posiblemente conflictivas.  Sin embargo, los debates que giran en torno a los derechos de la ciudadanía por lo general son promovidos por las organizaciones indígenas, y a menudo a través de foros nacionales e internacionales. Ni los argumentos ni los contextos reflejan necesariamente las prioridades más locales de las muchas comunidades rurales representadas por esas organizaciones. Por tanto, a los líderes se les suele desafiar a que demuestren que los reclamos que expresan verdaderamente representan los de las comunidades, dado que cualquier indicio de desacuerdo se usará para menoscabar la legitimidad de los dirigentes indígenas. Sin embargo, tales acusaciones eluden lo obvio: siempre habrá —y así debe ser— cuestionamientos a los representantes. El “diálogo horizontal” local sirve para reconocer los problemas locales y responder a ellos.

Este toma y daca —un sistema local de frenos y contrapesos— es un aspecto permanente, normal y saludable de cualquier democracia participativa. A pesar de los retos externos que se plantean a la representación, la participación y el discurso son ya aspectos de la mayoría de las organizaciones indígenas bien establecidas, y las organizaciones sirven de modelo a las relaciones entre los representantes y sus representados.

Cambios en la modalidad de trabajo por los derechos humanos en América Latina

La protección y el cumplimiento de derechos específicos de los indígenas son relativamente recientes. En gran medida, el movimiento latinoamericano por los derechos humanos emergió desde el Cono Sur durante las décadas de los setenta y los ochenta.

De manera destacada y grotesca —debido a su modalidad y dimensión—, las violaciones sistemáticas de los derechos civiles y políticos —arresto arbitrario, falta del proceso debido y violación del derecho a la vida—, en Chile y Argentina, dominaron el trabajo por los derechos humanos durante gran parte de ese periodo. Estos crímenes provocaron intensas reacciones nacionales e internacionales y, en gran medida, proporcionaron las imágenes, establecieron el marco e inspiraron a muchos individuos informados y activos que actuaron en defensa de los derechos humanos. La intensidad de los sentimientos de esa época se ven ilustrados en la actualidad, en el gobierno y la ciudadanía de Argentina, que se resisten a dejar “desaparecer a los desaparecidos”.

Los crímenes cometidos en el Cono Sur fueron claras y “clásicas” violaciones de los derechos civiles y políticos por parte de los gobiernos, que eran también dictaduras militares. Por consiguiente, quienes defendían esos derechos expresaban su oposición a un régimen o “gobierno” monolítico. Para esa defensa no había gran necesidad de un análisis institucional complejo o cargado de matices; por ende, los grupos de solidaridad equivalían a las organizaciones de derechos humanos. Los paralelos continuaron hasta principios de los ochenta, cuando la atención en el tema de los derechos humanos pasó a concentrarse en América Central, más específicamente en El Salvador y Guatemala. La excepción era Nicaragua, con sus claros reclamos por los derechos de los indígenas, tal como se percibía en la acritud que rodeaba los debates nacionales e internacionales por la soberanía nicaragüense y los derechos de los indígenas mismitos.

En las décadas de los ochenta y noventa, con el resurgimiento de las democracias electorales, el sentimiento público de vergüenza provocó una “catarata” de derechos, cuando muchos países latinoamericanos se apresuraron a ratificar pactos internacionales y a incorporar esas protecciones a sus códigos nacionales.  Sin embargo, esa catarata se derramó principalmente sobre una cantidad de violaciones de los derechos civiles y políticos cometidas en su mayoría contra latinoamericanos no indígenas.

Las violaciones de los derechos de los pueblos indígenas —pérdida de la vida, arresto arbitrario, reubicación forzosa— eran muchas, especialmente en Chile, Perú y Guatemala. Sin embargo pasaron varios años hasta que se difundieron ampliamente los relatos de atrocidades rurales a gran escala perpetradas en Guatemala.  Aún hoy pocos son conscientes de las masacres y desapariciones a gran escala de los indígenas mapuches de Chile, cerca de Temuco, que precedieron por más de una semana al violento derrocamiento del presidente Salvador Allende por los militares, el 11 de septiembre de 1973, y la posterior matanza de ciudadanos en la capital, Santiago. Los derechos específicos a la tierra, a los recursos naturales, a la educación y la ciudadanía de los indígenas llamaban menos la atención, y solamente un puñado de grupos nacionales e internacionales de derechos humanos se preocupaba por ellos.

Los pueblos indígenas, casi siempre por cuenta propia, generaron casi toda la atención y gran parte de la información sobre la salvaguardia de sus derechos humanos y las obligaciones intrínsecas. Paralelamente a los publicitados y violentos atropellos de los derechos regionales y, más tarde, la creciente concienciación internacional de su efecto desproporcionadamente intenso sobre los pueblos indígenas, las organizaciones indígenas auténticas, tanto comunitarias como intercomunitarias, de países como Ecuador, Colombia, Bolivia y Perú, progresivamente fueron abandonando la pasividad y asumiendo un papel activo. Las organizaciones comenzaron a levantar la voz contra las atroces violaciones y, lo que no fue menos importante, atrajeron la atención hacia la cada vez más difundida tendencia discriminatoria, en lo social y en lo económico, que acrecentaba el despojo y la marginalización de los pueblos indígenas. La atención internacional y el consiguiente desarrollo de normas relativas a los derechos humanos indígenas aumentó con la creación, en 1982, del Grupo de Trabajo sobre Poblaciones Indígenas, en el marco de la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas y su Consejo Económico y Social.

Las organizaciones indígenas

El 19 de febrero de 2004, en un extenso artículo sobre los movimientos indígenas en los países andinos, The Economist se preguntaba si este “despertar político” constituía “una amenaza o un impulso para la democracia”.  Tales preguntas difícilmente habrían sido noticia una década atrás. Esa atención refleja el abandono del imaginario romántico a favor de una mayor concienciación del crecimiento y el poder del movimiento de los pueblos indígenas.

La presente clase de artículo permite apenas una sucinta reseña del movimiento, descrito en detalle en otros trabajos.  En resumen, comenzando principalmente en la década de los setenta, creciendo rápidamente en los años ochenta y extendiéndose en la actualidad por todo el hemisferio, los pueblos indígenas se han organizado a nivel local, regional, nacional e internacional. Dejaron de ser apenas una categoría de víctimas marginales y ahora constituyen una fuerza política representativa a la que hay que atender. Los reclamos del movimiento se han visto acompañados y apoyados por importantes avances en las normas nacionales e internacionales sobre derechos humanos indígenas.

A fines de la década de los noventa, al expresar inquietudes similares respecto de la condición y el papel de la sociedad civil, muchos ciudadanos latinoamericanos no indígenas reconocían el ejercicio deficiente de la democracia electoral y exigían mayor amplitud en las prácticas discursivas y participativas. De este modo, los pueblos indígenas pasaron a defender abierta y visiblemente el cambio político, tal como se reflejó en su papel y la influencia en la redacción de las reformas constitucionales en Bolivia, en la nueva Constitución de Colombia de 1991, y en la de Ecuador en 1998.

La conjunción de las cuestiones sobre derechos indígenas y los nuevos reclamos nacionales de mayor grado de participación en las aún frágiles democracias latinoamericanas aparentemente refleja los sentimientos que llevaban a la ratificación de las convenciones de derechos humanos en Europa. Según lo demuestra Moravcsik, los primeros países que ratificaron los pactos sobre derechos humanos no fueron las democracias estables y liberales de Europa, sino las más nuevas e inestables. Según la lógica y los sentimientos de esos países europeos, el reconocimiento formal de los tratados sobre derechos humanos dificultaría el retorno de aquellas democracias frágiles a regímenes autoritarios.

Un planteo similar se puede aplicar a los derechos económicos y sociales en América Latina durante los años noventa, lo cual se ve reflejado en la ratificación de la Convención núm. 169 de la OIT. Para julio de 2003, doce de los 17 países que habían ratificado el tratado eran latinoamericanos.  Con las posibles excepciones de México (1990), Costa Rica (1993) y Dominica (2002), todos parecen seguir el modelo europeo: Colombia (1991), Bolivia (1991), Paraguay (1993), Perú (1994), Honduras (1995), Guatemala (1996), Ecuador (1998), Argentina (2000), Venezuela (2000) y Brasil (2003). Las fechas de ratificación reflejan la frustración reinante por las economías injustas y los gobiernos corruptos, la que iba acompasada con la tendencia hemisférica de migrar de dictaduras militares a democracias electorales, y que produjo la catarata de derechos antes mencionados. Parece que en cada uno de esos países había importantes sectores sociales ansiosos por demostrar pública, nacional e internacionalmente no sólo que protegían los derechos civiles y políticos básicos sino que, además, apoyaban la clase de democracia participativa que más visiblemente excluía a los pueblos indígenas y que mandaba la Convención núm. 169 de la OIT. En suma, el espíritu general de los derechos recién acordados a los pueblos indígenas reflejaba también los deseos de amplios sectores de la clase media. Sin embargo, hay una gran diferencia entre la ratificación de las convenciones de derechos humanos y, como se mencionó, algunas de las implicaciones prácticas de las políticas que deben aplicarse a continuación.  No resulta sorprendente, entonces, la lentitud frustrante de los movimientos para desarrollar los medios prácticos tendientes a implementar una legislación nacional orientada a cumplir con las obligaciones contraídas.

Los conflictos por los recursos naturales como metáfora y estímulo para los derechos indígenas

La implementación de los derechos de la ciudadanía no es solamente cuestión de legislar y luego aplicar las leyes, sino también de debatir y negociar su interpretación. El diálogo, a su vez, no se trata solamente de sentarse y llegar a un acuerdo final. Las organizaciones indígenas suelen utilizar el diálogo para crear un espacio público para sí mismas y para encarar temas importantes de su comunidad, no para buscar una definición inmediata. Quizá las disputas por los recursos naturales ofrezcan los ejemplos más claros de este doble papel del diálogo. Los notorios conflictos actuales en torno a la explotación de recursos naturales internacionales —petróleo, gas, minerales, madera y agua— se han convertido, en parte, en medios públicos para revelar las brechas existentes entre legislación y práctica, y para presionar a los gobiernos por la implementación de las nuevas normas. Esto no implica sugerir que, con alcance local o nacional, las disputas por los recursos naturales sean falsas o que los reclamos no sean legítimos. Al contrario, muchas comunidades indígenas están trabajando con grupos de derechos humanos y desarrollo, para controlar la utilización de recursos y mitigar el daño ambiental resultante.  No obstante, en otro nivel, las organizaciones indígenas han aprovechado estratégicamente las disputas tan públicas por los recursos naturales para catapultarse, en forma legítima y muy eficaz, a debates nacionales de mayor envergadura sobre consulta y participación.

Para muchos observadores externos, la imagen proyectada del “desarrollo” no es más que una imagen negativa, sin ambigüedad alguna, de las comunidades locales compitiendo contra empresas megalíticas en un juego que no pueden ganar. En muchos casos, esta suposición es correcta. Pero las disputas entre comunidades indígenas y compañías internacionales ofrecen también oportunidades sin precedentes para que las organizaciones indígenas puedan insistir en sus reclamos igualmente legítimos de ciudadanía. Por ejemplo, en el transcurso de los Diálogos sobre Petróleo en Condiciones Ambientales Frágiles, de la Universidad de Harvard (1997- 2001) —entre varias compañías petroleras internacionales, ONG ambientales y organizaciones indígenas—, se puso de manifiesto que las quejas principales de cada sector se canalizaban, de una u otra manera, por el gobierno nacional, los ministerios o los organismos estatales. El desarrollo petrolero en sí no era la única —ni siquiera la principal— preocupación de esas organizaciones indígenas que ocupaban el extremo inferior de la escala asimétrica. A los dirigentes les preocupaba igualmente, si no más, el modo en que se creaban las políticas de desarrollo y se tomaban las decisiones, y a quiénes incluía el proceso. Sostenían que los verdaderos derechos de la ciudadanía, una vez implementados, permitirían un debate más efectivo de los casos particulares.

Las normas legales internacionales —o, mejor dicho, los esfuerzos por aplicarlas— brindan un medio no solamente para garantizar ciertos derechos sino también para definir el ejercicio de la ciudadanía a través del discurso. Los nuevos instrumentos normativos elevan a los pueblos indígenas a la condición de ciudadanos comunes y, a la vez, brindan a muchos de ellos una condición “especial” basada en los derechos de la ciudadanía diferenciados por grupos.  Kymlicka sostiene que tales derechos promueven la igualdad para aquellas minorías que, a diferencia de los inmigrantes, viven en un Estado no creado por ellas;  por consiguiente, “si no fuera por estos derechos diferenciados por grupos, los integrantes de las culturas minoritarias no tendrían la misma posibilidad de vivir y trabajar en su propio idioma y en su propia cultura que tienen naturalmente quienes pertenecen a las culturas mayoritarias”.

Los derechos especiales les permiten la inclusión como iguales diferenciados. La Convención núm. 169 de la OIT obliga a los estados a impulsar el desarrollo con consenso y supone la negociación y el diálogo multisectorial sobre las definiciones y los mecanismos para ubicar, diseñar, implementar y monitorear los proyectos de desarrollo que afecten a los pueblos indígenas.

El diálogo, encarado en forma adecuada y mutuamente entendido, sirve también para desmitificar algunos de los conceptos románticos que rodean la “cultura indígena”. El reciente uso y abuso de la palabra “cultura” ha creado una especie de “caja negra” en la que se coloca lo desconocido como si no se lo pudiera conocer.  Otros, incluido el autor, afirman que el diálogo sostenido y por medio de él, la progresiva comprensión mutua, son posibles y pueden permitir que pueblos indígenas, investigadores de derechos humanos, profesionales y funcionarios estatales traspasen las barreras “culturales” y se concentren directamente en debates públicos controlables.

Además el diálogo proporciona, a los débiles indígenas, foros en los que pueden tratar importantes cuestiones de identidad que se plantean en estados multiétnicos y también un medio de proteger y beneficiarse económicamente con el manejo de sus tierras y sus recursos.  Los nuevos instrumentos jurídicos económicos y sociales internacionales ofrecen las herramientas básicas con las cuales las organizaciones indígenas y los representantes de los estados pueden impulsar el diálogo y modelar conjuntamente reglas claras para contextualizar e implementar los derechos.

Estos nuevos roles recaen, en su mayoría, sobre las organizaciones indígenas. Como se ha mencionado, suele haber una brecha entre los objetivos nacionales e internacionales de las organizaciones indígenas y las comunidades a las que representan, como sucede con cualquier representante sin mandato, es decir, la mayoría de ellos. No obstante, a diferencia de muchos otros representantes legítimos, las organizaciones indígenas suelen ver su legitimidad cuestionada por parte de sus adversarios no indígenas.

La dirigencia política, por tanto, debe demostrar que está cumpliendo con la doble carga representativa normal: debe escuchar y responder a las necesidades locales de la comunidad y, a la vez, tratar de llevar otras cuestiones a oídos de actores e instituciones nacionales e internacionales. Por tanto, si las organizaciones desean mantener varias coincidencias discursivas genuinas que se necesitan para lograr una representación reconocida, los diálogos horizontales deben acompañar el debate vertical con los funcionarios del Estado, además del diálogo con las comunidades locales. Esta doble tensión —la necesidad de ser oídos y la obligación de escuchar— se percibe claramente en Ecuador y es representativa de muchos otros países latinoamericanos.

Conclusión

Los pueblos indígenas de América Latina han llevado adelante el “goce progresivo” de sus derechos sociales, económicos y culturales por medio de los mismos procesos que esperan institucionalizar. Sin embargo, algunos de sus detractores, por ejemplo funcionarios gubernamentales y ejecutivos de empresas que explotan los recursos naturales, que se reúnen regularmente con los líderes indígenas, se preguntan cuándo dejarán de actuar como obstáculos, exigiendo más reuniones y charlas, y se mostrarán satisfechos con los avances logrados.  Estos comentarios están errados respecto del cumplimiento progresivo, dado que ese proceso se relaciona con los derechos de la ciudadanía. No se puede ni debe esperar que termine. Los discursos y debates aseguran un enfoque de la democracia coherente con las normas sobre los derechos humanos. Si bien lo más probable es que los pueblos indígenas jamás recuperen la riqueza que perdieron después de aquella cena en 1532, ahora reclaman su derecho a participar en los debates políticos y a transformar su carácter. Mientras tanto, quizá puedan compensar algunas pérdidas económicas, pero tal vez lo más importante sea que tendrán una voz activa en la restauración de su dignidad como individuos y como grupo.

Theodore Macdonald es miembro de la Comisión de la Universidad de Estudios de Derechos Humanos y profesor de Estudios Sociales de la Universidad de Harvard. Este documento fue elaborado para el Centro Internacional de Investigaciones para el Desarrollo (IDRC) y Asociación pro Derechos Humanos (APRODEH). Fuente: http://web.idrc.ca 

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