Con ese breve pero contundente resumen, Arantxa Guereña inicia la presentación del texto cuyo contenido se resume en la presente versión 77 de la serie Diálogos. La base del documento de Guereña fueron seis estudios nacionales (Brasil, Bolivia, Colombia, Ecuador, Paraguay y Perú) encargados por Oxfam, en el marco de su campaña CRECE.
Tras la crisis por la escalada en el precio de los alimentos en 2007/08 -que por primera vez hizo que la cifra de personas que sufren hambre superase los mil millones- la inversión en agricultura volvió al primer plano de las preocupaciones de los gobiernos, las agencias internacionales de desarrollo y los organismos financieros internacionales.
Durante los dos años siguientes se comprometieron recursos para impulsar la producción y disponibilidad de alimentos. Sin embargo, la crisis económica y el afán por reducir el déficit público están imponiendo drásticos recortes en los presupuestos nacionales y de la ayuda al desarrollo, en 2009, la ayuda oficial al desarrollo global descendió en términos reales, por primera vez en muchos años.
La Organización de las Naciones Unidas para el Desarrollo y la Alimentación (FAO) calcula que la inversión pública global en el sector agrícola debería crecer en torno al 50%, desde los actuales 142.000 hasta 209.000 millones de dólares anuales. Esto incluye las inversiones que se necesitan para estimular la producción agrícola, así como los servicios de almacenamiento y procesamiento para reducir las grandes pérdidas post-cosecha (éstos últimos, de acuerdo con el organismo, deberían proceder mayoritariamente de fuentes privadas). Sin embargo esta cifra no contempla la inversión pública necesaria para ampliar las redes de caminos rurales ni la infraestructura de riego y electrificación rural, y tampoco otros servicios básicos para el desarrollo rural como la salud y la educación.
La agricultura en la región
La mayoría de los países de América del Sur pertenecen a la categoría de países urbanizados. De los seis analizados en este informe, sólo Paraguay (con más de un 40% de población rural y un 26% de participación de la agricultura en el PIB) se considera de base agrícola según la clasificación del Banco Mundial. A pesar de ello, en todos los casos la agricultura sigue siendo un sector estratégico en la generación de empleo, la balanza comercial, la seguridad alimentaria, el equilibrio territorial y el crecimiento económico de las áreas menos industrializadas.
Con excepción de Brasil y Colombia, la mayoría de las personas pobres en la región dependen de la agricultura para subsistir. En Perú, por ejemplo, según el estudio nacional realizado, más del 60% de los hogares bajo la línea de pobreza viven de la agricultura, proporción que se eleva al 80% en el caso de los hogares en la pobreza extrema. Por otro lado, la agricultura ha contribuido en la región a amortiguar los impactos de la crisis económica mundial, evitando que las tasas de crecimiento de la economía se retraigan aún más.
A medida que han ido creciendo otros sectores de la economía, la agricultura ha perdido peso relativo en el producto interno bruto (PIB). De representar entre el 20 y el 30% del PIB en 1960 pasó a menos del 10% en 2008 en cuatro de los seis países estudiados. Las dos excepciones a esta tendencia decreciente son Ecuador, con un aumento casi constante de la participación agrícola en el PIB desde 1980 (y un ligero descenso desde 2003) así como Paraguay a partir de 2001. En el caso de Ecuador, hay que señalar que este incremento responde a un fuerte impulso a la producción de banana, cacao y otros cultivos de gran escala.
Algunos estudios, sin embargo, defienden que el tamaño del sector agropecuario es mucho mayor de lo que reflejan las estadísticas oficiales, pues éstas sólo valoran el aporte de la producción primaria. Si se tuviesen en cuenta los fuertes vínculos con los sectores de insumos agrícolas y de elaboración y distribución de alimentos, el impacto de la agricultura sobre la economía sería mucho mayor que el que expresan las cifras oficiales. Por otro lado, la forma habitual de medir el valor agregado excluye una parte muy importante del sector, al no contabilizar la agricultura de subsistencia ni todas las transacciones no comerciales o en el mercado informal.
Gracias a su abundancia en recursos naturales y a unas políticas enfocadas hacia la exportación, casi todos los países estudiados son exportadores netos de productos agropecuarios. Por el contrario, en varios de ellos resulta deficitaria la producción de alimentos básicos (cereales, en particular). Es el caso de Perú, Ecuador y Colombia, países altamente dependientes de las importaciones de alimentos, los cuales tienen precios cada vez más altos y volátiles en el mercado internacional. Esto los sitúa en una posición muy vulnerable en términos de seguridad alimentaria. Por ejemplo, en Colombia, casi tres cuartas partes de las importaciones agropecuarias son cereales, cuyos precios han sufrido las mayores oscilaciones en los últimos tres años. Por el contrario, otros países como Brasil, y Paraguay dependen en menor medida de las importaciones para satisfacer su demanda interna de alimentos básicos. Aunque finalmente, la capacidad de los países para hacer frente a las importaciones de alimentos dependerá, entre otras variables, del ingreso disponible en cada período y de los superávit fiscales que les permitan, entre otras cosas, realizar importaciones de emergencia o financiar programas de compensación.
Las brechas principales
Probablemente la mayor contribución del sector agropecuario se manifiesta en el empleo. Se trata de una actividad intensiva en mano de obra, lo que resulta evidente al comparar las tasas de empleo con la participación en el PIB nacional. La ocupación en esta actividad supone hasta un 40% en el caso de Bolivia -incluyendo tanto el empleo por cuenta ajena como por cuenta propia- donde el sector no llega al 13,5% del PIB. Lamentablemente, el empleo por cuenta ajena suele ser informal y mal remunerado. En Colombia, por ejemplo, en 2004 sólo el 4,5% de los trabajadores agrícolas asalariados contaban con un contrato de trabajo y estaban afiliados al régimen contributivo de salud.
La inequidad en el acceso a la tierra ha demostrado ser uno de los problemas más difíciles de resolver. En Brasil, por ejemplo, a pesar de haberse puesto en marcha el mayor programa de reforma agraria en toda América Latina, la falta de equidad en la distribución de la tierra se ha profundizado. En 1970 las explotaciones de más de mil hectáreas ocupaban menos del 40% de la superficie agrícola, mientras que en 2006 (el censo más reciente disponible) ocupan casi la mitad de la tierra disponible (y están en manos de sólo el 1% de los propietarios).Según el mismo censo, de los 5 millones de explotaciones agropecuarias que hay en el país, 4,3 millones se clasifican como agricultura familiar. Sin embargo, todas juntas no ocupan más que el 30% de la superficie agrícola total, lo que muestra el alto grado de concentración de la tierra en el país.
En Perú también se está concentrando la propiedad, sobre todo en los valles costeros – donde apenas unas decenas de grandes grupos empresariales explotan fincas de más de 6.000 hectáreas en promedio – y en algunas áreas de la selva. Los cultivos que más se han extendido son el espárrago y la caña de azúcar para elaboración de etanol, ambos orientados hacia la exportación.
La tierra también está mal repartida en Ecuador, donde casi la mitad de los productores posee sólo el 2% de la superficie agrícola. Así como en Colombia, donde el 85% de los propietarios poseen fincas de menos de 20 hectáreas que ocupan en su totalidad menos del 19% del área cultivada. En este país, la población desplazada por el conflicto armado – más de tres millones de personas según las últimas estimaciones – ha perdido sus tierras y sus medios de vida, lo que se ha visto agravado con la promulgación de leyes que legitiman el despojo de la tierra.
Un caso extremo es Paraguay, donde según el último censo agropecuario (de 2008) las fincas inferiores a 20 hectáreas representan el 83,5% de las explotaciones, y sin embargo ocupan sólo el 4,3% de la tierra de cultivo. Dicho de otro modo, las fincas mayores de 20 hectáreas (que corresponden al 16,5% de las explotaciones) acaparan el 95,7% de la tierra agrícola. Una gran parte de la superficie en producción está ocupada por fincas ganaderas, mientras que el área dedicada a cultivos temporales – de los que depende principalmente la pequeña agricultura – apenas llega al 20%.
Las mujeres siguen siendo sistemáticamente discriminadas en el acceso a la tierra y el agua, a la tecnología y asistencia técnica, el crédito y los mercados. No suelen ser propietarias de la tierra que trabajan, en parte debido a normas consuetudinarias que les impiden heredarla. Se observa además que, cuanto mayor es el tamaño de las fincas, menor el acceso a su propiedad. En Ecuador, el 32% de las fincas de menos de 5 hectáreas pertenece a mujeres, frente a sólo el 9% de las fincas de más de 50 hectáreas. Y en Brasil, mientras que el 14% de las explotaciones de pequeña agricultura están dirigidas por mujeres, la proporción desciende a la mitad (7%) cuando se trata de la agricultura comercial.
Al no ser propietarias de la tierra, la mayoría de las mujeres están excluidas de los programas de crédito, de tal forma que sólo pueden acceder a éste a través de los sistemas informales, que exigen el pago de intereses desorbitados, o de los programas de microcrédito que gestionan muchas ONG, en los cuales sí suelen existir líneas específicas para mujeres. Menos del 5% de las mujeres productoras recibieron crédito en Ecuador, frente al 8% de los hombres; además recibieron un monto inferior, pues el 85% de los fondos fueron a manos de los hombres. En Colombia, de todo el crédito concedido para actividades agropecuarias entre 2006 y 2009, apenas el 3,6% se entregó a mujeres.
La escasa visibilidad de su papel social y económico y la división sexual del trabajo suelen mantener a las mujeres excluidas de los espacios de poder. Al no participar activamente como actores políticos, difícilmente hacen escuchar su voz. Y de esta forma las políticas públicas y los programas de impulso al sector agropecuario que se ponen en marcha rara vez incorporan de forma adecuada la visión y las necesidades de las mujeres.
¿Y el papel de los Estados?
Los estudios nacionales encargados por Oxfam en seis países de América del Sur permiten observar cómo ha evolucionado el gasto en los últimos años. Aunque con marcadas diferencias entre países y a excepción de Paraguay y Bolivia (donde se ha mantenido en torno al 10% durante la última década, si bien esta cifra incluye los sectores forestal, la caza y la pesca), el gasto agropecuario ha ido decayendo durante las últimas tres décadas, hasta situarse entre el 1% y el 3% del gasto total. Una proporción muy por debajo del peso relativo del sector, que está entre el 6,5% y el 26%.
Incluso en países con fuerte crecimiento económico y un importante peso de la agricultura, el presupuesto agrícola no ha cesado de descender. En Brasil, por ejemplo, entre 1995 y 2008 el gasto público aumentó a un ritmo cercano al 4% anual, y sin embargo el gasto agrícola se recortó un 3% en promedio cada año. En ese período, el gasto agrario per cápita rural cayó desde 700 a 450 reales brasileños
Probablemente más importante aún que el volumen del gasto resulta su orientación: qué prioridades se establecen en la asignación de los recursos, en respuesta a qué tipo de necesidades, y a quién favorece finalmente la inversión. Hasta el momento, las principales tendencias marcan mayor inversión en emprendimientos agroexportadores en Perú y Colombia, principalmente.
Entre las buenas noticias está el proceso de políticas públicas orientadas hacia la agricultura familiar en Brasil, lo que supuso una definición conceptual y jurídica de ésta; la propuesta de orientar una política agraria para \"el buen vivir\" en Ecuador y el interés del gobierno boliviano por mantener y aumentar inversiones en el rubro de la producción campesina. El principal problema es que hasta ahora se trata de planes, más que de proyectos en curso. Otros problemas en la región son: rezago en la investigación, miopía de género, baja ejecución presupuestaria y ausencia de políticas especificas para enfrentar el cambio climático.
¿Por qué invertir en la pequeña agricultura?
Según los cálculos realizados para el informe mundial sobre Agricultura para el Desarrollo, del Banco Mundial, el crecimiento en la agricultura resulta entre dos y tres veces más eficaz en la reducción de la pobreza que el crecimiento en otros sectores. Aunque la evidencia demuestra que cualquier tipo de crecimiento no sirve para alcanzar estos objetivos. El desarrollo agrícola sólo contribuye a reducir la pobreza si permite a las personas más pobres aumentar sus ingresos y bienestar, bien de forma directa generando empleos de calidad y oportunidades comerciales, o de forma indirecta mediante la redistribución de la riqueza y la inversión en servicios para la población.
En Sudamérica, ocho de cada diez explotaciones agropecuarias pertenecen a la pequeña agricultura. Ésta, según la Oficina Regional de la FAO, aporta entre el 30% y el 40% del PIB agrícola. 47 Aunque su contribución más importante es al empleo, pues absorbe entre el 60% y el 70% de la población ocupada en el sector. En Brasil, por ejemplo, de los casi 17 millones de personas que trabajan en la agricultura, más de 12 millones lo hacen en explotaciones familiares frente a menos de cinco millones en la agricultura comercial.
Un importante argumento para invertir en la pequeña agricultura es la seguridad alimentaria. La mayoría de las personas que sufren hambre son productores y trabajadores agrícolas, por lo que invertir en ellos aumenta la disponibilidad de alimentos al tiempo que contribuye a reducir la pobreza. Según la FAO, para alimentar a una población de 9.000 millones de personas en 2050 se necesita aumentar en un 70% la producción mundial de alimentos. Pero producir más no es suficiente, si los alimentos no se encuentran al alcance de quienes los necesitan. Y en esto juegan un papel esencial la producción a pequeña escala y los mercados locales de alimentos.
En la región, son precisamente los pequeños productores, y sobre todo las mujeres, quienes hacen llegar una parte importante de los alimentos a la mesa y a los mercados. En Brasil se calcula que el 70% del consumo nacional procede de la agricultura familiar. En Ecuador, ésta produce el 70% del maíz, el 64% de las papas y el 83% de la carne de bovino que se consumen en el país. Y en Bolivia, casi el 40% de la demanda nacional de alimentos se cubre con la pequeña agricultura. En América del Sur, donde se calcula que casi 52 millones de personas sufren hambre tras la crisis múltiple mundial – cifras que no se veían desde 1990 – un impulso a la pequeña agricultura tendría un triple beneficio: más alimentos disponibles en los mercados locales, mayor seguridad alimentaria en los hogares y un aumento de ingresos para las personas pobres.
Una razón última – y definitiva- para impulsar la agricultura campesina es el derecho de toda persona a disponer de un medio de vida sostenible y a salir por sí misma de la pobreza.
La autora es ingeniera agrónoma y especialista en ambiente y desarrollo. Fuente: Derecho a producir: Invertir más y mejor en la pequeña agricultura de América del Sur, Arantxa Guereña, Oxfam CRECE, Octubre de 2011. http://www.sudamericarural.org/index.php?mc=45&nc=&next_p=2&cod=198 http://www.boliviarural.org/crece/public/uploads/articulos/derechoaproducir_oxfamcrece-04102011.pdf
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