Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado. Carlos Marx
Gris es la teoría mi amigo y verde, muy verde el árbol de la vida. Goethe.
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Como bien lo señala Carlos Marx en el epígrafe con el que iniciamos este trabajo, este nuevo modelo que intentamos construir no puede nacer de la nada, no lo podremos edificar de espaldas a lo que somos, a nuestra historia, a las circunstancias que han moldeado nuestra cultura y nuestra psiquis colectiva.
Los latinoamericanos existimos como sociedad mestiza desde hace aproximadamente 500 años. Somos producto del violento proceso de invasión colonial y genocida que los europeos ejercitaron sobre los pueblos originarios asentados en este continente y del proceso de secuestro y esclavitud a que sometieron a la mayoría de los pueblos africanos subsaharianos. Nuestra génesis como pueblo fue en extremo traumática; el rojo fuego de la violencia colonial y esclavista alumbró nuestro parto y marcó cicatrices profundas en nuestra identidad colectiva que aún perduran. Los primeros europeos que vinieron a América traían una visión cortoplacista de explotación y rapiña de las riquezas que en estas tierras pudieran existir; en principio, buscaron piedras y metales preciosos, pero en los casos en los en que no los consiguieron, o que estos se agotaron rápidamente, procedieron a saquear toda forma de productos naturales, el trabajo humano entre ellos. Es necesario recordar que durante el primer siglo de conquista, las fuentes oficiales españolas designaban a los aborígenes del nuevo continente con el término de “naturales”, es decir, como una extensión homínida de la naturaleza, por lo que si la naturaleza era susceptible de apropiación privada, también lo eran los indígenas, en tanto que parte de ella.
La sociedad latinoamericana nació profundamente dividida en clases. Los europeos y sus descendientes configuraron desde el principio relaciones materiales de dominación, y se aseguraron de que sus ideas fueran las ideas dominantes en las sociedades que nacían, a través de la religión y del avasallamiento de las culturas autóctonas y africanas, que a pesar de todo resistieron y sobrevivieron.
El europeo que viene a América en los primeros tiempos de la invasión a nuestro continente es el hombre renacentista, un hombre que se siente centro de la creación y considera todo lo natural como posible de ser apropiado privadamente; lleva ya dentro de sí, en forma embrionaria, las ideas que producirán el modelo capitalista. Viene a América a amasar una fortuna con la que lograr un lugar social de privilegio que, hasta ese momento, la rígida y jerárquica sociedad feudal europea le había negado, para ello, buscará de todas las formas posibles y utilizando cualquier tipo de medio, transformar la naturaleza y el trabajo humano en capital, capital que a su vez se traduzca en poder, en honores, en privilegios, es decir, que el capital por el cual luchan, matan, roban y esclavizan comienza ya a ser un fin en sí mismo antes que un instrumento monetario de cambio.
Estas ideas de las clases dominantes van a permear, de una u otra forma, el pensamiento del resto de clases sociales que conformaban nuestra sociedad colonial. La naturaleza va a ser vista desde ese entonces, por toda la población, como una potencial fuente de capital susceptible de ser apropiada privadamente para ser traducida en poder. Las ideas que en los siguientes siglos van a seguir llegando de Europa profundizarán esta visión . Francis Bacon y René Descartes van a ser dos de los fundadores filosóficos de la modernidad europea, y sus ideas van a tener una indudable influencia en la conformación del pensamiento occidental y, por derivación, también en el latinoamericano. Bacon en su obra cumbre, El Novum Organum, anuncia y presenta un proyecto de investigación filosófico-naturalista tendiente a conseguir la restauración del saber, y consecuentemente del poder, que sobre la naturaleza tuvo Adán en el paraíso y que la humanidad había perdido como consecuencia del pecado original. Aquí hay que recordar que el nuevo mundo para los europeos significó, en muchos casos, la idea de que se estaba llegando a la tierra del Edén. El propio Cristóbal Colon creyó ver en el oriente venezolano el paraíso terrenal y confundió al río Orinoco con el Éufrates, por lo que nada de extraño había en la afirmación o en la creencia de que en América el hombre europeo había regresado al paraíso con los plenos poderes originales.
Bacón reforzó las ideas de dominación sobre el entorno cuando afirmó: “La naturaleza ha de ser perseguida en sus errabundeos, obligada al servicio y esclavizada. La meta de un científico es torturarla hasta que revele sus secretos”… Los conquistadores y colonizadores (y posteriormente sus descendientes) interpretaron que había que torturarla no sólo para que revelara sus secretos sino también para que entregara sus riquezas. Descartes por su parte, fue el pionero del racionalismo moderno con el que comienza el proceso de desmitificación y desacralización de la naturaleza, (“la vocación del ser humano, reside en el hecho de ser maestros y poseedores de la naturaleza” escribió) abriendo el camino para convertirla en una simple mercancía susceptible de ser apropiada privadamente.
Los siglos XVII y XVIII van a ser los siglos de la ilustración en Europa. Este poderoso movimiento filosófico y humanístico va a impactar en forma profunda el pensamiento de buena parte de las élites latinoamericanas, cuyas ideas a su vez van a influenciar al resto de la población de nuestro continente. La ilustración, (con la excepción de J.J. Rousseau) promovió y defendió la cultura, la razón, la sociedad y la ciencia (europeas) como instrumentos para superar a lo “natural”, entendido este término como lo salvaje y lo atrasado. Aquí comenzó a formarse la corriente (dogma) de pensamiento que propugnaba el progreso infinito alumbrado o guiado por las luces de la ciencia y la razón. Inmanuel Kant, uno de los más representativos filósofos de la modernidad occidental señalaba que: “la naturaleza es un estado primitivo a ser superado por el ser humano” (europeo, blanco y cristiano).
Esa superación sólo podría lograrse distanciándose lo más posible del resto de la naturaleza; había que comenzar por domesticarse a sí mismo con la adopción de rituales sociales, modales, y reglas de conducta “civilizadas”, no naturales. Posteriormente, ese mismo proyecto se extendió a domesticar y reformar al resto de la naturaleza (los circos con espectáculos de animales salvajes domados proviene de esa época).
Para el modelo cultural europeo de la modernidad, espejo en el que se intentaron reflejar nuestras elites, la naturaleza, lo natural, era algo ajeno, extraño, algo contra lo que se debía luchar, controlar y finalmente vencer; aquí podemos encontrar la explicación o justificación de la histórica frase de Simón Bolívar pronunciada momentos después del terremoto que destruyó la ciudad de Caracas en 1812 y que fue atribuido por algunos sacerdotes católicos de la época a un castigo divino por la sublevación que en contra del orden colonial existente, los venezolanos habían declarado: “Sí se opone la naturaleza, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”. Esta frase del Libertador ha sido desde ese entonces un dogma de fe para generaciones de venezolanos y latinoamericanos en su visión y manera de relacionarse con la naturaleza.
La separación entre hombre y naturaleza fue total. La naturaleza no sólo era algo contra lo que se podía luchar y dominar, sino que hacerlo era un imperativo civilizador y una condición necesaria para el progreso. Nacimos como patria con la falsa conciencia de ver a la naturaleza como una enemiga a la que había que dominar e incluso rediseñar. Cambiamos nuestra comprensión de la naturaleza y la manera de relacionarnos con ella. Pasamos de verla como una obra divina y mágica a contemplarla como algo imperfecto y limitada por la razón (el desencantamiento del mundo en la etimología weberiana). Pasamos de una actitud contemplativa a una pragmática e instrumental, que buscaba (y aun lo hace), explotar la naturaleza, reducida a materia prima; con ello, perdimos la necesaria vinculación natural con el mundo que nos rodea.
La ciencia positivista, ordenada, mecánica, objetiva y racional legitimó, durante la mayor parte del siglo XIX, el control intelectual y físico de la naturaleza, en primer lugar por el científico, y luego por el capitalista, que era quien pagaba al científico. El siglo XIX presenció la apoteosis de la idea del progreso, asociado no casualmente al cenit del imperialismo europeo y al comienzo de la expansión mundial del modelo capitalista.
En la Latinoamérica independiente de los siglos XIX y XX, la ideología liberal fungió de plataforma política a las nuevas necesidades de las oligarquías republicanas emergentes, y su principal lema o eslogan fue “civilización o barbarie”. La barbarie, el salvajismo, el atraso, debían, en nombre de la civilización, combatirse con progreso, con disciplina y con orden; nuestros países fueron víctimas de férreas dictaduras que impusieron el orden y el progreso que la ideología positivista, las oligarquías criollas y los nuevos capitales invasores, propugnaban como condición necesaria para toda forma de progreso, incluso en el Brasil, el lema de orden y progreso fue instituido en su bandera nacional.
En nuestros países la dicotomía civilización o barbarie tomó características geográficas, la ciudad y lo citadino se hicieron sinónimos de civilización mientras que el campo y lo campesino, el indígena, el veguero, en una palabra, la naturaleza, pasaron a encarnar lo bárbaro y salvaje, lo atrasado y lo tonto, discriminación que continua hasta nuestros días. Nuestra producción literaria contribuyó en no poco con esta visión. Escritores como el argentino Domingo Faustino Sarmiento con su novela Facundo, el colombiano José Eustacio Rivera con La Vorágine o el venezolano Rómulo Gallegos con la clásica Doña Bárbara, por citar sólo a los más conocidos, popularizaron la visión de la naturaleza como algo hostil, bárbaro y atrasado que había que someter, domesticar y civilizar para poder avanzar hacia el progreso y la felicidad social.
A partir de las tres últimas décadas del siglo XIX, América Latina se inserta definitivamente en el sistema capitalista mundial. Ingresan a nuestros países cantidades masivas de capital y tecnologías provenientes del mundo noratlántico; las actividades minero-extractivas y los monocultivos se extendieron y se hicieron intensivos, condicionando a nuestras economías a la producción de valores de cambio. Las necesidades y exigencias del mercado capitalista mundial empujaron a nuestros países a los escenarios de la modernidad occidental. Las agresivas prácticas sociales, económicas y ambientales de los representantes de los consorcios transnacionales que en pocas décadas recolonizaron América Latina, configuraron las nuevas ideas dominantes en nuestras sociedades porque, al fin y al cabo, las ideas dominantes no son otra cosa que la expresión ideal de las relaciones materiales dominantes. Las nuevas formas de división del trabajo, de organización social y hasta del lenguaje, que el capitalismo transnacional introdujo en nuestras sociedades, produjeron en nuestras sociedades severos cambios en las formas de relacionarse los hombres con su entorno y consigo mismo. El individualismo egoísta en el terreno social y el extrañamiento del entorno en lo ecológico fueron las más graves consecuencias de estos cambios.
Durante la primera mitad del siglo XX la mayoría de los gobiernos latinoamericanos se adscribieron a las tesis modernizantes del capitalismo mundial, intentando “europeizar” a sus sociedades a través de la adopción de modelos económicos desarrollistas e incentivando la inmigración desde esos países como forma de acelerar dicha modernización. A partir de los años 50 del siglo pasado se popularizaron tesis como la de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), que propugnaba la industrialización acelerada y grandes inversiones en materia de infraestructura para “integrar” al desarrollo a la mayor parte de los territorios y poblaciones de sus respectivos estados, con consecuencias casi siempre desastrosas en materia ambiental. Desde la izquierda, la teoría de la dependencia incurría en la misma solución (pecado) desarrollista al problema de nuestro atraso y no ofrecía nada novedoso en cuanto a la forma en que se podría romper con la dependencia cultural que teníamos (y aun tenemos), de relacionarnos con la naturaleza para obtener de ella lo necesario para la vida.
El Socialismo Científico en América Latina
Las ideas revolucionarias del socialismo científico europeo tuvieron un arribo relativamente tardío a nuestras tierras americanas, y por múltiples causas (dogmatismo, falta de originalidad en su interpretación y aplicación a nuestras realidades socioculturales, demoledora y sostenida ofensiva de la industria cultural de los centros capitalistas a favor del individualismo y el consumismo), su impacto en la conciencia colectiva de nuestras sociedades ha sido, desde entonces, limitada. Entre las posibles causas de la falta de arraigo social de estas ideas entre la mayoría de nuestras poblaciones pudiera estar la ausencia de un esfuerzo por establecer sólidos vínculos entre los trabajos de Marx y Engels con las formas de socialismo comunitario que, en sus prácticas productivas y de organización social, desde hace milenios poseen nuestros pueblos originarios; esfuerzos que sí realizó el Amauta José Carlos Mariátegui y que deben ser estudiados en profundidad en la necesaria tarea de construir un nuevo modelo de socialismo..
Las tradiciones comunitarias y colectivas de nuestras sociedades han sido combatidas desde el inicio del proceso de invasión y genocidio por parte de los europeos y, posteriormente, por sus descendientes trocados en una clase oligárquica, con el argumento de que son prácticas e ideas atrasadas, arcaizantes y contrarias al progreso social e individual. Rescatar, reivindicar y revalidar estas ideas y estas prácticas es un imperativo contracultural frente al modelo capitalista. Las ideas acerca del socialismo científico en nuestras tierras comenzaron a ser divulgadas, en forma más o menos masiva, a partir de la celebración del XV Congreso del partido comunista de la Unión Soviética en 1929, y su difusión se caracterizó por un férreo dogmatismo, y en muchos casos, por la vulgarización del pensamiento marxista en manuales y breviarios de materialismo dialéctico. El marxismo dogmático y canónico que venía desde la URSS fue incapaz de adaptarse a nuestras realidades, y sus difusores incapaces, en la mayoría de los casos, de comprender nuestras peculiaridades histórico-sociales. Importantes producciones intelectuales como la del cubano José Martí, del citado peruano José Carlos Mariátegui o de los venezolanos Simón Rodríguez y Pío Tamayo, por citar sólo algunos, y las luchas de resistencia indígena, cimarronas, comuneras y campesinas, fueron ignoradas por el marxismo escolástico ortodoxo soviético y sus adelantados criollos, como aportes potencialmente valiosos a los procesos de transformación revolucionaria de nuestras sociedades.
Esto dificultó aún más la popularización de esas ideas entre nuestra población.
En lo referente a las relaciones del hombre con la naturaleza, Carlos Marx, en su extensa y extraordinaria obra intelectual, siempre consideró a la sociedad humana como parte de la naturaleza (cuerpo inorgánico del hombre), por lo que en su obra queda implícita la tesis de que las luchas por la justicia para los hombres es, a su vez, la lucha por la defensa de la naturaleza; sin embargo, lo que el escolasticismo soviético y sus representantes en nuestras tierras difundieron fue una errada interpretación, marcada por el desarrollismo y el eurocentrismo, de la tesis acerca de que a través del trabajo, los hombres tienen la capacidad de transformar la naturaleza, y que al hacerlo, se transforman a sí mismos y a su sociedad, pues el hombre es naturaleza transformada por la praxis social.
Desde que la especie humana superó la etapa de caza y recolección como medio de vida, el hombre, para poder sobrevivir, ha necesitado siempre transformar su entorno; la magnitud del impacto que estas transformaciones han tenido en los diferentes ecosistemas terrestres ha variado según los diferentes modos de producción por los que las sociedades humanas han transitado a través del tiempo. Hasta la aparición del capitalismo, el hombre transformó la naturaleza para obtener de ella bienes a los que le asignó fundamentalmente valores de uso. El modo de producción capitalista vino a modificar dramáticamente esta situación. Las intervenciones que en este sistema los seres humanos van a realizar en su entorno están dirigidas esencialmente a producir valores de cambio, objetos traducibles en capital, esto es, mercancías, y como el propio Marx señaló, el único límite del capital es el capital mismo, es decir, que no existen límites dentro de este sistema al saqueo de bienes naturales para producir valores de cambio, y por ende, no existen límites a la destrucción del entorno natural.
En la Crítica del Programa de Gotha, Marx aclara lo que posteriormente, en el siglo XX, la mayoría de sus glosadores confundirían: “El trabajo no es la fuente de toda la riqueza. La naturaleza es toda la fuente, tanto de valores de uso (¡que son, igualmente todos, la riqueza real!) como del trabajo, que no es más que la expresión de una fuerza natural, la fuerza del trabajo del hombre”.
A lo largo de toda la obra de Marx se visualiza con claridad que éste comprendió la contradicción esencial entre el carácter potencialmente ilimitado de la acumulación de valor, por una parte, y el carácter limitado de los recursos naturales por la otra, por ello, hoy se impone una revisión de la tesis del despliegue y desarrollo ilimitado, constante y sostenido de las fuerzas productivas de la sociedad humana como condición necesaria a la transformación revolucionaria de dicha sociedad, pues en los últimos 100 años hemos podido constatar como el desarrollo de esas fuerzas productivas ha generado (en el capitalismo, pero también en los ensayos socialistas que hasta ahora se han realizado), una dinámica incontrolable de destrucción de los ecosistemas terrestres. Nadie denunció tanto como Marx la lógica capitalista de la producción por la producción misma (productivismo). La real y correcta idea del socialismo en Marx (al contrario de la necia y caricaturesca interpretación burocrática) es la de un sistema enfocado a la producción de valores de uso, bienes necesarios a la satisfacción de las necesidades humanas, sin contradicción con la naturaleza. La forma en que los seres humanos transformamos a los ecosistemas en los cuales vivimos, y de los que formamos parte indivisible, determina el modelo social en el que vivimos, pues el factor esencial de toda praxis social es la forma de producir los elementos necesarios para la vida. Una praxis social depredadora del entorno natural producirá necesariamente una sociedad depredadora y hostil para quienes la integran, pues al fin y al cabo, el hombre y su sociedad no son otra cosa que naturaleza humanizada por esa misma praxis social.
Sin comprender cabalmente estas ideas en toda su real dimensión y empujados por la feroz competencia que en todos los campos de la vida social el sistema capitalista mundial le impuso, los jerarcas de la revolución soviética lanzaron a su país a una carrera suicida en el terreno del productivismo a ultranza que inexorablemente condujo a la URSS al capitalismo de estado, camino que posteriormente también transitaría la revolución china, camino que no podemos seguir quienes aspiramos y creemos en la posibilidad de construir una sociedad viable y sostenible, tanto en lo social como en lo ecológico, que, al fin y al cabo, son las dos caras de una misma moneda. Las elites soviéticas de ayer, así como las chinas de hoy, parecieron no comprender, o las presiones y amenazas geopolíticas les impidieron, e impiden actuar de otra forma, que el despliegue y desarrollo, constante y sostenido, de las fuerzas productivas de la sociedad humana dentro del modelo capitalista, tutorado o no por el estado, generan dinámicas que, como lo acotamos anteriormente, tarde o temprano, se transforman en fuerzas destructivas de la naturaleza y obviamente también del hombre y su sociedad, fuerzas que rompen el metabolismo social necesario para la existencia humana. Esta incomprensión persiste en buena parte de quienes hoy detentan cargos de dirección dentro de la revolución bolivariana y en muchas de sus actuaciones y opiniones aparece la sombra de estos errores históricos.
La construcción de un nuevo modelo de organización económico-social que elimine el antagonismo hombre-naturaleza que en los últimos 100 años el capitalismo ha exacerbado hasta límites insostenibles, es uno de los mayores retos, si no el mayor, que se le presenta a la revolución bolivariana, reto que por añadidura ha de ser afrontado desde las características y peculiaridades de una sociedad rentista, históricamente penetrada por los valores del modelo capitalista-consumista-desarrollista que se pretende cambiar; valores que, por otra parte, en no pocas ocasiones han sido, y son, estimulados por personeros del mismo gobierno que proclama tener la construcción del socialismo del siglo XXI como meta y fin.
Joel Sangronis Padrón es profesor de la Universidad Nacional Experimental Rafael Maria Baralt (UNERMB), Venezuela. Fuente: CEPRID.
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