La primera serie, (mayo y julio de 2009), dejó la inesperada sensación de que los ridiculizados no fueran los indígenas sino, ¡oh, sorpresa!, las familias españolas. De ‘las tribus’ se ofrecía la imagen de pueblos prístinos sin contacto con el mundo circundante. Obviamente, esa imagen era tan falsa como verdadera parecía ser la ofrecida por unas familias españolas que — ¿por necesidades del guión? — rondaban la imbecilidad.
Pese a esta ingeniosa vuelta de tuerca intercultural, la serie levantó protestas variadas, tanto coyunturales y pragmáticas como generales y teóricas. La ong CEAR-Habitáfrica aclaró que los “desconocidos bosquimanos” les eran perfectamente conocidos puesto que llevaba años trabajando con ellos; Survival International denunció el “lenguaje racista” de la serie, mientras que el profesor Bartolomé Clavero demostraba en un corto, documentado e implacable ensayo que la serie era una muestra de “racismo gratuito más allá del negocio del espectáculo”. 1
La mayoría de las críticas evitaron temas irrelevantes, como cuán exacto era el plazo de esos 21 días de ‘convivencia con las tribus’, o el verdadero estatus económico de las familias seleccionadas. Soslayaron también temas como el que las “tribus ignotas” contaban todas con una voluminosa bibliografía — tanto en bibliotecas como en internet — y que, desde hace años, las “aldeas tribales” escogidas estaban integradas en los circuitos del turismo internacional.
Tampoco se incidió en lo obvio: que todas las secuencias fueron grabadas por un enorme equipo profesional lo que, técnicamente, supone una laboriosa preparación de horas por cada minuto de emisión. Resultan así grotescas las pretensiones del Canal Cuatro2 de haber conseguido enfrentar dos comportamientos muy distintos: el absolutamente previsible de una familia europea y el ‘relativamente imprevisible’ de unos indígenas puros. Los requisitos técnicos que anulan la sorpresa nos dan medida de la habilidad actoral — performativa, ahora se dice — de los grupos en escena.
Para quien suscribe, la representación de las familias españolas fue muy aceptable y simplemente excelsa la de la indígena. Esta desigualdad en la actuación tiene un factor de corrección: que las primeras carecían de la experiencia dramática de la segunda, indígenas obligados desde hace décadas a ‘hacer el indio’ delante de las cámaras. Pero había — y hay — otro aspecto más interesante: ¿Qué perjuicios y qué beneficios reportó para los indígenas su participación en aquél guiñol?
Incluso dejando aparte el problema fundamental de la voluntariedad o involuntariedad de sus actuaciones, no es pregunta fácil. Nos atreveríamos a señalar que ambos, daños y bienes, fueron efímeros y escasos tratándose de aldeas turistizadas de antemano. La invasión de la televisora española (en realidad holandesa-hispanoargentina) fue una más dentro de unas relaciones laborales desiguales, humillantes y mal pagadas, por ellos conocidas de sobra. Hasta ahora nos hemos referido a la microscópica incidencia sobre unas aldeas concretas. Otro gallo cantaría si ubicamos este episodio en el marco que les corresponde: el de las relaciones neo coloniales.
Aquí, el balance no puede ser más negativo, para los indígenas y para los españoles. Bien a su pesar, los primeros contribuyeron con su mera presencia a reforzar el más racista de los imaginarios colectivos eurocéntricos: el de la creencia de que al colonialismo occidental todavía le quedan ‘tribus’ por democratizar y alfabetizar (antes, cristianizar y reducir).Todos deberíamos saber que, por desgracia, las “tribus sin contactar” se reducen a unas pocas docenas. Esos pocos miles de personas de quienes Occidente sabe poco más que una vaga ubicación geográfica representan, sin embargo, un importantísimo capital simbólico.
La maquinaria del espectáculo — intrínseca al capitalismo actual — funciona en buena medida gracias a ellas, como lo prueban engendros al estilo Perdidos en la tribu, engendros que engendran a su vez un nuevo género televisivo: el de “las tribus interactivas”.
Parece que el eurocentrismo nunca va a descansar en su invasión del planeta. No mientras cuente con familias cristianas felices de ser baboseadas y ridiculizadas a cambio de un plato de euros. Occidente, sin crisis o con ella, dispone de una gigantesca fuerza laboral de sumisión — islam, en árabe— bastante bien articulada por una hegemonía cultural a la que sólo resisten, precisamente, los pueblos indígenas.
De ahí que, para cerrar el círculo de la globalización perfecta, Occidente utiliza contra los últimos bastiones de la diversidad cultural una variopinta panoplia de armas, en este caso la mezcla perversa del empresariado transnacional y del proletariado cualificado —los técnicos del espectáculo — y sin cualificar — las familias de clase baja. Por involucrar a clanes indígenas archiconocidos3, era fácil calificar de engañosa y racista a la primera serie.
En lo que respecta a la segunda, se mantienen estas características, con la salvedad de que a una de las tres ‘tribus’, los Tanna, no se la disfraza de ‘salvaje’. En efecto, se visten cotidianamente “casi” como aparecen en pantalla. El pormenor es poco significativo, pero vista la impudicia con la que los videastas cambian los harapos de los figurantes por atuendos tradicionales, este detalle deja de ser trivial.
Las mitades del nuevo género televisivo
Cuando todos los pueblos indígenas habían sido filmados, grabados y sonorizados— así lo creíamos4 —, cuando no quedaba indígena por retratar y describir — eso esperábamos —, cuando todos los indígenas del mundo estaban almacenados en las videotecas, la muy boyante industria del espectáculo dictó la necesidad de seguir utilizando el motivo nativo.
Y es que, al mismo tiempo que se acababa una era etnográfica cinematográfica que tenía en su haber joyas como Las Hurdes de Buñuel o Tabu de Murnau y Flaherty, el mundo moderno, ahíto de orientalismos, desarrollaba una enfermiza glotonería de exotismos indigenoides. Comienza así la era de los modernos documentales “interactivos”5, género en que ya no se estilan las fugaces o continuas apariciones de un narrador director con aires omniscientes, sino que el eje de la narrativa es ahora la relación entre el equipo de rodaje y los indígenas.
Es verdad que resultaba demasiado cansina la manía de ignorar a los indígenas reales, así fueran como mano de obra en aquellos rodajes en los que su (esclavista) utilización hubiera representado un ahorro económico y un aporte de realismo. 6
La productividad, rentabilidad e incluso popularidad de este nuevo género son apabullantes y es tan prolífico que, a efectos de análisis, debemos subdividirlo en dos categorías básicas:
a) Los hacer el indio (going native), son productos grabados en territorios indígenas en los que los equipos occidentales interactúan simétricamente con los nativos, intentando aprender su forma de vida: un dislate coloquialmente expresado como “ser adoptados por la tribu” (en su caso extremo incluso pretenden “casarse con una princesa india”). Las series objeto de estas notas se incluyen en esta categoría.
b) Los descubrimientos del Viejo Mundo7, productos que pretenden narrar las visitas de los indígenas a Occidente, categoría con bastantes menos ejemplos que la anterior. Las diferencias entre estas categorías son evidentes, con gran ventaja moral y de calidad documental a favor de la segunda. Las enseñanzas etnográficas de la primera suelen limitarse a comprobaciones del avance de la frontera turística, datos descorazonadores cuando no superfluos.
Por el contrario, la palabra del indígena en su visita a Occidente tiene valor en sí misma, amén de que su comportamiento suele ser digno, cuando se lo permite la empresa productora. Además, cuando el occidental decide ‘hacerse nativo’ (intención ridícula en extremo) esa pretensión suele estar acompañada de la inicua explotación de sus anfitriones.
Si la aproximación a los indígenas se realiza desde la desigualdad política y la óptica eurocentrista, poco importa que el occidental de turno haya vivido largamente entre los indígenas. Tal suele ser el caso de nostálgicos hijos de misioneros o de extravagantes que se casan (temporalmente)con alguna “princesa india”: al añadir la prepotencia al sarcasmo sobre las coyundas interétnicas, el resultado es doblemente sombrío. 8
Triplemente sombrío cuando, como empieza a estar de moda, son mujeres occidentales las que se ayuntan con “guerreros indígenas” — el sinónimo de “príncipes indios” —9.
En 2006, la BBC Two envió a seis inglesas a ‘convivir’ durante un mes con “some of the world’s most remote communities”. Según sus promotores, Tribal wives (Esposas tribales), pretendía ofrecer “una investigación profunda sobre la vida real de las mujeres tribales”. Pero, al utilizar a mujeres occidentales sacadas del arroyo, se inculca al televidente la vieja y retorcida idea paternalista de que los indígenas lo saben todo y, además, pueden curar los males de nuestra sociedad.
Ya lo avisaban los títulos de algunos capítulos: “Cómo la tribu Waorani consiguió relajarme”, “La vida de los Mudhut fue suficiente para que Lana dejara el alcohol”… Todo ello sin olvidar el atractivo del morbo sexual implícito en el atisbo de unas inglesas a pecho descubierto, esta vez no por “exigencias del guión” sino por requisitos de la interculturalidad. La observación de la segunda categoría, el Descubrimiento del viejo mundo, es menos deprimente, aunque sólo sea porque podemos extraer algún párrafo ilustrativo, mientras que en Hacer el indio sólo encontramos ejemplos a cual más monstruoso.
Describir Occidente según la mirada del extranjero es todo un género literario con larga tradición10 que representa una concesión, cuando no un mero lujo, en el marco furibundo del eurocentrismo que caracteriza a Occidente. Por lo demás, su traducción al lenguaje de las series televisivas es reciente pero ya cuenta con ejemplos muy dignos, entre los que destacamos la adelantada aportación hispano-lacandona de Bilbao, el caso de los Tanneses o la microserie que documenta la gira por Francia de una pareja de Papúas. 11
En esta categoría, todo depende del grado de autonomía permido a los indígenas visitantes. Lo que debería ser una invitación regida a estrictas leyes de hospitalidad, en manos de desaprensivos puede convertirse en cautiverio. Hasta hace pocas décadas, todos los indígenas que ‘visitaban’ Occidente lo hacían encadenados como esclavos o, luego, en la más caritativa pero siempre indignante condición de monos de feria. Es interminable la lista de los indígenas vivos expuestos en ferias, circos e incluso modernas exposiciones universales.
Otro tanto puede suceder en las series televisivas y ya hay ejemplos españoles de ello. 12 El valor de estas series está en razón directa al tiempo que dejan la palabra al indígena. El modelo óptimo prescindiría de todo comentario occidental y de tendenciosidad en la selección de lugares a visitar y de personas con quienes dialogar.
Llenos deben estar los archivos audiovisuales del Estado Vaticano con documentos de visitas de indígenas a Occidente pero, ¿nos sirven de mucho cuando éstas se reducen a la Piazza de San Pedro o al obispado de turno? La selección de lo que debe ver un indígena puede ser más o menos acertada pero, al menos, debe aspirar a descubrir la variedad intraespecífica del bosque occidental.
No estoy nada seguro de que la antropología académica, demasiado encerrada en su torre de marfil, esté a la altura de este reto, aunque nada me sería más placentero que estar equivocado. Una primera aproximación a este problema consistiría en priorizar los segmentos de la sociedad occidental que protagonizan la invasión directa de los territorios indígenas.
Ahora bien, ¿quiénes caracterizarían a éstos malvados? Cada director de serie tendría su propia respuesta. Una segunda aproximación podría ser repetir en Occidente el clásico esquema del documental holístico etnográfico (a saber, paisaje-aldeanismo-trabajo familias-cena-fiesta), pero es obvio que así no resolvemos el problema, sino que solamente lo atomizamos.
Familias españolas optan por hacer el indio
Ante las críticas a la primera serie de Perdidos en la tribu, el Canal Cuatro y Cuatro Cabezas — la productora in situ —, arguyeron que su producto “no pone el foco en los pueblos anfitriones del programa, sino en el choque cultural” (comunicado del 12. V.2009). ¿Realmente creen que si tal fuera el objetivo, habría más de una docena de espectadores dispuestos a tragársela? ¿A cuántos les interesaría el choque cultural experimentado por tres familias absolutamente anodinas?
El exotismo pseudo sociológico camufla las verdaderas tendencias actuales del mercado televisivo. Antes, la televisión buscaba deslumbrar al espectador presentándole gentes sobrehumanas y sitios lujosos; el televidente tenía que inclinarse ante la ostentosa superioridad de personajes que se paseaban por lugares política o económicamente prohibitivos.
Ahora, la televisión más moderna ofrece figurones de inconcebible bajeza y salones al alcance de cualquiera — incluso de familias pobretonas. Ayer, el propósito era humillar al televidente; hoy, acariciarle el ego para que piense: “yo soy infinitamente mejor que esos facinerosos/as y, además, puedo ir a los mismos sitios”.
A mi juicio, tal es la clave de series como Perdidos en… y no un afán antropológico propio de especialistas (el 90% de los adictos a la droga tonta, ¿sabe siquiera lo que significa la expresión “choque cultural”?). Es de subrayar que estas series se mueven en el azucarado ámbito de la corrección política, por lo que están obligadas a olvidarse de los tópicos racistas predominantes, aunque siempre anclándose en lo fundamental: la superioridad del hombre blanco. De las variadas opciones ideológicas que la productora pudo disponer a la hora de mantener su producto dentro del eurocentrismo, escogió tres: una fundamental — el feminismo — y dos accesorias — las maneras de mesa y las maneras de excretas.
Las familias españolas son superiores moralmente a las indígenas porque éstas son machistas; de hecho, el lema dominante en su campaña publicitaria rezaba: Las mujeres de la tribu están peor consideradas que cerdos. Para los productores (desconociendo datos etnográficos y etnohistóricos), entre los aborígenes de todo el planeta es imposible que exista el matriarcado: el primitivo es machista y punto. Es curioso que la última trinchera en la defensa de Occidente pase por el hoy llamado “enfoque de género”. Las “maneras de mesa”, la comida aborigen, constituyen el siguiente bastión del eurocentrismo.
La productora destaca como espectáculo la mesa indígena: Los gusanos, arañas, vísceras y demás manjares asquerosos propios de la dieta indígena serán repugnantes, pero son muy televisivos por su tremendismo facilón. En lo que nos ocupa — lo ideológico —, son cuasi neutros. En las reacciones que provoca, son potencialmente conflictivos, porque los “políticamente correctos” nos escandalizaríamos ante cualquier sarcasmo proferido contra la dieta indígena.
Más aún, ante una provoca-provocación racista, el público televidente (grantragón de marisco y casquería que sólo comparte con los indígenas su deleite por esa excrecencia de unos tipos de moscas, a la que llamamos miel) podría recapacitar sobre sus prejuicios gastronómicos y ya sabemos que, en televisión, recapacitar es tabú. La última frontera eurocéntrica se refiere a la higiene, la ropa y el excusado.
Son las “maneras de excretas”. Según la serie, comparativamente las familias españolas son muy limpias, muy cautelosas en su vestimenta y, sobre todo, muy discretas en la disposición de sus excretas. Ergo, son superiores a unos indígenas siempre sucios, que usan taparrabos y que cagan a saber dónde. Para este último rasgo la traducción visual es demasiado problemática, no así para los anteriores, de gran fuerza visual. Respecto a los dos primeros puntos, procede enfatizar que:
a) La ropa indígena es más adaptada al medio que la eurocéntrica pero, a veces, la estética desvirtúa su funcionalidad; en la vestimenta occidental esta relación se invierte. Otra diferencia es que los criterios estéticos son consensuados entre los indígenas y sujetos de polémica entre los occidentales.
b) Los indígenas son más limpios que los occidentales y este aserto no es xenofilia pura sino sentido común; los aborígenes son más limpios no sólo porque se lo permite un entorno natural menos industrializado sino por la simple razón de que, de otra manera, no hubieran sobrevivido. Huelga añadir que la productora no comparte esta evidencia.
Finalmente, la productora miente al quitar los harapos de fibra sintética que cotidianamente visten los indígenas —fruto venenoso de su proximidad a las empresas de turismo — para disfrazarlos de ‘prístinos nativos’. ¿Miente también cuando altera las condiciones de higiene en las que realmente viven los clanes anfitriones?, pues, a falta de informes etnográficos detallados, no sabemos muy bien cómo son.
Estos temas resultan minucias si las comparamos con la prohibición absoluta de situar a los indígenas en una perspectiva histórica. Estamos ante un punto clave compartido por esta serie con los demás productos que hacen el indio. En todos ellos, la etnohistoria es anatema. Negando el pasado, se niega una historia abarrotada de infamias que comienzan en la esclavitud y llegan a su apogeo con el genocidio. Los pueblos indígenas de hoy son el resultado de la invasión de ayer — y también de hoy.
No viven así porque quieren, sino por imposición ajena. Presentarles como aislados por voluntad propia — que más quisiéramos—, es ocultar que nuestra prosperidad y su marginación son fenómenos inseparables. Retratarles como independientes y autárquicos es la última infamia que se le obliga a figurar.
Sobre otros aspectos menos relevantes, añadiríamos que las (imprudentes) familias españolas confían en la productora, confianza basada en el presupuesto que los indígenas están domesticados. Por ello, las familias se mueven en las aldeas como por un hotel de perros, con cierto recelo pero con el íntimo convencimiento de su dominio sobre unos animalillos que dependen de sus euros para sobrevivir.
La última ratio de su seguridad estriba en la (no menos imprudente) certeza de que los indígenas son bloque homogéneo, “como lo son los perros”. La importancia concedida por la productora a esos fantasmagóricos “Consejos Tribales” que deben decidir la suerte de las familias españolas no radica en alguna clase de respeto por la realidad étnica sino en un estereotipo: que los indígenas son unánimes.
Estamos ante otro de los últimos refugios del racismo: Los pueblos indígenas han de ser monolíticos, cuerpos sociales en los que no hay diferencias individuales, cual si fueran una colonia de paramecios o una enorme ameba.
Otro aspecto secundario pero significativo es que las familias españolas no hacen regalos ostentosos a sus contrapartes indígenas, aunque constantemente se insinúa que las mercancías occidentales — benéficas per se —, pueden forzar el cambio social —perogrullada habemus —, olvidando que toda mercancía tiene un precio, así sea un regalo de ong.
La antropología moderna se fundó desfaciendo entuertos muy arraigados en el imaginario eurocéntrico, entre ellos el concepto de regalo. El regalo no es unívoco, gratuito ni siquiera generoso sino que impone obligaciones al (supuesto) beneficiario.
En otras palabras, que los caramelos pueden estar envenenados. Aparentemente, las familias no reparten caramelos pero ¿y la productora? No menos perverso es comunicar la ilusión de un protagonismo indígena cuando, lo subraya Clavero en su opúsculo antes mencionado, los indígenas participantes en este nuevo género tienen un margen de decisión menor que “en los tiempos colonialistas de La Reina de África o de Mogambo… y no digamos en la actualidad… como los contratos que se suscribieron con las comunidades donde iba a rodarse El jardinero fiel”.
Que su autonomía laboral indígena es menor resulta palmario si observamos que las redes empresariales eurocéntricas son cada día más densas, robustas y efectivas.
Notas:
1 Ver: http://clavero.derechosindigenas.org/?p=2821
2 Cuando se iniciaron estas series, Canal Cuatro pertenecía casi exclusivamente al grupo político-mediático PRISA. A finales del 2009 y gracias a los manejos del ultra-franquista R. Martín Villa, pasó a control del premier italiano S. Berlusconi. La nueva dirección, abiertamente neofascista, no alteró la continuación de la serie.
3 Tenemos pruebas fotográficas y testimoniales de que los mismos Mentawai que aparecen en pantalla trabajaron en el turismo desde principios de los años 1990’s. Recurriendo a otros informes las fechas se retrotraerían no menos de otra década. Si del turismo en particular pasamos al contacto intenso con la sociedad envolvente en general, hemos de señalar que A. Cannizzaro, el primer misionero de los tiempos modernos, llegó al territorio mentawai en 1953.
4 Se llegó al extremo de grabar los primeros contactos con “pueblos indígenas en aislamiento voluntario”. Sobra decir que no todos los indígenas descubiertos ante cámaras son realmente desconocidos, ni que estos primeros encontronazos son casuales, sino siempre provocados por la industria del espectáculo. Véase una narrativa de la mercantilización de este turismo de aventura (que no etnográfico) en tierras próximas a los Kamoro (PapúaOccidental), en BEHAR, Michael y DUPONT, S., “The Selling of the Last Savage”, pp. 96-113, en Outside, vol. XXX: 2, febrero 2005.
5 Interactividad, neologismo cuya moda se asienta en la (supuesta) igualdad entre sus activistas pero cuya realidad no se compadece con ninguna simetría social, salvo en sectores muy limitados –los chats et allii-. La desigualdad entre sus actores se manifiesta con mayor crudeza cuando se trata de documentales con (a menudo, contra) los pueblos indígenas.
6 Ya estábamos hartos del desaforado racismo de un Victor Mature haciendo de indio, un Burt Lancaster de apache, un Yul Brinner de mongol, de actuaciones inverosímiles incluso en sus tiempos relativamente lejanos. Si fuéramos coherentes y no padeciéramos el culto a la personalidad (artística), también nos resultarían grotescas magnas obras como Fort Apache (John Ford, 1948), película en la que el Jefe Cochise habla ¡en español! Aún más retorcido es el caso de los indígenas Diné (alias “Navajos”) figurantes en la película El gran combate (Cheyenne Autumn, John Ford, 1964) pues aunque son Diné reales los que actúan y, hablan en lengua diné… en la película es transformada en lengua cheyenne.
7 Tomo prestada esta expresión del título de un excelente trabajo dirigido por Paz Bilbao (la galardonada Crónica del Descubrimiento del Viejo Mundo, por Kayun Maax, 1989-1990). Este documental narra la visita de un indígena ‘lacandón’ a España y el relato, a su regreso, a los sabios de su pueblo. La altura de las discusiones que Kayunmantuvo con toda clase de españoles y la calidad de sus pinturas — expuestas en Madrid, en el Museo Nacional de Antropología —, fue grata experiencia para quienes colaboramos en aquel emprendimiento. En el plano literario, también en España se ha utilizado el recurso estilístico de las ‘Conquistas al revés’. Por ejemplo, en 1977, Avel.lí Artís Gener publicó Palabras de Opotón el Viejo. Crónica del siglo XVI de la expedición azteca a España, Eds. 29, Barcelona, 217 pp.
8 Sabine Kuegler, hija de misioneros evangélicos, vivió su niñez entre los Fayu de Papúa Occidental. Años después se hizo famosa comercializando en multimedia los recuerdos recogidos en el libro Das Dschungelkind (La niña de la selva) Lamentablemente, lo que recuerda es que los niños fayu “no se reían jamás” puesto que vivían en una sociedad “que se caracterizaba por una brutalidad terrible y por el canibalismo, que vivía en la edad de piedra y que un día [gracias a los misioneros] aprendió a amar en lugar de odiar”.
9 A cada ensayo de nupcias interculturales le sigue indefectiblemente su traducción audiovisual. Así ha ocurrido con los casos de la japonesa Maki Nagamatsu, la francesa Jacqueline Roumeguere-Eberhardt y la suiza Corinne Hofmann casadas todas ellas con Masai. Hofmann es la más conocida gracias a sus libros y, sobre todo, la película dizque autobiográfica La masai blanca (H. Huntgeburth, 2005).
10 Por ejemplo las Cartas persas (1721) de Montesquieu o su correlato español, las Cartas marruecas (1788-1789) de Cadalso. Para el caso específico de los indígenas, Los Papalagi Discursos de Tuiavii de Tiavea, jefe samoano(1920) son un referente ineludible.
11 Una tribu en Francia, producción de Canal + y Bonne Pioche, dos capítulos, 2008. Los papúas Palobi y Mudeva son invitados por el fotógrafo Marc Dozier a visitar lugares característicos de Francia. Tratados con respeto, sus reacciones no tienen desperdicio. Por ejemplo, contemplando a unos deportistas de riesgo, comentan entre ellos: “¡Esta gente no tiene aprecio a la vida!”. La trascripción termina sin que podamos saber si los papúas se refieren a la vida en general, a la vida humana o a las vidas individuales de los deportistas suicidas, lo que nos plantea una interrogante antropológica sobre la noción de aprecio a la vida propia y su correlato hacia la vida ajena entre los papúas y, en general entre los pueblos indígenas.
12 En noviembre del 2009, la periodista Mercedes Milá tuvo la “graciosa ocurrencia” de encerrar en la jaula de su programa Gran Hermano a tres indígenas, probablemente del pueblo Dani (Papúa Occidental) aunque más de un medio les denominara “zulúes” (sic). Es de admirar la ubicuidad y productividad mediática de esos pueblos, pero aún más nos emociona la sabiduría que esos individuos demostraron lidiando con genuinos “desechos de discoteca”, (no otra definición merecen los españoles/as enclaustrados en ese panóptico). La infamia es contagiosa así que debemos prepararnos para una avalancha de indígenas incrustados en la televisión basura; que el delito está en muchas cabezas directivas lo demuestra (groseramente) una fácil consulta a Google: solicitándole el 01.V.2009 “reality-shows+with+indigenous+ peoples”, obtuvimos 272.000 items.
* Antropólogo español. El presente texto es una versión condensada del original. beltranp@arrakis.es